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Introducción: el mundo en Ystad

Un signo de que el concepto de globalización ha madurado es su creciente aplicación a más y más aspectos de la vida humana. A partir de la enorme lista de novedades editoriales que contienen las expresiones Globalización y… o La globalización de… podemos dividir el análisis general de la globalización política, cultural o económica en categorías más específicas, pero todavía amplias —salud, deportes, literatura, familia, guerra, sexo, amor, religión—, y de ahí a lecturas definitivamente especializadas. Así, no necesitamos buscar demasiado en Amazon para encontrarnos, entre otras cosas, títulos como Globalización de la minería, La globalización y la Exposición Universal, Globalización y bioinvasión, Globalización y finanzas islámicas, Globalización y medicina veterinaria, La globalización y la mujer caboverdiana, Globalización y bondad o, el colmo de la especificidad, Globalización y sushi.

Lo que eso nos dice va más allá del dato cínico de que los editores saben aprovechar un buen tirón. Nos dice que la globalización, en el periodo relativamente breve de veintipocos años, se ha convertido —también para los ciudadanos de a pie, no sólo para los académicos— en una herramienta básica para comprender la cultura moderna.

No por volverse ubicuo el concepto de globalización ha dejado de ser complejo. Esto es especialmente cierto en la esfera de la cultura, siendo como es resultado de una peculiar unión entre dinámicas globalizadoras políticas, económicas y tecnológicas y construcción de significado, identidad e imaginación humanos. Conforme nos vamos familiarizando con el proceso, sus sutilezas y contradicciones se vuelven más visibles. Eso nos ha llevado más allá de las respuestas iniciales más simplistas. Los analistas más rigurosos, por ejemplo, ya no asignan automáticamente la idea de globalización cultural a las categorías de dominación cultural, imperialismo cultural, occidentalización, americanización, etcétera. Y la predicción de que la globalización acabaría por conducir a una total homogeneización de la cultura global —una predicción que los intelectuales defendían todavía a finales del siglo xx— hoy se antoja conmovedoramente ingenua, dado el momento de turbulencias culturales y económicas que estamos atravesando. Pero todavía nos queda un largo camino por recorrer tanto en la conceptualización de la globalización cultural como en la comprensión de los desconcertantes problemas culturales y políticos que nos está generando.

Este texto aspira a contribuir de alguna manera a la consecución de esa tarea. En primer lugar, reconsiderando la manera en que enfocamos el concepto de globalización. En segundo lugar, repasando dos de las principales controversias que ha engendrado la globalización, a saber, el destino de la diversidad cultural y los efectos aglutinantes de la conversión de la cultura en un artículo de consumo. Y, por último, ofreciendo algunas reflexiones sobre la cuestión del cosmopolitismo cultural.

Antes de entrar en materia quiero detenerme brevemente en otra de esas discusiones especializadas sobre la globalización a las que aludía al principio. No se trata, sin embargo, de una del género Globalización y…, sino de otra más oblicua y glamurosa. En su artículo «Henning Mankell, artista del paralaje» (Žižek 2004), el filósofo Slavoj Žižek nos hace un retrato de cuatro páginas de la globalización de la novela de detectives, centrándose en la serie de Mankell protagonizada por Kurt Wallander, uno de los grandes éxitos editoriales de los últimos años, cuya acción se desarrolla en la pequeña localidad de Ystad, en el sur de Suecia. El análisis de Žižek se desarrolla en tres fases.

En primer lugar, observa que el resultado de la globalización en la novela de detectives es, en contra de lo que cabría esperar, el énfasis en el contexto local, representado en el entorno prosaico y en ocasiones gris de la Ystad del inspector Wallander. Este cambio al «localismo excéntrico» es comparado por Žižek con los contextos paradigmáticos del «modernismo clásico del siglo xx» en la novela de detectives: grandes metrópolis como Londres, Nueva York o Los Ángeles. Žižek argumenta que esta atracción por lo local es la representación de un fenómeno cultural, una nueva articulación de la imaginación cosmopolita:

Un ciudadano verdaderamente global es hoy en día precisamente aquel que (re)descubre o vuelve a (o se identifica con) unas raíces particulares, una identidad básica común; el orden global no es, en última instancia, otra cosa que el marco y el contenedor de esta multitudinaria mezcla de identidades particulares (Žižek 2004, 1).

Esta percepción de que lo global es en sí mismo insustancial, tan sólo marco y contenedor de una multitud de identidades particulares, resulta crucial para comprender el impacto de la globalización en la esfera de la cultura. En realidad, nadie habita en lo global, ni física (puesto que nuestra presencia física implica localidad) ni metafóricamente (ya que un significado requiere también de un referente específico). Para comprender la fuerza de la globalización cultural, pues, tenemos que estudiar las localidades y las formas en que éstas están siendo transformadas.

Eso nos lleva a la segunda parte del artículo de Žižek, en la que explora la especificidad de Ystad como escenario de las novelas. Aquí los atractivos de la localidad no pueden atribuirse a una búsqueda nostálgica de un ideal imaginado o Gemeinschaft, una de las respuestas asumidas de forma más habitual ante los desafíos y las amenazas de la globalización. Las historias de Mankell están teñidas del sombrío clima escandinavo, e impregnadas de una angustia existencial muy bergmaniana. Pero, sobre todo, Žižek detecta en Ystad signos del «largo y doloroso declive del estado del bienestar sueco».

Mankell saca a relucir todos los temas traumáticos que causaron el nacimiento del nuevo populismo: el flujo de inmigrantes ilegales; el aumento del crimen y la violencia, del desempleo y la inseguridad social; y la desintegración de la solidaridad social (Žižek 2004, 3).

Los casos que Wallander siempre termina por resolver —de maneras bastante convencionales, todo sea dicho— están construidos alrededor de algunas de las principales fuentes de ansiedad e incertidumbre generadas por la vida global moderna en el mundo desarrollado. La más significativa de todas ellas es la inestabilidad económica estructural que resulta del desgobierno de las fuerzas globales del mercado y la inclusión de varios marcadores diferenciales en localidades estables. Aunque las tramas de Mankell abarcan todas las cuestiones que aguijonean la conciencia liberal de la sociedad sueca contemporánea, como bien apunta Žižek, uno de los temas recurrentes es la acción —desencadenante de nefastas consecuencias en Ystad— de cosas sucedidas en partes del mundo menos favorecidas. La elevada tasa (tanto que resulta poco plausible) de homicidios en Ystad a menudo está vinculada de forma compleja a cuestiones de racismo y xenofobia, penalidades de los refugiados, esclavitud sexual, tráfico de órganos en el Tercer Mundo o bandas criminales procedentes de estados postsoviéticos de la Europa oriental. Hay que admitir que el ultraliberalismo de Suecia —expresado, por ejemplo, en su política de inmigración— tiende a empeorar las cosas. Pero, con todo, no podemos evitar plantearnos una pregunta de orden general, a la vista de la presencia constante y determinante del resto del mundo en Ystad: ¿qué significado tiene en realidad el adjetivo local en un mundo tan marcado por fuerzas geográficamente distantes?

Hay una última parte del análisis de Žižek en la que saca a colación la biografía de Mankell para reflexionar sobre la posibilidad de reconciliar las experiencias y los costes de la modernidad global en la próspera Ystad con los del Tercer Mundo. Pero yo no soy tan rápido como Žižek, así que voy a posponer esta cuestión tanto como me sea posible.

Globalización y localidad

El análisis que Žižek lleva a cabo del género detectivesco nos da algunas claves para formular conceptualizaciones algo más precisas sobre la globalización cultural. Afinar nuestros conceptos no va a resolver por sí solo los misterios de la globalización; para ello necesitaríamos, como cualquier buen detective, realizar un laborioso trabajo empírico. Pero al menos nos ayudará a plantear las preguntas adecuadas.

El ejemplo del Ystad de Mankell/Wallander sugiere a este respecto dos cosas: en primer lugar, que el concepto clave que debería preocuparnos no es el de global, sino el de local. En segundo lugar, que la forma en que comprendemos lo local deber formularse de manera más precisa. Vayamos por partes.

¿Qué es lo global? ¿Dónde se sitúa lo global? Si nos hacemos estas preguntas obtenemos respuestas que no tienen mucha relación con la dimensión económica, política y cultural de la globalización. Lo global es la totalidad del territorio físico del mundo o, tal vez de manera más significativa, lo global es todo el territorio habitado del mundo. No podemos especificar más, o la fuerza del concepto se perdería por completo. Y, sin embargo, esta gigantesca dimensión no nos ayuda gran cosa a entender lo que es la globalización o cómo nos afecta. Por supuesto, es cierto que las implicaciones ambientales del capitalismo industrial tienen una escala potencialmente global, en el sentido de que afectan a todas las masas de territorio, a los océanos e incluso a la atmósfera. Pero ésa no es la cuestión.

La cuestión es que lo global no es un espacio, ni siquiera una entidad cuya relación significativa con la globalización no es algo que podamos comprender. No es lo mismo que capitalismo global, que se refiere a un sistema de producción y consumo distribuido por casi todas —aunque, desde luego, no todas— las localidades del planeta (y que presenta grandes variaciones de concentración dentro de dichas localidades). Tampoco es un espacio político, porque está muy claro que el sistema de Estado-nación sigue determinando fuertemente el espacio global. Y, como veremos a continuación, tampoco es realmente un espacio cultural.

Nada de esto tendría gran importancia si no fuera por el hecho de que la idea de lo global se ha convertido en un concepto imaginario clave en el proceso de la globalización. En muchos respectos, lo global y lo local se conciben como categorías separadas dentro de una dicotomía. Eso ha dado lugar a determinados análisis simplistas y engañosos de la polarización de los intereses en juego. Entre ellos se encuentra la idea de que la cultura de lo local se ve amenazada por lo global. Cuando esto ocurre, los debates tienden a volverse confusos (porque no tenemos muy claro qué es exactamente esa amenazadora entidad global) y enconados. Un ejemplo significativo de ello, como veremos en la sección siguiente, es el continuo debate sobre imperialismo cultural.

De hecho, la culpa de toda esta confusión acerca de lo global procede de un error de nomenclatura. Globalización nunca ha sido un término demasiado preciso para describir el proceso que está teniendo lugar, pero por desgracia ya se ha establecido de manera irrevocable. Pero si definimos la globalización en su acepción más sencilla y menos controvertida, veremos que en realidad se refiere a una red compleja y creciente de conexiones e interdependencias de virtualmente todo lo que caracteriza la vida moderna: flujos de capital, materias primas, conocimientos, información e ideas, personas, delitos, moda, imágenes, creencias, etcétera (Castells 1996; Tomlinson 1999; Urry 2003). Nada de esto nos obliga a pensar en términos de una entidad llamada lo global. La globalización nunca ha sido global de facto. Así que atrevámonos y dejemos atrás para siempre la categoría de global.

El contexto espacial apropiado en el que estudiar la globalización cultural, por lo tanto, es la localidad. Son los lugares en los que vivimos —cuando no estamos viajando de uno a otro— donde se generan y experimentan las culturas. Obviamente, el concepto de localidad no está exento de ambigüedades. Por lo general, concebimos lo local de acuerdo con unos criterios vagos y mal diferenciados: como lugares geográficos específicos; como una medida de escala; de acuerdo con un tipo de formación social (la llamada comunidad); en términos de juicio de preferencias culturales y valores (lo auténtico, lo provinciano); e incluso en términos de supervivencia histórica. A menudo incluso la idea abstracta de localidad parece revestirse en nuestros pensamientos de las características de un asentamiento concreto, como, por ejemplo, un pueblo. Pero aquí tampoco nos libramos de las ambigüedades, como la elegante y original definición de David Matless explica muy bien:

Pueblo: escala de significado, a menudo con un matiz de comunidad; por lo general, de anatomía reducida; situado en un país o, si está en una ciudad, aspirante a un espíritu de pertenencia; un lugar donde llevar una vida auténtica; un marco para la endogamia y las costumbres bestiales, para la opresión feudal y la odiosa servidumbre; un colectivo de individuos unidos por la igualdad y la armonía con una tierra fértil que es de todos o de ninguno, un lugar para las historias microcósmicas y las vidas entrecruzadas (Matless 2004, 161-162).

A pesar de estas ambigüedades, creo que el concepto de lo local es indispensable a la hora de comprender el contexto de nuestra existencia física (y, por tanto, localizada en un lugar concreto), y voy a sugerir una manera sencilla de enfrentarnos a la imprecisa idea de localidad en relación con el proceso de globalización. Se trata de emplear una única dimensión, derivada de la definición de la globalización como un proceso de conectividad de complejidad creciente. Así, estoy sugiriendo que deberíamos entender las localidades en términos del grado de conectividad que poseen: desde una relativamente elevada hasta otra baja (dejaré que sea cada lector quien busque los ejemplos más convenientes). La cuestión es que este grado de conectividad es determinante para la transformación de las localidades, en la medida en que permite que acontecimientos, procesos y relaciones distantes en el espacio formen parte de nuestra vida cotidiana.

La cercanía de lo distante existe bajo diversas formas, pero está presente en casi todas las prácticas diarias de localidades de alta conectividad. Existe en nuestra interacción con medios de comunicación electrónicos globales que nos traen regularmente noticias, imágenes, información y entretenimiento de todos los rincones del mundo a nuestros hogares; en el uso de tecnologías de comunicación tales como el teléfono móvil e Internet, que hacen posible el contacto más o menos instantáneo entre continentes; en el empleo creciente de motores de búsqueda en línea como Google, antes que en receptáculos físicos de información como las bibliotecas públicas, para encontrar información. Pero también está presente en las prácticas de consumo, conforme los individuos de países desarrollados tienen acceso a una variedad cada vez mayor de productos globales en tiendas y supermercados; en la cultura gastronómica, conforme los restaurantes étnicos hacen de las cocinas italiana, china, tailandesa, turca, americana o japonesa un lugar común en la vida urbana globalizada. Estas actividades —que hoy se dan por sentadas en las economías avanzadas, y que están creciendo a gran velocidad en los sectores urbanos del mundo en desarrollo— constituyen el indicador de la globalización cultural. Pero, lo que es más significativo aún, a través de estas prácticas cotidianas la globalización penetra en nuestros mundos culturales individualizados, en nuestra comprensión de lo que es propio y extranjero, en nuestro horizonte moral y cultural y en nuestro sentido de identidad cultural (Tomlinson 2003, 2007).

Hasta aquí llegaremos, de momento, en cuanto a redefinir nuestros conceptos. Veamos ahora cómo puede ayudarnos esto a enfrentarnos a los verdaderos problemas.

Globalización y diversidad cultural

Tal y como sugería en mi introducción, muchas de las primeras reacciones críticas a la globalización cultural se sustentaban en una supuesta amenaza a la diversidad cultural. En cierto sentido ya existía un marco crítico prefabricado para esto en las nociones de imperialismo cultural y americanización que llevan circulando desde la segunda mitad del siglo xx (Tomlinson 1991). Sin embargo, muy pocos críticos serios apoyan hoy en día sin reservas la idea de que la globalización es básicamente un proceso de imperialismo cultural.

Dicho esto, el debate, más amplio, sobre la diversidad cultural no ha perdido fuerza, en especial en el campo de las políticas culturales y en el seno de organizaciones como la UNESCO. Dos parecen ser los aspectos principales del debate actual. El primero es la cuestión (parcialmente) empírica de si la globalización supone una amenaza de facto a la diversidad cultural. El segundo es la cuestión político-cultural de qué valor debería concedérsele a la diversidad cultural, en especial cuando se esgrime como argumento a la hora de justificar medidas de proteccionismo cultural por parte de los regímenes políticos.

La razón principal por la que la primera cuestión permanece sin resolver es la dificultad de obtener pruebas empíricas concluyentes. En parte, eso se debe a la propia envergadura de la tarea. Aunque hay casos individuales bien documentados (Crystal 2000; Nettle y Romaine 2000) de la pérdida de prácticas culturales —incluida la pérdida de lenguas—, relacionar este proceso (que, después de todo, ha formado parte siempre de nuestros cambios culturales a lo largo de la historia) con el impacto de la globalización contemporánea sería complejo. E incluso si pudiera establecerse una relación de causalidad, reunir los casos particulares para articular una tesis general acerca de la pérdida de la diversidad cultural sería una tarea monumental, dado que las nuevas prácticas culturales, las variaciones dialectales, etcétera se están generando constantemente. Como resultado de esta ausencia de pruebas concluyentes, la mayoría de los debates se ha centrado en impresiones e intuiciones o, a lo sumo, en pruebas meramente anecdóticas.

En fechas recientes, sin embargo, han empezado a surgir indicios al menos en un área, a la que me referiré en breve. Pero antes quiero sugerir que la manera en que enmarcamos la cuestión de la globalización en relación con la diversidad cultural puede ser determinante para nuestras intuiciones.

Si seguimos insistiendo en equiparar globalización con globalidad, una categoría sin contenido, nos sentiremos tentados de rellenarla con pedazos sueltos de cultura —artículos y marcas— que podemos considerar globales simplemente porque están ampliamente distribuidos por todo el mundo. De ahí a la inferencia falaz de que McDonald’s, Coca-Cola y Starbucks constituyen una amenaza para la diversidad cultural hay sólo un paso. Por el camino habremos establecido los cimientos interpretativos erróneos, y habremos recogido impresiones convincentes (porque, sin duda, vayamos adonde vayamos, las marcas occidentales parecen estar por todas partes…) que añadan peso a nuestra intuición. De ahí la amenaza imaginaria de una incipiente uniformidad global.

Pero si comprendemos el impacto de la globalización de la manera que he sugerido en el apartado anterior, a saber, descartando de una vez por todas el concepto de globalidad y centrándonos en su lugar en la creciente conectividad entre las localidades, entonces adoptamos una vía de pensamiento bien distinta, en la que la globalización no desemboca en una homogenización sistemática de la cultura. Para ilustrar este punto seguiré con el ejemplo de la comida.

Imaginemos una localidad de provincias, la calle principal, pongamos, de una población de mercado en Inglaterra durante los años previos a la última recesión global. Tal vez haya un McDonald’s (aunque eso dependerá de si existe una clientela potencial), pero probablemente haya también una tienda de alimentación polaca o un café portugués para los trabajadores agrícolas inmigrantes de la Unión Europea. Eso supone, evidentemente, un aumento neto de la diversidad cultural de la población, y nadie se sentirá amenazado por el cabanossi o el vinho verde. Pero el ejemplo sugiere algo más. Demuestra que la cultura culinaria local es lo suficientemente fuerte como para seguir a sus consumidores por todo el mundo, y de ninguna manera resulta vulnerable a la dominación de las marcas globales.

Esta idea se ve subrayada si consideramos el caso de China, cuya rica cultura gastronómica se ha visto en teoría impulsada por la globalización, a saber, con el aumento del poder adquisitivo y de consumo resultado del crecimiento económico de China y su entrada en el mercado global en la década de los ochenta. Lo interesante del caso chino es que, aunque el consumo de comida rápida occidental como emblema de una supuesta modernidad cultural puede estar extendido, la comida en sí no lo está (Yan 2000), y supone sólo una pequeña proporción de una cultura gastronómica indígena en auge en la que la variedad, la innovación y, por qué no, las modas culinarias son elementos clave.

De estos ejemplos se deduce no sólo que la creciente conectividad no es un mero conducto hacia la uniformidad cultural global, sino también que sus efectos sobre la diversidad cultural son bastante complejos. No podemos ignorar la vulnerabilidad de algunas prácticas culturales tradicionales ante la globalización. Esto se debe a que el creciente alcance de la experiencia cultural y la sensación de pluralismo que acompaña la mayor conectividad suponen un desafío para la construcción de significados fundados en la tradición. Eso no quiere decir que las prácticas tradicionales deban desaparecer frente a la modernidad cultural. La globalización, de hecho. puede conducir en determinadas circunstancias al redescubrimiento de ciertas prácticas y preferencias tradicionales. Aquí, de nuevo, el ejemplo de China resulta revelador.

La apertura al exterior de la economía china a partir de la política de puertas abiertas ha propiciado sin duda un flujo de bienes culturales globalizados y un cierto grado de fascinación popular por los gustos occidentales. Pero al mismo tiempo el crecimiento económico de China ha traído consigo un espectacular renacimiento de la producción artística —estancada durante la era de mayor rigidez ideológica del régimen comunista— con la reinterpretación de las tradiciones clásicas en música, pintura, arquitectura, etcétera. Las jóvenes de Pekín y Shanghái ya pueden comprar vestidos chinos tradicionales, los qipao, que prácticamente habían desaparecido de la vida de la generación de sus padres gracias a una combinación de centralización económica y regulación implícita de los bienes de lujo (Tomlinson 2003). En un nivel más profundo, ha habido un renacer significativo del interés por el budismo, el taoísmo y el cristianismo entre la población urbana de rentas más elevadas, que busca creencias alternativas a la ideología comunista (Cheow 2005; Williams 2007).

Todo ello sugiere que el destino de la diversidad cultural bajo la globalización es una cuestión mucho más compleja de lo que parece a simple vista.

Como ya he dicho, uno de los problemas asociados a esto es la dificultad inherente de llevar a cabo investigaciones empíricas de los procesos culturales a tal escala, y la consiguiente escasez de pruebas. Sin embargo, un estudio publicado recientemente por Pippa Norris y Ronald Inglehart (2009) sobre el impacto cultural de las comunicaciones globales —y más en concreto, el de los medios de comunicación— ha empezado a corregir esta carencia. Norris e Inglehart argumentan que las amenazas a la diversidad cultural surgidas de la exposición creciente a los medios de comunicación globales se han exagerado, y lo demuestran mediante un sondeo meticulosamente desarrollado sobre actitudes y creencias tanto individuales como sociales. Su investigación se basa en gran parte en la encuesta mundial sobre valores y la encuesta sobre valores europeos realizadas entre 1981 y 2007, que juntas constituyen el mayor conjunto de datos jamás compilados en esta área (cubren un total de 93 países), y, más específicamente y en términos del uso de los medios de comunicación, en la encuesta más reciente sobre este tema, realizada en 57 países entre 2005 y 2007. En ambos conjuntos de datos están representadas las sociedades tanto con una renta per cápita elevada como muy baja, y desde democracias liberales establecidas hasta regímenes autoritarios. En términos de alcance, por tanto, son los mejores datos de los que disponemos.

Tal vez los hallazgos más interesantes de Norris e Inglehart estén contenidos en lo que ellos llaman la tesis del efecto cortafuegos. Con ella se refieren a que existe una serie de factores determinantes en los niveles socioinstitucional, económico y social que sirven para moderar la influencia de las importaciones culturales en culturas las nacionales, en especial en las que no pertenecen a países occidentales ricos. Se trata precisamente de sociedades generalmente consideradas vulnerables a los efectos homogenizadores de la globalización. De manera que en la dimensión institucional, niveles bajos de integración en el mercado global, de desarrollo económico e inversión de sistemas de comunicación, y a menudo niveles bajos asociados de acceso a la información y de libertad de prensa, se combinan para reducir el impacto de los medios de comunicación globales en las poblaciones nacionales. Además de esto, señalan factores individuales —carencia de recursos económicos y competencias— que obviamente impiden sacarles partido a los sistemas de comunicación e información. Por último (lo que quizá sea más significativo desde el punto de vista de la construcción de significado) argumentan que existe un cortafuegos sociopsicológico en forma de «filtros de socialización que intervienen en la adquisición y transmisión de actitudes vitales y valores duraderos. Estos cortafuegos, individualmente y combinados unos con otros, ayudan a proteger la diversidad cultural nacional de la influencia extranjera» (Norris e Inglehart 2009, 30).

Pero, además, sus conclusiones no se limitan a la situación de sociedades no occidentales. También demuestran que incluso en aquellas sociedades con niveles más bajos de cortafuegos institucionales —es decir, las democracias liberales más prósperas y con mayor grado de conectividad— un consenso creciente acerca de una serie de valores cosmopolitas no significa que sus diferencias culturales estén desapareciendo.

[…] incluso entre sociedades postindustriales como Estados Unidos y Gran Bretaña, Suecia y Alemania, Japón y Corea del Sur, que están estrechamente interconectadas por redes de comunicaciones, flujos comerciales y economías interdependientes, y que comparten productos culturales en forma de programas audiovisuales, subsisten diferencias culturales significativas que no tienen visos de desaparecer. Estas sociedades no comparten una cultura occidental monolítica hacia la cual converjan las sociedades en desarrollo. En lugar de ello, tanto las sociedades en desarrollo como las occidentales están experimentando cambios generados por las grandes fuerzas de modernización, pero reteniendo sus rasgos culturales nacionales distintivos (Norris e Inglehart 2009, 209).

Aunque el trabajo empírico de Norris e Inglehart sobre los medios de información se centra —como ellos mismos subrayan— en un único aspecto de los flujos culturales que participan del proceso de globalización, su trabajo viene a apoyar las intuiciones de los analistas culturales que durante mucho tiempo se han mostrado escépticos respecto a la amenaza homogenizadora de la globalización.

Sin embargo, el debate sobre la diversidad cultural a escala legislativa no es solamente empírico, y sus comentarios sobre la conformación de las experiencias culturales globales por parte de las grandes fuerzas de la modernización nos lleva a la segunda cuestión que debemos tratar en relación con la diversidad cultural hoy en día. Se trata, por expresarlo con la mayor sencillez posible, del valor relativo que debe asignársele a la diversidad en relación con otros valores y principios modernos tales como la libertad de expresión, los derechos humanos, etcétera. Como ya he sugerido, esto se convierte en un problema sobre todo cuando entran en juego medidas culturales proteccionistas.

Las políticas de la diversidad

Los foros en los que se ha mantenido este debate son las agencias de las Naciones Unidas, en particular la UNESCO. Hasta la llegada del nuevo milenio, la UNESCO mostró una tendencia clara a dar prioridad a la protección del legado cultural y, por tanto, la diversidad. Sin embargo, desde entonces su discurso ha cambiado para reflejar una comprensión más matizada de la dinámica de la influencia cultural, la apropiación y el cambio. Aunque sigue promoviendo una agenda en gran parte basada en la preservación y protección del patrimonio cultural, se han dado pasos hacia la reconciliación de reivindicaciones legítimas por parte de algunas comunidades que quieren retener su particular y única identidad cultural con el reconocimiento de que, en determinadas circunstancias, dichas reivindicaciones pueden enmascarar formas de intolerancia y dominación cultural nacional. Así, por ejemplo, el informe sobre cultura mundial de la UNESCO afirma que «a menudo la injusticia cultural queda disimulada bajo definiciones de diversidad que convierten normas en valores fundamentalistas e inmovilistas fuera de la historia…» (UNESCO 2000, 25).

Esto no sólo supone un avance en la conceptualización de la cultura: también aborda el verdadero problema de lo que se ha llamado fundamentalismo cultural (Stolcke 2000), presente en algunos intentos por defender prácticas tradicionales. La llamada a la autonomía cultural y, en cierto sentido irónico, las simpatías modernas hacia el relativismo cultural pueden emplearse para defender muchas actitudes y prácticas culturales diferentes que entran en conflicto con los derechos humanos universales. Éstas incluyen restricciones a la libertad de la mujer, medidas represivas contra la expresión de la orientación sexual, actitudes intolerantes frente a la discapacidad, tratamientos discriminatorios de las minorías étnicas, etcétera. El reconocimiento público de estos problemas puede leerse en la Declaración universal sobre diversidad cultural de la UNESCO (2001), en la que la aspiración a dar el mismo estatus a la diversidad cultural que a los derechos humanos está expresada dentro de un exhaustivo pluralismo. Es decir, el derecho a la diversidad se concibe explícitamente como algo existente dentro de las comunidades nacionales y étnicas, y no sólo —como en lo que sería una analogía con la soberanía política— entre naciones-Estado.

Poner esto en práctica requiere un cambio en la conceptualización de la diversidad cultural, y, probablemente, el paso más importante dado en este sentido hasta la fecha es el de contemplar la diversidad no como un fin en sí misma, sino como algo de valor indirecto. Por ejemplo, el Informe sobre el desarrollo humano de 2004 del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo afirma que «sería un grave error considerar la diversidad cultural como algo valioso independientemente de cómo se llega a ella… La diversidad cultural no es un valor en sí misma, al menos no desde la perspectiva del desarrollo humano […] El valor de la diversidad cultural reside en su relación positiva —y frecuente— con la libertad cultural» (PNUD 2004, 23-24). Esta comprensión del valor de la diversidad cultural como facilitadora de la libertad se debe en gran parte al trabajo del premio Nobel de Economía Amartya Sen, quien proporcionó el marco conceptual para el informe de las Naciones Unidas y desarrolló sus ideas en el libro Identidad y violencia (Sen 2006). Lo que hace Sen en realidad es tratar la diversidad cultural como un signo de libertad. De hecho la trata sólo como uno de los resultados posibles, puesto que, como bien señala el informe de las Naciones Unidas, «el ejercicio de la libertad cultural puede en ocasiones conducir a una reducción —en lugar de a un aumento— de la diversidad cultural, cuando los individuos se adaptan a estilos de vida de otros tras hacer una elección razonada» (PNUD 2004, 23).

Los atractivos de esta manera de entender el valor de la diversidad cultural son varios. En primer lugar, al unir la diversidad al ejercicio de las libertades individuales y colectivas se impide que se use para justificar cualquier tipo de políticas represivas; en segundo lugar, reconoce la validez de las elecciones conjuntas de la uniformidad frente a la diferencia (como, por ejemplo, elegir las ventajas y comodidades de la modernidad tecnológica frente a maneras tradicionales —auténticas— de hacer las cosas); y en tercer lugar, evita la difícil cuestión de por qué la existencia de la diversidad debería considerarse en sí misma un bien primordial (una cuestión que no se contesta de forma convincente mediante las analogías que en ocasiones se establecen con la importancia de la biodiversidad para el medioambiente).

Resumamos entonces los argumentos aquí presentados sobre la relación entre globalización y diversidad. En la sección anterior sugería que las pruebas empíricas de las que disponemos ponen en duda la tesis —o, mejor dicho, la especulación— de que la globalización nos está llevando a una cultura global indiferenciada. Y en este apartado hemos visto que el discurso de la política internacional canalizado a través de organismos como la UNESCO también ha pasado de una defensa arbitraria de la diversidad cultural a toda costa a una postura más matizada, en la que el énfasis se pone en la protección de la libertad cultural. Sin embargo, estos argumentos no terminan de absolver al proceso de globalización, al menos en lo que a su posible impacto cultural negativo se refiere, porque pasan por alto la cuestión de la calidad de la experiencia cultural en su conjunto dentro de un mundo globalizado. Se trata de una pregunta compleja para la que, probablemente, no existe una respuesta definitiva. Pero en el siguiente apartado trataremos, al menos, de analizar lo que está en juego.

La cultura como mercancía

¿Cómo podemos juzgar la calidad de la cultura? Una forma de abordar esta difícil cuestión es considerar el papel básico de la cultura en la existencia humana: ser el recurso y el contexto para la generación de significado. La cultura proporciona recursos para articular una narración de vida, proporcionando respuestas derivadas de forma colectiva al enigma de la existencia humana, dándonos razones para vivir y la capacidad de imaginar la mejor manera posible de vivir juntos, de prosperar, en suma.

Si aceptamos esta definición rudimentaria de la función de la cultura, entonces determinados contextos culturales serán juzgados como más ricos que otros. Se trata de un juicio cualitativo que no implica la imposición de un estándar universal de origen etnocéntrico, la llamada única forma justa de vivir la vida. Que el contexto cultural sea más pobre o más rico tiene que ver con el margen que dé para construir narraciones de vida que tengan significado. Esto es algo importante cuando se habla del impacto de la globalización, pues podría ser que una de las características esenciales de la experiencia cultural globalizada —la tendencia a considerar la cultura como un artículo de consumo— llevara consigo una restricción del ámbito para la generación de significados necesarios para que el ser humano prospere. Esta preocupación está de hecho implícita en el artículo 8 de la Declaración Universal sobre Diversidad Cultural de la UNESCO, cuando dice que «los bienes culturales, en tanto vectores de identidad, valores y significados, no deben tratarse como meras mercancías o bienes de consumo».

Si bien existen pocos indicios de que el capitalismo global esté produciendo una homogenización de la cultura, es indudable que una proporción significativa de las prácticas culturales en todo el planeta se han convertido en mercancías. Por mercancías me refiero sencillamente a que han sido convertidas en entidades con valor de mercado intrínseco, en bienes y servicios que pueden comprarse y venderse. El problema es que este proceso redefine las prácticas y experiencias culturales, que pasan de ser una expresión directa de significado —incluso aunque ello ocurra en las experiencias reiterativas de la vida cotidiana— a transformarse en algo distinto, algo menos sustancial. La preocupación es que la transformación de la cultura en un artículo de consumo requiere sustituir los matices de la vida cotidiana por un poderoso, aunque banal, código de seguridad. Y algunos analistas toman esto como indicativo de una seria amenaza a la integridad de la cultura. Por ejemplo, el sociólogo Zygmunt Bauman ha argumentado que el capitalismo de mercado es una presencia más o menos todopoderosa en las culturas modernas:

Tiñe las relaciones entre individuos en casa y en el trabajo, en el terreno público, pero también en la intimidad. Reconduce los destinos e itinerarios vitales de forma que todos pasemos por el centro comercial. Bombardea sin tregua los hogares con el mensaje de que todo se puede o debería poderse comprar […]. Todo lo que toca el mercado se convierte en un artículo de consumo, incluidas las cosas que tratan de escapar a sus garras (Bauman 2005: 88-89).

Si Bauman y otros críticos de la mercantilización de la cultura (por ejemplo, Lipovetsky 2005) parecen estar exagerando, quizá se deba a que este fenómeno está arraigado de tal forma en la sociedad que ya no lo percibimos. Tal vez necesitemos un ejemplo que nos proporcione cierta perspectiva histórica.

Por escoger otro ejemplo de ese laboratorio de rápidos cambios culturales que es la China contemporánea, consideremos el Museo Nacional Chino de Bellas Artes en Pekín. Cuando lo visité por primera vez, en la década de los noventa, era un lugar bastante austero. Había muchas obras interesantes, pero muy poco material para su interpretación, y (tal vez lo más llamativo) no había nada a la venta. Ni postales, ni carteles ni libros. Tampoco había cafetería. A los ojos occidentales esto parecía indicar una falta de sofisticación en la capacidad de interpretación y de visión empresarial en la gestión del patrimonio por parte de los museos estatales (algo que desde entonces se ha corregido rápidamente). Y, sin embargo, este ejemplo es particularmente instructivo en la medida en que pone de manifiesto aspectos cruciales del sentir común que se ha generado en torno a las prácticas de presentación del arte y el patrimonio cultural dentro de la modernidad capitalista global.

Porque, en contraste, la disposición interna de casi todos los espacios culturales públicos —museos, galerías de arte, lugares patrimonio de la humanidad— es tal que la visita concluye siempre en una tienda, donde la experiencia puede revivirse o re-comprarse de manera más concreta en forma de postales, libros, carteles, recuerdos y camisetas. Es plausible argumentar que esta re-presentación rutinaria de obras de arte o enclaves de interés artístico como artículos de consumo listos para ser adquiridos, en réplicas, como colofón a la visita sirve para re-definir la experiencia cultural en su conjunto. Puede decirse que refuerza la disposición, ya existente, a interpretar significados culturales en términos de una relación de intercambio, y dentro del estrecho ámbito de los deseos de posesión privada.

Y este ejemplo también ilustra un aspecto sutil del impacto de la mercantilización de la diversidad cultural. Porque aquí vemos que una forma de diversidad cultural es preservada (y, tal vez, incluso favorecida) por la influencia del mercado capitalista: la exhibición e interpretación del arte y el patrimonio nacionales, regionales o locales, podríamos decir, se beneficia del refuerzo comercial, puesto que éste contribuye a los recursos económicos del Estado o de la localidad. Sin embargo, al mismo tiempo resulta obvio que esta diversidad se presenta con un único registro cultural dominante. Es decir, la diversidad pasa a experimentarse no como algo intrínseco a la existencia de comunidades locales marcadas, sino más bien como una serie de opciones para el consumidor. Podríamos decir, pues, que la transformación de la cultura en artículo de consumo empaqueta la diversidad cultural y la coloca en el estante de los supermercados.

Hay una poderosa lógica de mercado en este proceso a la que es muy difícil oponerse. Priyamvada Gopal, por ejemplo, cita el caso de la nueva estrategia de la cadena de cafés Starbucks conocida como de-branding, que consiste en dar a las tiendas nuevos nombres y mayor personalidad comunitaria. Esta estrategia se basa, como Gopal demuestra, en la ambición corporativa de generar beneficios incluso a partir de sensibilidades anticorporativas: «La transformación de lo estrafalario, lo único y lo contracultural en cultura de consumo de masas» (Gopal 2009). Es un pensamiento verdaderamente deprimente, y uno entiende a Gopal cuando se pregunta, como Bauman, si se trata «de una prueba más de que es inútil intentar resistirse al gigantesco abrazo de la globalización corporativa» (ibíd.). Mi respuesta, sin embargo —y sospecho que, en última instancia, también la de Gopal— es que no. Esto se debe a que una sobrevaloración del poder de alcance de la mercantilización de la cultura pasa por menospreciar el comportamiento humano, la dinámica de la apropiación cultural y la capacidad de los individuos y colectivos de generar significado y valor en respuesta a las lógicas de mercado. Es más, esta visión implícitamente débil de los hábitos culturales básicos, que surge de una interpretación totalizadora del poder del mercado capitalista, nos deja poco margen para conceptualizar y desarrollar propuestas políticas reguladoras viables. Y será alguna forma de regulación —en cuanto expresión sistémica de la voluntad cultural— lo que más posibilidades tenga de frenar las ambiciones del mundo corporativo.

Poner de manifiesto la voluntad de preservar la integridad de la expresión cultural pasa por no sobrestimar el alcance de la tesis de la cultura como artículo de consumo. Y eso significa insistir en aquellos aspectos de la experiencia cultural cotidiana que de hecho escapan a la influencia del mercado: sentimientos profundamente arraigados de identidad nacional o étnica, un conjunto de actividades relacionadas con la observancia religiosa, actividades comunitarias de ámbito local tales como la música o el teatro aficionado, el voluntariado, enseñar a nuestros hijos a nadar, cotillear con los amigos o contar chistes, dar de comer al gato del vecino… Éstas y muchas otras prácticas comunes constituyen excepciones nada desdeñables a la regla de hierro del control del mercado, puesto que se ponen en práctica y se experimentan en diferentes contextos y tradiciones, y con ello contribuyen a engordar las culturas (Geertz 1973), algo que ayuda a preservar las diferencias culturales y resiste el imparable avance de la cultura capitalista uniformadora. Pero, lo que es más importante, son recordatorios de que la transformación de la cultura en mercancía —por muy poderosa que resulte— es tan sólo un aspecto más de la naturaleza compleja, contradictoria y mutable de la modernidad, que es algo inseparable de la expresión del comportamiento humano (Beck, Giddens y Lash 1994).

Cultura y cosmopolitismo

Quiero terminar con unos breves comentarios sobre el papel de la cultura en el debate contemporáneo sobre el cosmopolitismo (Beck 2006; Delanty 2006; Tomlinson 2002; Vertovek y Cohen 2002). Podemos enfocar este tema volviendo a las reflexiones de Slavoj Žižek sobre la obra de Henning Mankell. En el último tramo de su ensayo, Žižek resume uno de los problemas morales y culturales fundamentales de nuestro tiempo, el de cómo encontrar una perspectiva única, un denominador común entre las circunstancias culturales de la próspera Ystad y las del Tercer Mundo que a menudo viene a alterarlas:

Todo enfoque exclusivo en temas propios del Tercer Mundo como el capitalismo alienante y la transformación de la cultura en mercancía, la ecología, las nuevas formas de racismo e intolerancia, etcétera se antoja cínico si pensamos en los problemas del Tercer Mundo: pobreza extrema, hambrunas y violencia. Pero los intentos por tachar de triviales los problemas del Primer Mundo en relación con las catástrofes permanentes y reales del Tercer Mundo no son menos falsas, ya que centrarse en los problemas del Tercer Mundo es la forma última de escapismo, de evitar afrontar los problemas de la sociedad en la que uno vive (Žižek 2004, 4).

Žižek encuentra algún tipo de respuesta a este dilema en la propia biografía de Mankell, en el hecho de que reparte su tiempo entre Suecia y Mozambique, donde financia una pequeña compañía de teatro de Maputo, escribiendo y dirigiendo obras representadas por actores locales. Esta división de su vida entre dos mundos no es, para Žižek, en ningún caso una conciliación. Muy al contrario, llama a Mankell artista del paralaje precisamente porque su elección de dividir su vida en dos partes bien diferenciadas se resiste a cualquier solución simplista.

Consciente de que no hay denominador común entre Ystad y Maputo, y consciente al mismo tiempo de que ambas representan dos caras de la misma moneda, se mueve entre ambas perspectivas tratando de distinguir en cada una los ecos de la opuesta (Žižek 2004, 4).

Para Žižek, pues, la desigualdad inherente a la globalización significa que no existe «un lenguaje neutral que nos permita trasladar [una perspectiva] a la otra». Hay varias maneras de interpretar esto. Una es que carecemos de un discurso moral o estético común capaz de hacer justicia a las enormes disparidades a la que nos enfrenta la globalización, algo que puede muy bien ser cierto. Pero otra sería que vivimos de alguna manera permanentemente encerrados en nuestros mundos culturales y empíricos, sin posibilidad de salir. En un intento por descartar esta desoladora conclusión, voy a sugerir que tal vez haya espacio para el optimismo en nuestras perspectivas del cosmopolitismo cultural.

¿Es posible encontrar una perspectiva fuera de nuestra experiencia cultural y los prejuicios que genera? Creo que primero es importante reconocer todas las dificultades que eso implica. La historia nos demuestra que la postura por defecto de cualquier cultura es el etnocentrismo. Considerar la cultura propia como la natural es algo intuitivo, y de ahí a considerar nuestra forma de vida como única, verdadera, inteligente y racional hay sólo un paso. Esta tendencia está estructurada doctrinal y teóricamente en muchas de las tradicionales visiones religiosas del mundo, pero afirmar que se limita a ese ámbito es un error. El etnocentrismo también está ampliamente presente en culturas seculares como forma intuitiva de comprender nuestra manera de estar en el mundo. Relativizar nuestra experiencia cultural particular requiere un complejo proceso de distanciamiento hermenéutico, una capacidad de concebir nuestra experiencia propia como algo que no está necesariamente en el centro del universo cultural. Es algo difícil, pero no imposible.

Una forma de comprender esta posibilidad es considerar la cuestión de la identidad cultural. A la hora de desarrollar una visión cosmopolita, ¿estamos inevitablemente limitados por nuestra identificación con nuestra localidad, por nuestro sentimiento de pertenencia al mundo en su conjunto? Mi respuesta es que sí lo estamos, pero que no se trata de algo inevitable.

Tomemos la más poderosa de las identificaciones culturales: la identidad nacional. Casi todo el mundo coincide en afirmar que ésta no es una forma natural de identificación, sino que implica gran cantidad de trabajo cultural deliberado. De hecho, lejos de ser vínculos naturales y espontáneos, las identidades nacionales en general son, en gran parte, una invención moderna: maneras en que las instituciones organizan nuestra experiencia. El Estado-nación dedica grandes esfuerzos a recordarnos constantemente a qué lugar pertenecemos, a través de la educación y, sobre todo, los medios de comunicación nacionales (Billig 1995). Lo mismo es cierto de las identidades religiosas, constantemente reforzadas por las instituciones religiosas. En la medida en que tendemos a dar prioridad a nuestras identidades nacionales o religiosas, podemos ver que ello es resultado del esfuerzo que ha costado su construcción.

Lo segundo es reconocer que las identidades culturales en las sociedades modernas son plurales. No tenemos sólo una identidad nacional, étnica o basada en la fe. También tenemos una identidad de género, sexual, generacional, profesional, familiar, etcétera. El individuo moderno lleva a cuestas, como si dijéramos, una cartera de identidades a las que recurre según el contexto, y con las que constantemente juega y negocia (y que, en ocasiones, debe reconciliar).

Comprender la identidad cultural desde esta perspectiva puede darnos algún motivo para el optimismo en relación con la cuestión de construir actitudes cosmopolitas pertinentes. Porque si identificamos el cosmopolitismo con comunidades de individuos más amplias que una localidad, una etnia, una nación o una congregación religiosa, entonces podremos verlo como otra clase de identidad global moderna susceptible de ser incluida en nuestra cartera.

Por supuesto que eso es algo que no surge de forma espontánea. Al igual que todas las identidades, debe ser construida. Y por muchas razones juega con desventaja frente a otras formas de identidad. A diferencia de la identidad nacional, la actitud cosmopolita ante la vida no puede hacer uso de los recursos del Estado; a diferencia de la religiosa, no cuenta con las tradiciones, observancias y doctrinas de una congregación de fieles. Pero además de eso están los problemas de la distancia cultural y moral, la mediación y la abstracción. Las simpatías morales y el imaginario que hemos heredado son poderosos, pero están demasiado condicionados por la inmediatez cuando se trata de desarrollar una sensibilidad moral a larga distancia (Bauman 1993; Boltanski 1999; Chouliaraki 2006).

Pero, a pesar de todo eso, tengo la impresión de que la creciente conectividad de la globalización está destinada a aumentar antes que a reducir nuestra capacidad para la identificación cosmopolita. Así, a través de la experiencia rutinaria de los medios de comunicación globales y las narraciones culturales de identificación que éstos proporcionan (Robertson 2010), de la creciente interacción con otras culturas en entornos urbanos multiculturales, de programas educativos de mayor conciencia global en escuelas y universidades, etcétera, el potencial positivo de la alta conectividad contrarrestará la tendencia al etnocentrismo que ha sido una constante histórica en nuestra perspectiva cultural. En este sentido, la globalización podría, a largo plazo, proporcionar los recursos necesarios para modelar actitudes de tolerancia, pluralismo, empatía y responsabilidad. Esto, por supuesto, no es otra cosa que predecir un mundo mejor. Sin embargo, es importante resistirse a la idea de que nuestras diversas peculiaridades ligadas a la localización cultural descartan per se la posibilidad de compromisos e identificaciones más cosmopolitas. Porque resistirse a dicha idea es reservar un lugar para el proyecto de construcción de una cultura cosmopolita dentro de la apretada agenda que nos impone la globalización.

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