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Artículo del libro C@mbio: 19 ensayos clave acerca de cómo Internet está cambiando nuestras vidas

La influencia de internet en la producción y el consumo de cultura. Destrucción creativa y nuevas oportunidades

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En este ensayo analizo el impacto de internet en las artes y los medios de comunicación centrándome, aunque no de manera excluyente, en el cine, el periodismo y, sobre todo, en la música popular, que sirve de amplio caso de estudio. Para muchos de estos ámbitos creativos internet ha sido «una tecnología disruptiva» (Christensen, 1997) que ha transformado industrias, hecho inviables estrategias de negocios ampliamente afianzadas e introducido nuevas maneras de organizar la producción y la distribución. Trataré estos cambios económicos, pero también sus repercusiones para los creadores y para el público en general.

En determinados momentos es posible que mi lenguaje dé a entender que internet ha afectado el mundo y sus usuarios. El lector debe saber que la expresión «efecto internet», aunque en ocasiones es una abreviatura útil, nunca debe tomarse demasiado en serio, por al menos tres razones.

La primera es que las tecnologías no nos cambian, sino que nos proporcionan affordances1 (Gibson, 1977) que nos permiten ser nosotros mismos, hacer las cosas que nos gustan o que necesitamos hacer con mayor facilidad. La disponibilidad de estas affordances puede alterar la conducta, reduciendo el coste (de tiempo o de dinero) de determinadas actividades (por ejemplo, ver extractos de películas o de programas de humor) frente a otras actividades (ver televisión en tiempo real). Pero internet no animará a votar a los políticamente apáticos ni a ir a misa a los ateos.

La segunda es que, cuando hablamos del papel que desempeña internet en las vidas de los individuos, no debemos olvidar que la tecnología sigue ausente de —o está presente solo de manera parcial— las vidas de muchas personas, incluso en sociedades económicamente avanzadas, donde entre el 10% y el 30% de los habitantes dispone de conexión a internet de banda ancha (Miniwatt, 2013), y muchos de quienes tienen acceso no obtienen beneficio de ello (Van Deursen y Van Dijk, 2013) y menos todavía producen contenidos online. La participación baja más todavía, como es lógico, en gran parte del sur global.

Por último, lo que llamamos «internet» es un blanco móvil, un producto no solo del ingenio tecnológico, sino también de estrategias económicas y luchas políticas. Lo que consideramos «internet» en las democracias industriales avanzadas es el reflejo de un régimen regulatorio concreto en el cual los estados asignan derechos de propiedad intelectual y, mediante legislación, influyen en el coste y la rentabilidad potencial de las inversiones en distintas clases de tecnologías en red (Benkler, 2006 y Crawford, 2013). El cambio tecnológico, modulado por incentivos económicos y límites regulatorios, garantiza que el internet de hoy sea para 2025 algo tan remoto como hoy lo es el de 2000.

Internet es una tecnología que desencadena potentes oportunidades. Pero la cristalización de estas oportunidades depende, en primer lugar, de la inclinación de los seres humanos a aprovecharlas de maneras creativas y, en segundo lugar, de la capacidad de accionistas encastillados en sus posturas, tanto en los sectores privado y público, de convertir herramientas tales como propiedad intelectual, regulación, supervisión y censura en obstáculos. Allí donde el efecto de internet en la cultura pasa por un equilibrio entre lo distópico y lo eufórico, el grado hasta el cual progrese hasta alcanzar una esfera de creatividad y una comunicación sin constricciones hasta convertirse en una combinación de medios de entretenimiento convencionales e instrumento de dominación política dependerá tanto de incentivos económicos como de programas públicos que estructuren la manera en que dichos incentivos funcionen. En este sentido, por tanto, el futuro impacto cultural de internet es al mismo tiempo incierto y está en nuestras manos.

Internet y la producción cultural

Por «producción cultural» me refiero a los sectores de las artes escénicas y visuales, la literatura y los medios de comunicación. Hay que hacer una distinción importante entre aquellas actividades artísticas que requieren la presencia simultánea de artistas o de obras artísticas y consumidores (como teatro, danza e interpretaciones musicales en vivo, museos y galerías de arte) y aquellas otras que producen artefactos sujetos a la distribución digital (música grabada, cine y vídeo). Internet, hasta el momento, ha tenido mayor efecto en las segundas.

Arte con un toque personal

Las artes escénicas, los museos y los restaurantes son quizá menos vulnerables al impacto de internet por dos motivos. El primero es que su atractivo es sensual. No hay facsímil digital que satisfaga nuestro deseo de ver a un bailarín actuar, de escuchar música en directo, de estar en presencia de una gran obra de arte o de degustar una comida recién hecha. El segundo es que, debido a la dificultad de hacer muy rentables las representaciones y las exhibiciones, en casi todo el mundo estas actividades se han dejado en manos de instituciones públicas o sin ánimo de lucro que son por lo general menos dinámicas en su reacción a los cambios externos (DiMaggio, 2006). De hecho, en Estados Unidos al menos, teatros, orquestas y museos se han mostrado vacilantes a la hora de abrazar las nuevas tecnologías. Casi todos los que participaron en un estudio reciente realizado en 1.200 organizaciones que habían recibido ayudas de la Agencia Federal de las Artes estadounidense declararon que sus organizaciones tenían sitio web, usaban internet para vender entradas y colgar vídeos y mantenían una página en Facebook. Sin embargo, tan solo una tercera parte tiene a un miembro de su plantilla a tiempo completo para que se ocupe casi exclusivamente de asegurar la presencia de la institución en la web, lo que sugiere un compromiso de alguna manera limitado con los medios sociales (Thomas y Purcell, 2013).2 En suma, pues, parece que, al menos en Estados Unidos, las organizaciones culturales sin ánimo de lucro convencionales han abrazado internet, pero de forma marginal.

Y, sin embargo los márgenes son los más interesantes si pensamos en la influencia potencial de internet en las artes. Consideremos por ejemplo el MUVA (Museo Virtual de las Artes), un museo virtual de arte contemporáneo con sede en Uruguay y dedicado en exclusiva a la obra de artistas uruguayos.3 Este edificio impresionante desde el punto de vista arquitectónico (existe únicamente online) ofrece diversas exposiciones a la vez. El visitante usa un ratón para desplazarse por la exposición (debe llevar el cursor hacia el extremo derecho o izquierdo para moverse con rapidez o hacia el centro para hacerlo más despacio, y hacer clic para acercarse a una imagen o consultar documentación) de manera muy similar a como se haría en un espacio físico. La web también cuenta con affordances que los museos físicos no tienen, como la posibilidad de cambiar el color de la pared en que está colgada la obra de arte. Sin duda, no se trata de una experiencia museística verdadera —uno tiene escaso control sobre su distancia respecto al cuadro, los periodos de latencia son muchos y la navegación resulta en ocasiones lenta—: pero proporciona la oportunidad de ver arte fascinante que de otro modo resulta inaccesible, y los avances tecnológicos casi con toda probabilidad asegurarán que la experiencia sea más apasionante aún en pocos años. Estos avances, que podrían aumentar de forma drástica la, en la actualidad minúscula, proporción de fondos museísticos expuestos al público (en lugar de almacenados) será importante para las personas que acostumbran a ir a museos y a quienes interesa el arte. Pero su impacto cultural será modesto, porque aquellos que van a museos de forma habitual y asisten a representaciones de artes escénicas constituyen una porción relativamente pequeña y, al menos en determinados países, decreciente de la población. Dicho descenso, debemos decir, es anterior a la era de internet y no puede atribuirse a la expansión del uso de las tecnologías (DiMaggio y Mukhtar, 2004; Schuster, 2007 y Shekova, 2012).

Destrucción creativa en las industrias culturales

Internet ha tenido un impacto más profundo en aquellos sectores de la industria cultural en las que el producto puede ser digitalizado, es decir, convertido en partes y montado de nuevo en el ordenador, la tableta o el teléfono móvil de un usuario. Esto sucedió rápidamente con las fotografías y el texto; a continuación, a medida que el ancho de banda y la velocidad de transmisión aumentaban, en la música y en el cine. Mientras ocurría, los modelos de negocio dominantes cayeron, dejando determinados sectores en una situación precaria. El economista austriaco Joseph Schumpeter (1942) se refirió a este proceso como «destrucción creativa»: destructivo por su duro impacto en las empresas existentes, pero creativo por la vitalidad económica que desencadenó.

Desde un punto de vista analítico, debemos distinguir dos efectos de la digitalización, uno en la producción cultural y otro en la distribución. En la industria tradicional, la producción y la distribución estaban en gran medida, aunque no del todo, unificadas y, con la excepción del ámbito de las bellas artes, los creadores deseosos de llegar al mercado estaban empleados en o unidos por contrato a compañías productoras de contenidos que también producían y distribuían sus creaciones.

La digitalización redujo el coste de distribución y también lo simplificó. Yo puedo subir una fotografía, un MP3 o un vídeo en Facebook en solo un momento, y mis amigos pueden distribuirlo a sus amigos ad infinitum. Si las compañías en cuestión hubieran sido capaces de igualar esta eficacia, habrían expandido sus beneficios; pero, claro, a menudo se han mostrado reticentes y lentas a la hora de hacerlo, en ocasiones con resultados trágicos. Por citar los dos ejemplos más notables de destrucción creativa, desde 1999, cuando el uso de internet empezó a despegar en Estados Unidos, las ventas de música grabada como porcentaje del PIB han caído en el 80% y los ingresos de los periódicos, en el 60% (Waterman y Ji, 2011).

Pero las affordances de la digitalización para la producción han sido igual de importantes, aunque a menudo pasadas por alto, quizá porque están relacionadas con aparatos propiedad de usuarios (ordenadores, consolas y mezcladores de sonido, cámaras y editores de vídeo) y no con internet mismo. En muchos ámbitos creativos —fotografía, arte digital, música grabada, programación de radio (podcasting) o periodismo (blogs)— los costes de producción han descendido considerablemente, abriendo las puertas a muchos más participantes. Mientras que el porcentaje de personas que son productores culturales continúa siendo pequeño —recordemos que las tecnologías proporcionan affordances, pero no cambian lo que la gente quiere hacer—, las cifras han crecido y las barreras de acceso han disminuido al menos para aquellos creadores que no aspiran a ser autónomos económicamente. El resultado para los individuos que participan lo bastante en la tecnología y en las artes como para implicarse en ello es un sistema mucho menos centralizado y más democrático en el que las redes especializadas de aficionados están sustituyendo a mercados culturales de masas.

El segundo resultado es la desaparición, en determinados ámbitos (como la fotografía) de la distinción entre profesional y amateur (Lessig, 2009). En campos con modelos de negocio fuertes, los aficionados o bien no están interesados en cultivar el arte para obtener beneficios, o no están lo bastante cualificados para hacerlo. En cada vez más ámbitos los amateurs son practicantes cualificados para los cuales los beneficios de su práctica suponen al menos un medio de subsistencia parcial. Hasta el momento, el efecto democratizador del cambio tecnológico parece haber atraído a personas a la producción cultural a mayor velocidad que la que los menguantes beneficios han expulsado a otras. En muchos campos se observa un régimen en el que grupos pequeños de artistas interactúan intensamente entre sí y con públicos refinados y comprometidos, reviviendo, tal y como Jenkins (2006) ha apuntado, la cercanía de las «culturas populares», pero en géneros donde se premia la innovación. Esta combinación puede dar como resultado una edad dorada de innovación y logros artísticos, aunque también es posible que debido a la descentralización de la producción y el consumo, relativamente poca gente sea consciente de ella.

En algunos sectores, sin embargo, los creadores han logrado establecer nuevos tipos de compañías en los que internet es central. La dificultad de condiciones a menudo termina por expulsar a las empresas de mediano tamaño más vulnerables (o, como en el caso de las industrias editorial y discográfica, provoca que las compañías se concentren en proyectos de grandes dimensiones y desatiendan el nicho de mercado). Cuando esto ocurre, un proceso llamado «partición de recursos» (Carroll, Dobrev y Swaminathan, 2002) puede conducir a un aumento del número de compañías de pequeño tamaño que crean productos especializados para mercados especializados. Estas recién llegadas a menudo son de propiedad individual, lo que les da mucha flexibilidad. Mientras que las compañías grandes necesitan márgenes de beneficios netos altos para sobrevivir porque compiten por la inver-sión con compañías en todos los sectores, las pequeñas solo precisan ganar lo suficiente para motivar a su propietario a continuar en el negocio. Así, podcasters, sellos discográficos independientes y agencias de community managerspueden sobrevivir generando productos por los que no competirá ninguna cadena de radio o de prensa o conglomerado de música.

En otras palabras, debemos cuestionarnos la creencia tan extendida de que internet ha irrumpido en las industrias creativas haciendo estragos por dos motivos. En primer lugar, si examinamos las estadísticas de las industrias creativas en Estados Unidos (que es el primer productor y también el país donde las estadísticas son más accesibles) observamos, por un lado, que no todos los sectores han experimentado descensos marcados y que algunos de los que lo han hecho ya tenían pérdidas antes de la llegada de internet. Los ingresos de taquilla de salas de cine suponían la misma proporción del PIB en 2009 que en 1999 y los ingresos por televisión por cable aumentaron drásticamente, más de lo que explicarían las pérdidas de beneficios experimentadas por la televisión analógica o digital y del consumo doméstico de DVD. Las ventas de libros cayeron entre 1999 y 2009, pero no mucho más de lo que habían caído la década anterior (Waterman y Ji, 2011).

En segundo lugar, cuando se habla de «destrucción» es necesario distinguir entre el impacto de internet en las empresas existentes —los oligopolios que controlaban la mayor parte del mercado cinematográfico, discográfico y editorial en 2000— y en las industrias de entretenimiento definidas en un sentido amplio, de manera que incluyan a todos los creadores y a los canales de distribución que llevan la obra de estos a los consumidores (Masnick y Ho, 2012). El sistema creativo en su totalidad puede florecer, incluso si las compañías y modelos de negocio tradicionalmente prevalentes se enfrentan a dificultades.

Consideremos tres de los sectores que se han visto afectados. El cine es un ejemplo atípico que ha capeado el temporal con notable éxito. La prensa escrita lo ha sufrido de forma especial, con consecuencias potencialmente significativas para las sociedades democráticas que dependen de una prensa fuerte. Y la industria discográfica ha experimentado la mayor disrupción de todas y también se ha adaptado de las formas más interesantes y tal vez prometedoras.

Cine

Como hemos visto, la industria cinematográfica ha sobrevivido a la llegada de internet con relativamente pocos daños, sobre todo en comparación con los sectores de la prensa y la discografía.4 Y ello a pesar de las quejas del sector sobre descargas ilegales y del volumen ingente de tráfico en BitTorrent, gran parte del cual consiste en transferencias ilegales de películas y vídeos. El número de establecimientos que proyecta cine y el número de personas que emplea cayeron en Estados Unidos más del 10% entre 2001 y 2011 (en parte debido a fusiones y a un aumento del número de pantallas por sala).5 De igual modo, entre 2003 y 2012, en Estados Unidos y Canadá el número de entradas vendidas y el valor de dichas entradas en dólares cayeron en el 10%. Pero el aumento drástico de la recaudación en taquilla en las regiones de Asia-Pacífico y Latinoamérica compensa este descenso. Además, las industrias del cine y del vídeo han resistido desde 2000 tanto en términos de número de establecimientos como de empleados.6 Otras fuentes de ingresos han suplido las recaudaciones de taquilla. Durante la primera década del siglo XXI el número de películas que llegaba a las salas comerciales aumentó en casi el 50%. Es significativo que el crecimiento se diera fuera de los grandes estudios, que concentraban sus energías en éxitos potenciales, produciendo menos títulos, mientras que el número de películas lanzadas por los estudios independientes se duplicaba (MPAA, 2012). Esta misma década asistió además a un aumento igualmente radical del número de películas producidas fuera de Europa y Norteamérica (Masnick y Ho, 2012: 10). Entre 2005 y 2009 India, el primer productor global de películas, aumentó su producción (es decir, el número de títulos) en casi un 25%. Nigeria, que es el segundo productor mundial, lo hizo en más del 10%. China superó a Japón y se colocó en el cuarto puesto, detrás de Estados Unidos, pasando de 260 películas en 2006 a 448 en 2009 (Acland, 2012).

Llama la atención que la prosperidad se ha producido a pesar de que la piratería cinematográfica —la transmisión masiva de productos a través de redes BitTorrent P2P (entre pares)— ha seguido siendo sustancial y, por tanto, al menos hasta el momento, en gran medida inmune a los esfuerzos por regular la propiedad intelectual (Safner, 2013). Las investigaciones apuntan a que la descarga de películas influye mínimamente en las recaudaciones de taquilla. A partir de información sobre variaciones en las fechas de estreno, uso de BitTorrent y recaudaciones de taquilla de varios países, Danaher y Waldfogel (2013) concluyen que las descargas producen un descenso en las recaudaciones de taquilla en cines estadounidenses de alrededor del 7%, pero que se trata de un coste no intrínseco, sino resultado de retrasos en las fechas de estreno internacionales (puesto que el descenso no se observa en el mercado nacional).

Es de suponer que los ingresos por taquilla serían aún mayores si no hubiera cada vez más cine disponible por otros canales, como televisión por cable, sitios web de suscripción (por ejemplo, Netflix en Estados Unidos), alquiler de DVD (por ejemplo, Amazon) y venta online (por ejemplo, Amazon o iTunes). Un estudio cuasiexperimental de descargas concluye que la disponibilidad de descargas legales de películas (con iPods) reduce las recaudaciones entre el 5% y el 10%, pero que no afecta las ventas de DVD físicos (está por ver si las cosas seguirán así conforme la población que prefiere consumir cine en DVD vaya envejeciendo; Danaher etal., 2010).

¿Por qué ha sido la industria del cine relativamente inmune a los estragos experimentados en la industria discográfica? Probablemente las razones son cinco. La primera es que las productoras de cine se adaptaron con éxito a las nuevas formas de distribución (negociando derechos de emisión de sus productos con cadenas de televisión por cable y vendiendo y alquilándolos físicamente en videoclubs y otros puntos) antes de la llegada de internet, y, por tanto, acumulando una experiencia que mitigó la disrupción que de otra manera podría haberse producido.

La segunda razón es que los requerimientos de ancho de banda para la piratería le dieron al cine unos pocos años más para ajustarse a la nueva realidad, ahorrándole la posición antagonista que la industria discográfica adoptó frente a muchos de sus clientes. Es posible que ser testigos de lo ineficaz de la reacción del sector discográfico les diera a las productoras de cine la ventaja del que mueve ficha en segundo lugar.

La tercera, que guarda relación con las dos primeras, es que la industria cinematográfica fue mucho más eficaz a la hora de llegar a acuerdos con distribuidoresonline de sus productos. Antes del auge de internet, las productoras ya habían cambiado su modelo de negocio, pasando de uno que dependía casi exclusivamente de ingresos por alquiler de películas a salas comerciales a una combinación de esto con venta y alquiler de vídeos y CD a individuos en establecimientos minoristas y venta de derechos de emisión a cadenas de televisión. Cuando llegó el momento de pasar a las ventas por descarga o alquiler en streaming, tenían ya mucha experiencia negociando acuerdos.

En cuarto lugar, desde el fin de la época de los grandes estudios, las principales productoras han organizado la producción de películas en forma de proyectos independientes, de manera que cada título es como una compañía a pequeña escala. Este modelo organizativo, por un lado, mitiga el riesgo mediante el reparto de costes y, por otro, reduce la proporción entre costes fijos y variables, lo que facilita la adaptación a circunstancias económicas cambiantes.

Quinto, debido a que su principal especialidad es la comercialización y distribución de películas, las productoras también pueden hacer de distribuidoras para cineastas independientes. Incluso si su cuota de producción fuera menor, podían beneficiarse de la expansión de los pequeños estudios.

La última razón es que, mientras que los consumidores escuchan versiones piratas de canciones del mismo modo que las que compran legalmente, el principal canal de distribución de las productoras cinematográficas, las salas comerciales, ofrece una experiencia bastante diferente a la que supone ver una película en casa. Muchos consumidores que podrían descargarse una película gratis o alquilarla a Amazon o a su canal de televisión de pago por menos del precio de dos entradas de cine todavía están dispuestos a pagar por la experiencia de pasar una velada fuera, en una sala comercial, un añadido a la película que no se puede descargar.

Prensa

Pocos sectores han sufrido un declive más drástico desde el auge de internet que el de la prensa escrita. Dos hechos ocurridos en el verano de 2013 son ilustrativos de esta realidad: el fundador de Amazon, Jeff Bezos, adquirió el Washington Post por una modesta suma, mientras que la compañía propietaria del diario conservaba otros valores en cartera, incluida una empresa de educación online; y The New York Times vendió The Boston Globe a una compañía local por solo el 6% de lo que le había costado dos décadas antes. En conjunto, la suma de ingresos por publicidad en prensa (tanto escrita como online) en Estados Unidos cayó en más de la mitad durante el periodo en el cual Times fue propietario del Globe, y en 2010 estaba aproximadamente en los mismos niveles (en dólares reales) que en 1960.7 Además, los ingresos por publicidad aumentaron más o menos de forma continuada en los años de posguerra hasta 2000 (aproximadamente cuando se generalizó el acceso a internet) y entonces iniciaron un declive marcado e ininterrumpido. Desde 2001 la ocupación laboral en el sector de la prensa escrita ha caído en casi el 50%.8

En Estados Unidos al menos, los periódicos han tenido un modelo de negocio basado en la publicidad, que internet ha desmantelado de dos maneras. En primer lugar, destruyó casi inmediatamente la demanda de anuncios clasificados, que suponían un porcentaje elevado de los ingresos de los periódicos. Cuando alguien desea vender un mesa, un libro o una prenda de vestir usados, eBay y Craigslist —sitios online que llegan a un mercado internacional— son sencillamente un medio más eficaz para cualquiera con ordenador e internet. Aquí las affordances de internet para los consumidores interactuaron con el procesamiento de datos de alta velocidad y la comunicación inalámbrica en compañías como Fedex y DHL, haciendo más valioso el alcance global de internet y volviendo el transporte de larga distancia más seguro y económico. De igual modo, el mercado de anuncios de ofertas de trabajo, otra fuente fundamental de ingresos para los periódicos, se fue agotando a medida que los clientes se pasaban a compañías como Monster y publicaciones de ofertas de empleo más especializadas. Los periódicos estadounidenses también han sufrido daños colaterales ocasionados por internet, ya que las tiendas online y los sitios web de subastas han desbancado en gran medida los grandes almacenes generalistas, que durante décadas habían sido los principales compradores de publicidad.

En segundo lugar, los periódicos perdieron la capacidad de captar la atención de sus lectores para los grandes anunciantes a medida que más y más lectores empezaban a acceder a sus contenidos desde vínculos de terceras partes, en especial los proporcionados por Google News. Dichos vínculos conducían a los periódicos mismos, así que el problema no era la pérdida de lectores, sino de ingresos por publicidad. La prensa era vulnerable porque siempre había recurrido a los contenidos atractivos —titulares, política nacional, información local y deportes— para financiar los menos atractivos, tales como información financiera o científica, que aparecían en el mismo documento. Además, ambas clases de contenidos se intercalaban con anuncios publicitarios impresos que el lector difícilmente podía evitar ver. Al separar los contenidos más populares de los menos, el modelo online hizo más difícil rentabilizar las publicaciones de prensa escrita.

Debido a este problema, los periódicos han tenido dificultades a la hora de responder al reto de internet. Aunque los más importantes han llevado a cabo intentos esporádicos por cobrar a sus lectores por el acceso a sus contenidos online, los esfuerzos han fracasado. Como resultado, los periódicos han despedido a periodistas, han recolocado a su empleados de manera que trabajen para distintos soportes (Boczkowski, 2010) y han reducido radicalmente el presupuesto para periodismo de investigación. Los observadores más pesimistas han sugerido que pronto el sector requerirá de ayudas filantrópicas o gubernamentales para sobrevivir.

Los grandes sitios web de noticias como Google News o The Huffington Post siguen dependiendo en gran medida del periodismo hecho por otros. Así pues, nos enfrentamos a la posibilidad (irónica) de que justo cuando la distribución online facilita más que nunca antes el acceso a las noticias, el suministro de estas decaiga tanto en cantidad (con menos periódicos generando menos historias) como en calidad (a medida que los periódicos abandonan la investigación propia y recurren más a agencias de noticias). Existen indicios de partición de recursos en la industria; así, por ejemplo, periodistas despedidos y licenciados en periodismo han creado nuevas entidades —algunas de ellas comerciales; otras, organizaciones sin ánimo de lucro; otras, sitios web patrocinados por entidades mayores sin ánimo de lucro— dedicadas al periodismo local y de investigación (Nee, 2013). Un informe identificó 172 entidades sin ánimo de lucro que hacían periodismo propio, 71% de las cuales estaban activas desde 2008. Muchas se centran en información local (antes que nacional o internacional) y cerca de una de cada cinco da prioridad al periodismo de investigación. La mayoría tiene una plantilla modesta, formada en muchos casos por trabajadores a tiempo parcial y también voluntarios, y una capitalización muy baja (Mitchell et al., 2013). Un directorio de sitios web de periodismo ciudadano y local en Estados Unidos incluye a más de 1.000, la mayoría de los cuales no son de índole comercial (Knight Community News Network, 2013). A falta de un modelo de ingresos que no sea la publicidad, su futuro es de lo más incierto. Patch surgió en 2007 como un esfuerzo por hacer llegar noticias online a comunidades urbanas desfavorecidas en Estados Unidos y dos años más tarde fue adquirido por la compañía de medios de comunicación AOL. Al igual que sus equivalentes sin ánimo de lucro, parece haber acusado la baja capitalización y las dificultades a la hora de rentabilizar su proyecto. En agosto de 2013 la empresa matriz eliminó 300 de los 900 sitios web y despidió a muchos de sus empleados con sueldo. Hasta que los sitios de noticias gestionados por periodistas encuentren la manera de generar noticias que se autofinancien, la gran promesa de internet, en tanto plataforma para un periodismo democrático y libre de las imposiciones comerciales, seguirá ensombrecida por la amenaza que suponen las tecnologías para las fuentes de noticias e información de las que los ciudadanos dependían hasta ahora.

La industria discográfica. Un caso de estudio

El sector musical es el más perjudicado por el cambio tecnológico, sobre todo si definimos «industria musical» en términos de «ventas por unidad de música grabada por compañías multinacionales de producción y distribución discográfica» (que, para finales de la década de 1990, suponía el 90% de la música grabada en Estados Unidos y cerca del 75% de la global; Hracs, 2012). Hasta 2012 la industria experimentó una caída continuada de las ventas, empleo y número de establecimientos comerciales. Según la Oficina de Estadística Laboral de Estados Unidos, que incluye no solo a los sellos discográficos, sino también a agentes, estudios de grabación y otros intermediarios, el empleo en la industria discográfica de Estados Unidos ha estado cayendo a un ritmo constante desde 2001, llegando al 40% en 2012. En ese mismo periodo, el número de establecimientos comerciales del sector cayó en más del 25%.9 Las grandes compañías hicieron contratos con menos artistas y sacaron menos álbumes en 2009 que en todos los cinco años anteriores (IFPI, 2010). En términos globales, los ingresos por grabaciones musicales en todas sus modalidades cayeron más del 40% entre su punto álgido, 1999 y su punto más bajo, en 2011 (Smirke, 2013). Determinados subsectores como tiendas minoristas de discos (que se vieron perjudicadas por las descargas primero ilegales y luego legales) y los estudios de grabación (que sufrieron por la creciente disponibilidad y asequibilidad del software y el hardware para músicos independientes) experimentaron una caída aún más brusca (Leyshon, 2008).

La asociaciones del gremio de la industria discográfica culparon del declive a los programas P2P o entre pares, que permiten compartir archivos, como Napster o Grokster, y a una serie de tecnologías herederas de estos. La posibilidad de compartir archivos sí dañó las ventas de discos, pero siempre dentro de un contexto de fracaso generalizado por parte de la industria a la hora de adaptarse a las nuevas tecnologías. Los economistas que estudian el fenómeno de intercambio de archivos han encontrado, con pocas excepciones, efectos negativos moderados de dicho fenómeno en la compra de discos, aunque unos pocos no han encontrado efecto alguno o, en todo caso, efectos negativos mínimos (Waldfogel, 2012b y Tschmuck, 2010). La posibilidad de compartir archivos desde luego ha perjudicado a las ventas de música, pero no explica por sí sola el declive generalizado de la industria, una parte importante del cual resulta de la combinación de la desaparición del ciclo de producción de CD, la ausencia de un género musical nuevo de enorme éxito (como lo fueron el rock y el rap) que estimule las ventas, la reacción negativa de los consumidores a los elevados precios y las demandas judiciales por parte de la industria a las descargas dentro de la comunidad estudiantil. También a la aparición de nuevas modalidades, legales pero menos lucrativas, de acceso a la música, como Pandora, un modelo de negocio freemium (que combina servicios básicos gratuitos con otros suplementarios de pago) con sede en San Francisco, y que ofrece emisiones de radio personalizadas en streaming basadas en información proporcionada por el usuario; y Spotify, un sitio freemiun con sede en Suecia de música en streaming que cuenta, en agosto de 2013, con un catálogo mundial de más de 20 millones de temas musicales y que permite a los usuarios crear y compartir listas de reproducción.10 En la medida en que estas modalidades afectan a las ventas (porque generan menos beneficios de los que se obtendrían con una distribución equivalente del álbum físico), su impacto puede atribuirse a internet, pero la gran caída de las ventas se produjo antes de que se popularizaran estos servicios y, de hecho, las ventas y la cesión de licencias digitales parecen más bien haber revivido la industria y hoy suponen el 40% de sus ingresos globales.

De hecho, dos cambios ocurridos en el ámbito de la música nos recuerdan que la destrucción tecnológica es creativa en dos sentidos. Por un lado, la costumbre de compartir archivos genera vencedores y no solo ganadores. Los grandes perdedores, claro está, son las multinacionales discográficas y el pequeño porcentaje de artistas que tienen la fortuna de firmar contratos con ellas. Pero estos artistas, aunque suponen una porción importante de la actividad económica, son una minoría. Otros perjudicados pueden ser artistas situados en los márgenes del éxito comercial, que en otro tiempo firmaban contratos, y organizaciones que dependan de la venta de discos físicos o de intercambios comerciales con las multinacionales.

Para la mayoría de los músicos, sin embargo, el intercambio de archivos forma parte de un complejo conjunto de herramientas profesionales que crean o aumentan las oportunidades de al menos extraer algunos ingresos de su actividad.

Son relativamente pocos los músicos que viven únicamente de lo que perciben en concepto de derechos de autor. Lo más habitual es que se ganen la vida combinando actividades como las actuaciones en directo, la venta de merchandising, la docencia, la producción musical y el trabajo por sesiones (DiCola, 2013). En muchos casos, internet ha mejorado las oportunidades para obtener ingresos no relacionados con la propiedad intelectual. Así, los músicos usan sus páginas web para vender camisetas, grabaciones y otros materiales promocionales. Si antes los músicos ofrecían conciertos para estimular las ventas de discos, hoy muchos regalan su música (por ejemplo, subiendo vídeos a YouTube y ofreciendo descargas gratuitas desde sus sitios web o páginas de Facebook), usando así la música como un medio de estimular los ingresos por actuaciones en directo. Las investigaciones sugieren que aunque el intercambio de archivos reduce las ventas de discos, en cambio aumenta la demanda de conciertos en directo, sobre todo en el caso de artistas que no han alcanzado (y quizá no lo harán nunca) el estrellato (Mortimer,et al., 2012). No es de sorprender, por tanto, que los sondeos apunten que, mientras que los artistas de mayor éxito comercial critican el intercambio de archivos, muchos músicos que graban su propia música se muestran bien indiferentes, bien partidarios de esta práctica (Madden, 2004 y DiCola, 2013).

El fin de la primacía de las multinacionales discográficas ha creado nuevas oportunidades para compañías de pequeño tamaño, de manera que, aunque los ingresos de la industria en general han descendido, su vitalidad artística es robusta. Igual que la producción de cine independiente ha más que compensado la caída del número de títulos producidos por los grandes estudios, las compañías discográficas independientes también compensan el descenso en la producción de álbumes causada por la crisis de las multinacionales. Entre 1998 y 2010 el lanzamiento de álbumes por parte de las principales compañías cayó en cerca del 40%. En ese tiempo, los lanzamientos de sellos discográficos independientes aumentó de manera drástica, superando a las multinacionales en 2001 y alcanzando un máximo en 2005. A partir de entonces, las cifras cayeron, mientras que el número de álbumes lanzados por los propios artistas (que en 1998 solo eran un puñado), se ha disparado hasta llenar esa brecha en las ventas (Waldfogel, 2012a). A pesar del descenso de los beneficios, la cifra general de lanzamientos aumentó de forma constante desde 1998 hasta 2009, a medida que los artistas empezaron a usar internet como herramienta de control de su propio éxito. En el proceso, el porcentaje de todas las ventas procedentes de álbumes superventas ha caído, y el porcentaje de superventas de sellos independientes ha subido, lo que resulta en un aumento de la diversidad de la música disponible para comprar y escuchar en streaming (Waldfogel, 2012a).

Luego están los indicios en Estados Unidos, España y Suecia de que, mientras caían las ventas de discos, aumentaban los ingresos por actuaciones en directo. Al igual que con la distribución de películas en salas comerciales, el mercado de los conciertos en directo, que ofrece una experiencia que no se puede descargar, se ha convertido en sustento de muchos músicos (Albinsson, 2013; Krueger, 2005 y Montoro Pons y Cuadrado García, 2011).

Desde luego no debemos hacernos una idea romántica de este cambio. Muchos de los músicos que firman contratos con sellos independientes o producen sus propios discos seguramente preferirían sacarlos con las grandes compañías, y muchos de quienes componen sus propios temas se quejan de lo magro de las regalías que perciben de los servicios de música en streaming. Dichos servicios, además, aún no han encontrado un modelo de negocio rentable y el tiempo dirá si sobreviven en su formato actual. Además, en cierto sentido, el sector ha pasado a ser una economía de autoexplotación, en la que individuos creativos y cualificados trabajan a cambio de beneficios económicos menores que los que recibirían trabajando en otro sitio. Sin embargo, estamos asistiendo a una marea de cambio dentro de la industria musical que habría sido imposible sin las affordances que proporciona internet.

¿Cuáles son estas affordances?

1. La tecnología digital de grabación y la capacidad de hacer y mezclar discos por una fracción mínima de lo que costaba en la era analógica. Aunque estas tecnologías son técnicamente independientes de internet, su desarrollo se ha visto en gran medida acelerado por el auge del MP3 como medio de pasar música de un sitio a otro. El descenso de los costes de producción, unido a los costes marginales prácticamente cero de la distribución online, han bajado de forma drástica las barreras de acceso, de modo que cualquier artista puede, de hecho, crear su propia compañía discográfica.
2. Internet se ha convertido en un medio poderoso de comercializar música nueva. No todos los artistas crean sus propias compañías, claro, por dos razones. En primer lugar, la mayoría todavía aspira a tener un número de discos físicos (CD o, cada vez más, vinilos) y le resulta más conveniente contar con recursos de terceras partes a la hora de negociar con fabricantes y distribuir las unidades físicas. En segundo lugar, conseguir los contratos con intermediarios digitales como LastFM, Spotify, Deezer o Saavn exige tener determinadas destrezas. Pero además, y esto es lo más importante, internet ha hecho poco por reducir los costes de marketing; incluso puede decirse que ha dificultado el acceso a un mercado musical más densamente poblado. Las grandes compañías todavía se pueden permitir invertir en grandes campañas de anuncios, en llegar a las emisoras de radio y en crear material promocional, aunque sea para menos álbumes. La mayoría de los artistas que graban discos, sin embargo, recurre a internet —Facebook, Twitter y sitios similares— para anunciar nuevos productos, vendermerchandising (que en ocasiones resulta más lucrativo que la música misma), programar giras y otros eventos y comunicarse con sus admiradores. Este enfoque parece lógico ya que, para 2010, más del 50% de los consumidores estadounidenses usaban internet para ponerse al día de novedades musicales, mientras que solo el 32% las descubría en la radio (Waldfogel, 2012b).
3. Internet es en sí mismo una plataforma para la publicación de álbumes, muchos de los cuales pueden existir sobre todo en soporte digital. Galuszka identificó en 2012 más de 569 compañías discográficas online que cedían a los usuarios una amplia gama de derechos siempre que citaran a los autores de las obras en cuestión. La promoción se hace casi exclusivamente a través de sitios web, blogs y redes sociales. La mayor parte de estos sellos eran relativamente jóvenes, tres cuartos de los mismos estaban gestionados por una o dos personas, y solo el 13% de sus propietarios los consideraba fuentes de ingresos potenciales. Y, sin embargo, la mayoría había lanzado 16 o más álbumes y el 10% de los más activos tenía en su haber más de 50 lanzamientos.
4. Los nuevos soportes tecnológicos permiten nuevas formas de sociabilidad construidas alrededor de las tecnologías que emplean.

Si la música que la gente escuchó durante muchos años estaba producida y distribuida por grandes corporaciones, cada vez más se crea y difunde en redes difusas conectadas por una combinación de relaciones cara a cara y redes sociales.

Tal y como señaló Manuel Castells en los albores de la era de internet (1996), la creciente importancia de las redes frente a formas de organización más formales es un rasgo de las sociedades contemporáneas en muchos campos. En la escena musical más activa, densas redes de carácter local emplean los medios de comunicación sociales para intensificar la participación local por un lado y para llegar a públicos de todo el país o de todo el mundo por otro.

Barry Wellman (Wellman et al., 2003), al escribir sobre el impacto de internet en las relaciones sociales desde un punto de vista más general, ha llamado a esta combinación de impactos local y global «glocalización». Los eventos de música pop, excepto los que tienen gran éxito comercial, están localizados en un lugar concreto. Las bandas y los cantautores establecen relaciones estrechas entre sí y con los propietarios de los clubes locales, actuando juntos, intercambiando información y colaborando en la producción de espectáculos (Foster, Borgatti y Jones, 2011 y Cummins-Russell y Rantisi, 2012). Con la aparición de los ubicuos dispositivos inalámbricos portátiles, el envío de mensajes se convierte en un medio de comunicación central siempre dentro de estos grupos estrechamente conectados. Así, un artista puede mandar un mensaje a un local para informarse sobre su instalación de sonido, otro a unos músicos para montar una actuación conjunta, difundir esta a sus seguidores en Facebook o Twitter (dando por hecho que los más fervientes lo retuitearán a sus respectivas redes) y contar con que admiradores graben vídeos de la actuación y los suban a YouTube o los hagan circular mediante Instagram.

Estas densas redes proporcionan el soporte básico, las oportunidades a artistas para probar nuevas canciones y desarrollar su arte, así como construir conexiones que luego podrán usar a lo largo de sus carreras profesionales (Lena, 2012). En este sentido no estamos ante nada nuevo. Los movimientos musicales dinámicos a menudo se gestaron en tupidas redes de artistas y admiradores interactuando. Pensemos, por ejemplo, en el auge del estilo bebpop en el jazz en Nueva York en la década de 1950 (DeVeaux, 1999), de la música folk comprometida en Greenwich Village a principios de la década de 1960 (Van Ronk y Wald, 2006), en el rock ácido en San Francisco unos pocos años después (Gleason, 1969) o en la música punk en el Londres de 1970 (Crossley, 2008). Cada uno de estos movimientos es un ejemplo de glocalización, en el sentido de que partió de y retuvo profundas raíces locales a la vez que empleaba la tecnología (el disco de vinilo o el casete analógico) para llegar a una audiencia global. Los artistas también encontraban maneras tecnológicamente ingeniosas de ganarse la lealtad de su comunidad y de seguidores antes de internet. Ya en 1983 y hasta principios de la década de 2000, la banda de Brooklyn They Might Be Giants usaba un contestador automático instalado en una de sus casas para ofrecer el servicio «Marca una canción» a los admiradores que llamaran a un número de teléfono especial. En su momento de máxima popularidad, en la década de 1980, la banda añadía una canción nueva cada pocos días y publicitaba este servicio mediante anuncios clasificados en publicaciones juveniles y distribuyendo postales y pegatinas en los vecindarios protomodernos de Nueva York.11

Hoy, sin embargo, la situación es distinta: primero, porque la tecnología permite a una comunidad crecer hacia arriba y hacia fuera, y, segundo, porque el objetivo final ya no es firmar un contrato con una compañía discográfica importante. En el viejo modelo el artista podía buscar y cuidar a sus seguidores localmente. Pero este seguimiento local solo podía pasar a ser nacional (o, en muy pocos casos, mundial) si una compañía discográfica poderosa lo tomaba bajo su ala y lo promocionaba intensamente entre intermediarios como tiendas de discos y emisoras de radio. Hoy un artista puede usar los medios de comunicación sociales para construirse una base de seguidores colgando un tema en SoundCloud o un disco en Spotify y LastFM. Las emisoras de radio se limitan a retransmitir, por tanto, buscan un tipo de programación que les procure la máxima audiencia; además están constreñidas por límites temporales, de manera que solo pueden poner un número determinado de canciones. Los servicios de streaming online, en cambio, compiten por ofrecer el mayor número de selecciones posibles, con listas de reproducción hechas a medida de los gustos de cada usuario. Conseguir entrar en la lista de reproducción de un proveedor de música en internet es fácil; que se reproduzca tu tema una vez en ella ya es mucho más complicado. Llamar la atención de la multitud de blogs sobre música, algunos de los cuales cubren música local y muchos, nacional o mundial, es una de las estrategias posibles para construirse una reputación. La competición es dura, pero internet permite al intérprete beneficiarse de las críticas positivas. Si en 1990 yo, como consumidor, leía sobre una nueva banda en Rolling Stone, únicamente podía escuchar su música si la emisora de radio local ponía sus temas o si me compraba el álbum. En 2013, si leo sobre un nuevo grupo de música en Pitchfork.com, puedo ir a su página web, escuchar (quizá incluso descargarme) algunos de sus temas, después escuchar algunos más en Spotify o un sitio similar y verlo actuar en YouTube. Si me gusta su música, puedo hacerme seguidor (y así obtendré vínculos que me permitirán descargarme más canciones) de uno de los innumerables blogs de música pop, añadir algunas de sus canciones a una lista de reproducción en Deezer o Spotify, bajármelas de iTunes o incluso comprar el CD en Amazon.

También los artistas mismos crean vínculos que se extienden hacia fuera. Algunas conexiones continúan siendo del tipo cara a cara. Intérpretes de una comunidad pequeña comparten recursos e información y los más emprendedores pueden incluso crear pequeños sellos discográficos en los que graban álbumes de otros grupos o trabajar en colaboración con locales para organizar conciertos y pedir a bandas afines que se unan a ellos. En ocasiones, las cosas puede desembocar en sellos discográficos más grandes o, en el caso de grupos como los Disco Biscuits o Insane Clown Posse, en festivales de música anuales que atraen a un público nacional o internacional. Artistas que hacen giras por la escena musical de música independiente también pueden ayudarse mutuamente a organizar giras en otras regiones o países.

Y hay más conexiones, gestionadas digitalmente por sitios web de comunidades de artistas. Una de las más interesantes es SoundCloud, un próspero servicio con sede en Alemania que en verano de 2013 tenía 40 millones de usuarios (Pham, 2013). Además de poner nuevos archivos a disposición de sus seguidores, los artistas que participan en este servicio suben sus composiciones en formato WAV (waveform) y quienes las escuchan pueden publicar comentarios vinculados a momentos concretos del tema. Especialmente en el caso de composiciones electrónicas (por ejemplo, mezclas de DJ), la interacción puede ser a un tiempo entusiasta y técnica, en ocasiones desembocando en colaboraciones transnacionales mediante ordenador. Esta clase de interacciones, u otros encuentros de larga distancia en medios de comunicación sociales, pueden llevar a giras en las que los artistas utilizan sus cuentas de Facebook o Twitter para anunciar sus planes, organizar actuaciones y, una vez organizadas estas, asegurarse la asistencia de los admiradores de la localidad en cuestión. De hecho, en algunos casos las giras las organizan asociaciones de seguidores que se movilizan por internet (Baym, 2011).

Este caso de estudio ha descrito la aparición de una industria musical popular y apoyada en internet, organizada alrededor de redes sociales que son al mismo tiempo intensamente locales y globales en cuanto alcance, y que combinan las relaciones cara a cara y digitales de maneras diferentes. Esta parte de la industria, basada en redes y condicionada no tanto por el mercado como por la autopromoción y la colaboración mutua —lo que (Baym, 2011) llama «economía basada en regalar»— produce innumerables canciones, innumerables conciertos e innovación musical en grandes cantidades. Internet no creó este segmento de la industria de la música, que existe en distintos grados desde tiempo inmemorial, pero sí lo ha fortalecido, le ha proporcionado un soporte y ha acentuado su importancia en la ecología general de la cultura contemporánea.

Observaciones a modo de conclusión

Para terminar examinaré dos cuestiones. La primera es hasta qué punto podemos generalizar sobre la influencia de internet en la industria cultural y qué probabilidades hay de que los cambios que he descrito persistan en el futuro. La segunda es cómo encajan los cambios descritos dentro de tendencias más amplias de la cultura contemporánea.

Internet y la industria cultural

Aquí aduciré tres cosas: una es que la influencia de internet varía de un sector a otro, de forma que conviene evitar las generalizaciones fáciles; otra es que existen razones para creer que los cambios que actualmente se están produciendo en determinados campos son, al menos, inestables y una tercera es que la manera en que creadores e industria cultural usan internet dependerá de las políticas públicas.

Hemos visto que la influencia de internet depende, en primera instancia, del grado en el que la experiencia digital, en sustitución de la analógica, satisfaga a los consumidores; en segunda instancia, de la medida en que los productores compitan por obtener inversiones financieras (en cuyo caso deberán generar beneficios competitivos), en lugar de conformarse con lo necesario para subsistir y, en tercera instacia, de la capacidad de las compañías del mundo de la cultura de sacar partido a los cambios inherentes a la producción y distribución digital. Internet ha tenido un impacto relativamente pequeño en teatros, compañías de ballet y orquestas tradicionales porque estas organizaciones ofrecen un servicio que requiere la presencia física de un público de carne y hueso. Lo mismo puede decirse, con mayor motivo, del sector de la gastronomía, cuyo valor surge del encuentro sensual entre el consumidor y el producto. Instituciones que se dedican a la exhibición de las artes visuales se han visto afectadas solo de manera marginal, aunque es posible que en el futuro los museos virtuales tengan una presencia mayor. Los trabajadores en estos sectores tienen muy en cuenta internet, por supuesto, y en todos ellos las páginas web y los medios de comunicación sociales desempeñan un papel importante en marketing, ventas y recaudación de fondos. Pero internet no ha trastocado sus modelos básicos de negocio.

Donde internet ha sido agente de destrucción creativa es en aquellos sectores en los que el producto principal —una película, una noticia o un tema musical— puede descargarse y disfrutarse en privado. La industria del cine, con su régimen de producción basado en proyectos y sus productos que conservan un fuerte componente social externo, ha salido relativamente bien parada de la transición y ahora está menos centralizada (mientras las personas continúen valorando la experiencia de acudir a una sala comercial y estas deban alquilar el producto a los estudios) pero no es menos rentable. Aunque cambiará la manera de distribuir películas, la situación de quienes las hacen, tanto conglomerados como productoras independientes, se antoja relativamente estable.

El auge de las descargas ilegales y la escasa disposición de muchos consumidores a comprar música; el cambio en el mercado legal de la venta de álbumes completos (en los que los temas más atractivos inducían a los consumidores a llevarse también los menos atractivos) a un consumo de elección y a ventas online de temas individuales; y, por último, la popularidad de los servicios de streaming y cesión como fuente de ingresos han confluido para transformar por completo los modelos de negocios de las grandes productoras discográficas que dominaban la industria en la década de 1990. Hay que señalar, no obstante, que los principales perjudicados han sido las compañías y sus accionistas. Por el contrario, internet parece haber aumentado la disponibilidad de música en directo (los beneficios de la cual, a diferencia de los de la proyección de películas en salas comerciales, no van en la mayoría de los casos a las grandes compañías) y favorecido la aparición de una serie de vigorosas instituciones de música popular organizadas en torno a una combinación de redes locales y apoyadas en tecnologías en las que interactúan los servicios online y las relaciones cara a cara.

Al mismo tiempo, es difícil decir dónde desembocará este estado de cosas. Aunque los beneficios de las grandes compañías empiezan a repuntar después de su marcado descenso, el nuevo modelo de negocio está lejos de ser evidente. Los servicios de streaming, a pesar de su altísimo crecimiento y su excelente acogida por parte de los usuarios, están teniendo dificultades a la hora de pasar a ser de pago y, como resultado de ello, generan ingresos relativamente modestos a las compañías discográficas y minúsculas regalías a los compositores. Por su parte, la economía musical basada en redes que ha llenado el vacío producido por la retirada de las grandes compañías depende en gran medida de una forma de autoexplotación, a saber: un esfuerzo colaborativo o de reducción de cachés por parte de los músicos, propietarios de sellos independientes, blogueros, promotores y seguidores (en algunos casos una misma persona desempeña varias de estas funciones), cuyos esfuerzos hacen funcionar el sistema. Si, como parece probable, la tolerancia de los individuos a la autoexplotación cae a medida que aumentan sus obligaciones familiares, el tiempo dirá si quedan suficientes para mantener la vitalidad que hoy observamos.

Por último, la industria de los periódicos y el periodismo mismo se enfrenta a un futuro particularmente difícil, dada la reticencia de los lectores a pagar por sus productos (en especial, cuando pueden acceder a gran parte de los mismos de manera legal en los sitios web de periódicos y revistas) y dado también el auge de la publicidad online, que hace la inserción de anuncios en prensa menos atractiva a los compradores tradicionales. Y, por supuesto, a medida que cae la difusión de la prensa de pago, también caen las tasas de publicidad en medios físicos. Los profesionales que han perdido sus empleos han generado un auge del periodismo en forma de blog y algunos han aunado esfuerzos con éxito para producir publicaciones online e incluso para cultivar un periodismo de investigación riguroso. Pero es imposible saber hasta cuándo sobrevivirán estos esfuerzos y hasta qué punto se expandirán. La cuestión no es tanto si los periódicos sobrevivirán, cuanto si estaremos dispuestos a pagar por la calidad de sus contenidos (en especial por noticias locales e internacionales y por reportajes de investigación), que es algo necesario para la buena salud de una democracia.

Estos cambios estarán, por supuesto, afectados por las políticas públicas. Ayudas gubernamentales a la prensa, por ejemplo, cambiarían la economía del periodismo, proporcionando apoyo directo y liberando a los diarios de las exigencias del mercado de capital, que requiere extraer beneficios competitivos de las inversiones realizadas. De igual modo, el apoyo gubernamental a centros locales de medios de comunicación en forma de equipamiento y de conexión de alta velocidad a internet (como el programa puesto en marcha por vez primera por el ministro brasileño de cultura Gilberto Gil en su programa Pontos de Cultura) podría asegurar la vitalidad de periodistas, músicos, cineastas y otros creadores independientes que trabajan fuera del marco de las grandes compañías de la industria cultural (Rogério, 2011).

La normativa sobre la ley de propiedad intelectual ha sido un campo de batalla particularmente controvertido. Las compañías de un país detrás de otro han luchado contra las descargas ilegales, y han logrado restringirlas y que se endurezcan las penalizaciones en Francia, Suecia o Estados Unidos, entre muchos otros. Si estos cambios en la legislación serán o no efectivos, es cuestionable, sin embargo, y, por supuesto, solo se ocupan de una parte de los muchos problemas a que se enfrentan las compañías productoras. Demasiado a menudo estas han buscado una extensión del derecho de propiedad intelectual que ha puesto en peligro nociones tradicionales de lo que se considera uso legítimo (incluido los usos secundarios del producto por parte de artistas y educadores) sin resolver con ello el problema más complejo de la distribución digital ilegal (Lessig, 2004).

A la larga, la estructura de internet misma puede cambiar en función de cómo terminen los debates sobre los derechos y obligaciones de los que proporcionan los contenidos, de los negocios online, de las compañías de televisión por cable y otros proveedores de servicios por internet, así como la regulación del flujo de información y la accesibilidad de los sistemas en dispositivos portátiles. Se trata en muchos casos de problemas técnicos, y resultarán críticos a la hora de determinar si internet seguirá siendo una herramienta tan abierta y útil para los creadores como lo es hoy (Benkler, 2006 y Crawford, 2013).

Internet y las artes, la información y el cambio cultural

En última instancia, la influencia de internet en la producción y el uso de la cultura está condicionada por tendencias más amplias que conforman la manera en que las personas deciden usar las affordances que proporciona la tecnología. A continuación examino unas pocas de las muchas posibilidades que existen.

¿Puede favorecer internet una expansión de la creatividad?

En casi todo el mundo el auge de internet parece haber coincidido con un interés creciente por muchas formas de expresión cultural, incluidas las artes, el debate político y la religión.

Aunque algunos han argumentado que esto es una consecuencia de la conversión de internet en foro público, es más probable que, tal y como adelantaba Castells (1996), los cambios en la organización de las sociedades humanas hayan tenido unos efectos culturales (incluidas una mayor fluidez y prominencia de la identidad individual) que han intensificado el apetito de cultura de muchas personas. De hecho, existen indicios de que el auge de internet ha coincidido con un periodo de democratización artística. En el campo de la música, por ejemplo, uno de los indicadores es la actividad minorista en tiendas de instrumentos y suministros. Si hay más gente dedicada a la música, estos establecimientos deberían prosperar. En Estados Unidos las ventas de instrumentos y accesorios musicales se disparó, casi duplicándose entre 1997 y 2007.12 Es posible que la creciente disponibilidad de diversas formas de música online, así como la renovada vitalidad de las escenas musicales locales expliquen en parte este cambio.

¿Nos beneficiará esta creciente diversidad cultural? El auge de los servicios de música en streaming con muchos millones de suscriptores, la tendencia en alza de los museos de arte a exponer algunos de sus fondos online, la posibilidad de ver imágenes e interpretaciones del pasado en YouTube o de encontrar online películas de muchas culturas y épocas diferentes han aumentado de forma drástica la disponibilidad de lo que Chris Anderson (2006) llamó la «larga cola» de la demanda de mercado. Las tecnologías han reducido los costes de almacenaje e inventariado, que ahora precisan de espacio en un servidor en lugar de un almacén, facilitando a las compañías beneficiarse de proporcionar artefactos para los que existe una demanda relativamente pequeña. Que esto ha ocurrido es indiscutible. Sus efectos en los gustos están menos claros, por dos razones. La primera es que la cultura es un bien que se experimenta: el partido que uno saca de escuchar una pieza musical o visitar un museo depende, en parte, de la experiencia previa con esta clase de arte que uno tenga (esto es especialmente cierto en aquellos estilos o géneros artísticos que son intelectualmente complejos o están basados en convenciones estéticas nuevas o poco conocidas; Caves, 2000). La segunda es que los psicólogos reconocen que la mayoría de los individuos reacciona mal a la posibilidad de elegir, sobre todo si es en un campo en el que no están versados. Una vez traspasado cierto umbral, relativamente bajo, su criterio decrece a medida que aumenta el número de opciones entre las que pueden elegir (Schwartz, 2008). Para los apasionados de la música, el arte o el cine, la gran variedad de elección que internet hace posible constituye una enorme ventaja. Para quienes son indiferentes, es un tema que no suscita preocupación alguna. Pero para los que están en medio, aquellos que disfrutan de las artes pero no están dispuestos a invertir demasiado tiempo en aprender sobre las mismas, el aumento de la oferta puede resultar más molesto que beneficioso.

¿Un mundo de omnívoros? Los sociólogos afirman que la relación de los individuos con la cultura ha cambiado de modo que los consumidores más instruidos y refinados ya no se especializan (si es que alguna vez lo hicieron) en obras tradicionalmente consideradas de alta cultura y en su lugar se diferencian del resto por su familiaridad con una amplia gama de géneros y estilos estéticos (Peterson y Kern, 1996). Esta transformación es anterior a internet, pero la tecnología proporciona numerosas affordances para su crecimiento. Así, investigaciones realizadas en Francia, España y Estados Unidos sugieren que individuos de alto estatus, algunos al menos, siguen haciendo la tradicional distinción entre «alta cultura» y «cultura popular» (Bourdieu, 1984; Coulangeon y Lemel, 2007; Goldberg, 2011 y Lizardo, 2005). Y no sabemos cuánto pagan por familiarizarse con estilos diferentes y por cuántos. Pero, desde luego, y en la medida en que los cambios sociales han intensificado la tendencia de las personas instruidas a explorar y familiarizarse con una amplia gama de formas culturales, hay que admitir que internet hace la vida más fácil.

¿Nos llevará internet a una balcanización cultural? En los primeros días de internet, el experto en leyes Cass Sunstein (2001) predijo que la amplísima variedad de puntos de vista y de información que traería internet conduciría a una balcanización política, puesto que los usuarios se manifestarían únicamente en foros afines a sus ideas. Luego resultó que al menos los estadounidenses no necesitaron internet para hacer esto: la aparición de redes altamente polarizadas en programas de noticias por cable tuvo precisamente ese efecto. Pero la preocupación subyacente sigue, y, de hecho, se ha intensificado, sobre todo en Estados Unidos, donde la privacidad está menos protegida que en Europa. La causa de preocupación es la proliferación de tecnologías como cookies de terceras partes y detectores de historiales de navegación que rastrean el comportamiento de un usuario en múltiples sitios web; el auge de las compañías especializadas en agregación de información, que crean completos perfiles de usuarios de internet combinando datos de muchas fuentes; y el uso de dicha información por parte de minoristas online y proveedores de contenidos para decorar la página web del usuario con contenidos personalizados que reflejen sus gustos y los intereses (Turow, 2011). En otras palabras, internet pone a nuestra disposición una mesa cubierta de una abundancia sin precedentes. Claramente el efecto de estas tecnologías dependerá del comportamiento de los usuarios. El camino más obvio será utilizar internet de maneras que refuercen constantemente los puntos de vista y los gustos individuales. Lo que no sabemos todavía es hasta qué punto elegirá la gente resistirse a esta tendencia y, en lugar de ello, explorar la amplia variedad de ideas y estilos que internet pone a su disposición.

¿Una nueva forma de desigualdad cultural? Durante muchos años los expertos en ciencias políticas han explorado lo que ellos llaman la «hipótesis de la brecha del conocimiento», la noción paradójica de que si la información de calidad se abarata, los miembros del público mejor informados estarán aún mejor informados y, en cambio, los menos informados se quedarán todavía más atrás. La idea detrás de esta predicción es que los individuos bien informados valoran más la información que los mal informados, de modo que comprarán más si baja su precio. Las investigaciones de Markus Prior (2005) indican que, por lo que respecta a la información política, esto es tan cierto en internet como lo ha sido en otros medios. Otro estudio (Tepper y Hargittai, 2009) revelaba dinámicas similares en el campo de la música: estudiantes de clases sociales más altas consultaban una mayor variedad de sitios web y fuentes de P2P, desarrollando más conocimientos y sacando mayor provecho a la experiencia online, que estudiantes de procedencia más humilde.

Las implicaciones de esta clase de investigaciones son aleccionadoras. Internet proporciona una oferta notablemente rica de arte, música e información, permitiendo a los ciudadanos profundizar en la actualidad política, aprender más cosas sobre su mundo y disfrutar de una variedad sin precedentes de experiencias estéticas. Pero no está claro a cuántas personas exactamente beneficiará este potencial. De hecho, parece que el aumento de la oferta será bien recibido por un grupo relativamente pequeño de individuos altamente instruidos, aquellos que ya participan en política, en las artes y que conocen bien las affordances de internet. Otros usuarios pueden no ser conscientes de las posibilidades o bien no estar dispuestos a invertir su tiempo en explorar nuevas ideas u opciones desconocidas. Y las minorías significativas que siguen sin verdadero acceso a internet no tendrán, por supuesto, elección. La posibilidad de que internet nos conduzca a un mundo donde la desigualdad cultural e informativa sea aún mayor, un mundo en el que una élite instruida obtenga información y ofertas de ocio online de una amplia variedad de fuentes, mientras que la mayoría se queda con lo que las grandes compañías de medios de comunicación derrotadas y mermadas tienen que ofrecer, plantea un desafío importante a la democracia tanto cultural como política.

Notas

1. Affordance: término acuñado por el psicólogo estadounidense James G. Gibson en la década de 1970 para designar el uso potencial de un objeto en relación con su entorno. No existe una traducción consensuada al español, aunque se han empleado, entre otras: «permisividad», «comprensión intuitiva», «adecuación» y «potencialidad» [N. del T.].

2. Solo un tercio de las organizaciones encuestadas contestó. Si, como parece probable, cabe esperar una mayor participación de aquellas organizaciones con presencia en la web y empleados dedicados a la misma, los resultados de la encuesta casi sin duda exageran las actividades web de las instituciones artísticas.

3. http://muva.elpais.com.uy/ (consultado por última vez el 26 de agosto de 2013).

4. Oficina de Estadística Laboral de Estados Unidos: http://www.bls.gov/spotlight/2013/media/

5. Ibídem.

6. Ibídem.

7. Para calcular estas cifras descargué información sobre publicidad en formato de hoja de cálculo de la Asociación de Periódicos de Estados Unidos y GDP y de deflación del PIB de la web de la Reserva Federal de San Luis. A continuación, usé estos últimos datos para cuadrar los primeros.http://www.naa.org/~/media/NAACorp/Public%20Files/TrendsAndNumbers/Newspaper-Revenue/Annual-Newspaper-Ad-Revenue.ashx yhttp://research.stlouisfed.org/fred2/series/A191RD3A086NBEA/downloaddata?cid=21

8. Oficina de Estadística Laboral de Estados Unidos. http://www.bls.gov/spotlight/2013/media/

9. http://www.bls.gov/spotlight/2013/media/

10. El número de temas lo proporciona Spotify, que aclara que no todos los temas tienen licencia de distribución en todos los países en los que opera.
http://press.spotify,com/us/information/ (consultado por última vez el 13 de agosto de 2013).

11. Documentado en «This Might be a Wiki: They Might Be Giants Knowledge Base». http://tmbw.net/wiki/Dial-A-Song (consultado por última vez el 28 de agosto de 2013).

12. Oficina de Censos de Estados Unidos. http://factfinder2.census.gov/faces/tableservices/jsf/pages/productview.xhtml?src= bkmk yhttp://www.census.gov/econ/industry/hist/h45114.htm

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