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Un nuevo mundo

Durante la mayor parte de los eones de existencia de la humanidad, personas que vivían a escasa distancia unas de otras podían muy bien, a efectos prácticos, habitar en mundos diferentes. Un río, una cadena montañosa, un tramo de bosque o de desierto o un mar bastaban para aislar a unos grupos de individuos de los otros. En los últimos siglos ese aislamiento ha disminuido, lentamente al principio, y después con creciente rapidez. Hoy en día, personas que viven en extremos opuestos del mundo están relacionadas de maneras antes inimaginables. Eso no se debe a los evidentes cambios tecnológicos que nos permiten volar al otro extremo del globo en menos de 24 horas, ni a la comunicación instantánea que han hecho posible el teléfono, la televisión e Internet. Se debe principalmente a que casi todo lo que hacemos, desde talar bosques o criar ganado hasta conducir un coche, afecta al clima de todo el planeta y provoca cambios que hacen que en zonas del mundo alejadas de nosotros se arruinen cosechas, suba el nivel del mar, se formen huracanes con mayor frecuencia y las tormentas tropicales afecten a zonas más amplias.

Desafortunadamente, esta reducción de las distancias no ha venido acompañada de una nueva ética. En este estudio me centraré en dos importantes aspectos de esta nueva cercanía, aquellos que reclaman con mayor urgencia un nuevo enfoque ético: el cambio climático y nuestras obligaciones para con las regiones más pobres. Terminaré con algunas reflexiones sobre la necesidad de desarrollar un nuevo sistema político global.

El cambio climático en tanto que problema ético

Si el mundo continúa aumentando la emisión de gases de efecto invernadero al ritmo actual, las consecuencias serán desastrosas. El grueso del impacto afectará sobre todo a los pobres del mundo, que tienen una menor capacidad de adaptación al cambio. Si los niveles del mar suben e inundan sus tierras no tendrán adónde ir. Si las lluvias de las que dependen para que crezcan sus cultivos no llegan no tendrán nada que comer.

Estados Unidos, con menos del 5% de la población mundial, emite cerca de 25% del total mundial de gases de efecto invernadero. Australia y Canadá tienen niveles de emisión igualmente desproporcionados. Los países de la Unión Europea, considerados en conjunto, tienen niveles de emisión per cápita que equivalen a la mitad de los de Estados Unidos, pero que siguen siendo muy superiores a los de los países en desarrollo.

¿Qué tiene que decir la ética respecto a todo esto? Cuando una corporación contamina un río, esperamos que pague su limpieza y compense a los afectados. Si se trata de un principio de justicia —que el agente contaminante pague, que los responsables del problema lo solucionen—, entonces las naciones en desarrollo deberían pagar los costes del calentamiento global. No sólo son los principales contaminantes hoy por hoy, sino que lo han sido durante todo el siglo pasado, o incluso más tiempo. La mayor parte del dióxido de carbono emitido por los países en desarrollo durante dicho periodo sigue presente en la atmósfera. Esos países están usando en la actualidad más de la capacidad de la atmósfera que les corresponde para absorber sus gases de desecho. Ésta es una afirmación verdadera e independiente de cualquier criterio plausible de justicia.

Supongamos que en lugar de preguntarnos quién es responsable del problema del calentamiento global nos olvidamos del pasado y nos centramos únicamente en el presente (eso sería un gesto de generosidad hacia las naciones en desarrollo, porque significa empezar de cero y perdonarlas por su contribución al problema al que ahora nos enfrentamos todos). Podríamos comparar entonces el problema ético que supone el calentamiento global con la clásica pregunta de cómo habría que repartir una tarta si, supongamos, hay ocho comensales en la mesa y todos quieren un cuarta parte del pastel. La manera más obviamente equitativa sería darle a cada uno una porción idéntica. De acuerdo con ese criterio, Estados Unidos, Canadá y Australia se llevarían un trozo de tarta cinco veces mayor de lo que les correspondería, y los países de la Unión Europea uno dos veces mayor. Así que, de acuerdo con ese principio, también son los países en desarrollo los que necesitan recortar sus emisiones de manera más drástica.

También podríamos considerar otro criterio de justicia, asociado al filósofo norteamericano John Rawls. Tal vez la igualdad requiere que los más favorecidos se sacrifiquen para ayudar a los desfavorecidos, y que quienes tienen una mayor capacidad de ayudar aporten más. Si aceptamos este punto de vista, entonces, puesto que Norteamérica y las naciones europeas, junto con Japón y Australia, están entre las naciones más ricas del mundo, deberían estar preparadas para renunciar a más con el fin de ayudar a las naciones menos favorecidas.

Cuando Estados Unidos (bajo el mandato del presidente George W. Bush) y Australia (bajo el primer ministro John Howard) se negaron a firmar el protocolo de Kioto estaban —al ser las dos únicas naciones industrializadas que no firmaron— obligando a otros países a asumir la carga de dar los primeros pasos para solucionar el problema del calentamiento global (tras un cambio de gobierno, Australia terminó por firmar el protocolo). En cuanto a Estados Unidos, el presidente Barack Obama ha afirmado que su país debe participar en la solución del problema del cambio climático, pero en el momento de escribir este artículo Estados Unidos aún no ha firmado el protocolo, ni tampoco ha fijado límite alguno a la emisión de gases de efecto invernadero.

El protocolo de Kioto por sí solo no era suficiente. Se concibió únicamente como un primer paso, y no incluía a China, la India ni ningún país en desarrollo. Con el tiempo también estas naciones deberán limitar sus emisiones de gases de efecto invernadero. Pero las naciones desarrolladas deben dar ejemplo, admitiendo que tienen niveles altos de emisión per cápita y eso resulta nocivo para el planeta en su conjunto. Deben dejar claro que su intención de revertir la situación es seria. Por el contrario, aunque en la actualidad China es, según determinadas estimaciones, el mayor emisor de gases de efecto invernadero del mundo, su densidad demográfica implica que su cifra per cápita sigue siendo aún relativamente baja. Las emisiones per cápita de la India son todavía más bajas, aunque su población es numerosa y sus índices de crecimiento demográfico altos, lo que significa que es un gran emisor potencial para las próximas décadas.

Son muchas las maneras en que las naciones prósperas pueden reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero. La mayoría está abandonando la electricidad basada en la combustión de carbón, ya que ésta requiere que se liberen enormes cantidades de dióxido de carbono que, a día de hoy, no sabemos todavía cómo capturar. Por esa razón hay quienes abogan por la energía nuclear. Pero ésta conlleva riesgos significativos, puesto que aún no sabemos cómo almacenar de forma segura los residuos nucleares. Desde el 11-S el creciente riesgo de que material nuclear caiga en manos de terroristas, o de que se produzca un ataque terrorista a una instalación nuclear vuelve aún más peligrosa la construcción de centrales de energía de esa clase.

Hay una forma mucho más sencilla de que los países desarrollados puedan reducir sus emisiones. Los que han seguido el debate sobre el cambio climático probablemente saben que la digestión de los animales rumiantes (vacas y ovejas, entre otros) produce metano, y que el metano es un gas con un potente efecto invernadero. Pero pocos entienden hasta qué punto reducir el número de animales rumiantes contribuiría a evitar el punto sin retorno. Eso se debe sobre todo a que los debates sobre qué actividades humanas contribuyen en mayor medida al cambo climático se centran en el impacto que dichas actividades tendrán durante el próximo siglo. Desde esa perspectiva, una tonelada de metano se considera 25 veces más potente, en términos de su contribución al calentamiento global, que una tonelada de dióxido de carbono. Pero esa mayor potencia del metano se ve gravemente contrarrestada por las cantidades mucho más reducidas del mismo que producen los rumiantes comparadas con las cantidades de dióxido de carbono que producen las plantas de generación de energía por combustión de carbón. Por lo tanto, las emisiones de los rumiantes se contemplan con menos preocupación que la combustión de carbón para generar electricidad.

La razón por la cual en el próximo siglo el metano será tan sólo 25 veces más potente que el dióxido de carbono a la hora de aumentar el calentamiento global es que se descompone con mayor rapidez. A no ser que encontremos nuevas maneras de eliminar el dióxido de carbono de la atmósfera —algo que de momento no es económicamente viable—, alrededor de una cuarta parte de cada tonelada de dióxido de carbono que emitimos ahora seguirá ahí arriba, calentando el planeta, dentro de quinientos años. Pero en el caso del metano, dos terceras partes del mismo habrán desaparecido en diez años, y al cabo de veinte el 90% se habrá descompuesto. Supongamos, no obstante, que en lugar de tomar como referencia un plazo de cien años nos preguntamos cuál de esas emisiones contribuirá más al cambio climático durante los próximos veinte años. Entonces la diferencia en la velocidad de descomposición se vuelve menos significativa, y una tonelada de metano no es 25, sino 75 veces más potente que una tonelada de dióxido de carbono a la hora de calentar el planeta. Eso altera la ecuación de forma dramática en cuanto a qué gases deberían ser el objetivo principal a la hora de reducir las emisiones (1).

¿Qué marco de tiempo deberíamos usar, cien o veinte años? Hay razones poderosas para elegir el periodo de tiempo menor. Muchos científicos advierten que corremos el riesgo de rebasar el punto sin retorno a partir del cual el planeta continuará calentándose independientemente de lo que hagamos por evitarlo. Eso se debe a que el calentamiento puede crearbucles de realimentación que refuerzan la tendencia al calentamiento. La nieve y el hielo reflejan los rayos calientes del Sol. A medida que se vaya derritiendo, la capa de hielo ártica tendrá menos capacidad de reflejar esos rayos, y por lo tanto el Sol calentará la Tierra más de lo que lo hace ahora. Del mismo modo, conforme el permafrost (permahielo) se derrite en Siberia libera metano, lo que a su vez contribuirá al calentamiento. Si nos estamos acercando al punto sin retorno, a partir del cual la catástrofe es inevitable, entonces tiene poco sentido centrarse en el impacto que los gases que hoy emitimos tendrán en 2100. Veinte años es el marco de tiempo adecuado, porque si para entonces no hemos hecho algo drástico, tal vez ya sea demasiado tarde.

Emplear el factor 72 para convertir metano en dióxido de carbono equivalente altera de forma dramática el equilibrio entre las contribuciones al calentamiento global de los rumiantes y las de las centrales de energía alimentadas por carbono. El ganado de Australia, por ejemplo, produce 3,1 Mt (megatoneladas) de metano. Si multiplicamos esas 3,1 Mt por 72 tenemos 223 Mt en su equivalente en dióxido de carbono, significativamente más que el dióxido de carbono que producen las centrales de energía de carbón australianas (AGO 2006). Muchos otros países tienen emisiones de metano muy significativas procedentes del ganado (entre ellos Brasil, la India y Estados Unidos).

La importancia de comer menos carne si queremos ralentizar el cambio climático es algo comúnmente aceptado desde 2006, cuando la FAO publicó su informe La sombra alargada de la ganadería, que explicaba que la ganadería es responsable de más emisiones de gases de efecto invernadero que el transporte. En 2008 Rajendra Pachauri, presidente del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (conocido como IPCC por sus siglas en inglés), hizo una llamada explícita a los ciudadanos particulares, exhortándolos «a comer menos carne; la carne es un artículo de consumo decisivo en la emisión de gases… Esto es algo que el IPCC tenía miedo de decir antes, pero ya no» (ABC News 2008).

No estoy sugiriendo que los pueblos tradicionalmente ganaderos que no tienen alternativas reales a alimentarse de animales rumiantes deban abandonar su forma de vida. Pero el número de animales que tienen es insignificante comparado con las cantidades ingentes de ganado vacuno y, en menor medida, ovino que se crían en Estados Unidos, Canadá, Australia y Nueva Zelanda. Eliminar esos animales podría suponer un paso decisivo en la lucha contra el cambio climático. Además, se trata de algo relativamente fácil de conseguir. A diferencia de clausurar centrales de energía de carbón, no implica una sustitución por otra tecnología que ya existe pero es peligrosa, o por otra que aún no ha sido inventada, como una energía solar lo suficientemente eficiente para sustituir el carbón. Podemos dejar de consumir animales rumiantes ahora mismo, y con ello nuestra vida no se acabaría. De hecho, nuestra salud saldría beneficiada. De todas las maneras en que los individuos de las sociedades más prósperas pueden reducir con rapidez su contribución al cambio climático, dejar de criar animales rumiantes —básicamente vacas y ovejas— es la que podría conseguirse con mayor facilidad a lo largo de la próxima década.

Nuestras obligaciones para con los pobres

Permítanme ahora pasar a la cuestión de la pobreza global. Consideremos esta cita de Santo Tomás de Aquino, de hace más de 700 años (Aquino 2002, vol. II: II Q 66 A7):

[…] todo aquello que el hombre tiene en sobreabundancia pertenece, por derecho, al pobre para su sustento. Así lo afirma Ambrosio, y así se dice también en el Decretum Gratiani: «El pan que retienes le pertenece a los hambrientos, la ropa que guardas, a los desnudos, y el dinero que entierras es la redención y la libertad de los pobres».

En el mundo actual hay muchas personas que tienen en sobreabundancia. Con ello me refiero a que, una vez satisfechas sus necesidades —de comida, techo, calor, ropa, atención médica y educación para ellas y para sus hijos, además de reservar algo en previsión del futuro—, les queda dinero para cosas que no son, por mucha imaginación que le queramos echar, necesarias. Si uno tiene dinero para gastar en buenos restaurantes, conciertos, vacaciones, libros, CD, DVD o ropa que uno se compra porque le gusta, y no porque la necesita de verdad, entonces uno es, en una palabra, rico. Santo Tomás nunca habría imaginado la clase de riqueza que tiene la gente hoy en día. Basta pensar en la calefacción central y el aire acondicionado, en las frutas exóticas procedentes de países cálidos y tropicales a las que tenemos acceso o en la capacidad de viajar y conocer mundo. Santo Tomás consideraría que la mayor parte de los ciudadanos de clase media de los países industrializados son increíblemente ricos, y lo mismo es cierto para quienes pueden permitirse llevar un estilo de vida similar en otros países.

Estamos muy lejos de compartir nuestra abundancia con los que lo necesitan. En el mismo mundo en el que más de 1.000 millones de personas viven con un nivel de prosperidad sin precedentes, otros 1.400 millones luchan por sobrevivir con un poder adquisitivo equivalente o inferior a 1,25 dólares estadounidenses al día (es decir, que en realidad viven con mucho menos que eso; viven con lo que se podría comprar en sus países con 1,25 dólares; con las tasas oficiales de cambio, podría ser el equivalente a 50 centavos de dólar al día). La gran mayoría de los pobres del mundo está desnutrida, no tiene acceso a agua potable ni a los servicios de salud más básicos y no puede enviar a sus hijos a la escuela. Según UNICEF, casi 10 millones de niños mueren cada año —27.000 al día— por razones relacionadas con la pobreza que se podrían evitar (2).

En un artículo que escribí sobre este tema en 1972, durante una crisis humanitaria en lo que hoy es Bangladesh, pedía a los lectores que imaginaran que caminaban junto a un estanque poco profundo y veían a un niño que parecía estar ahogándose en sus aguas (Singer 1972). En una situación así, incluso si no hubiéramos hecho nada para provocar que el niño cayera al agua, casi todos coinciden en que si podemos salvarlo sin que ello nos suponga un gran inconveniente o molestia, deberíamos hacerlo. Cualquier otro comportamiento sería cruel, indecente y, en una palabra, injusto. El hecho de que al rescatar al niño pudiéramos, por ejemplo, echar a perder un par de zapatos nuevos no es una buena razón para dejar que se ahogue. De igual manera, si por el precio de un par de zapatos podemos contribuir a un programa de salud en un país en desarrollo capaz de salvar la vida de un niño, deberíamos hacerlo.

Tal vez, sin embargo, nuestra obligación de ayudar a los pobres es más fuerte de lo que ese ejemplo sugiere, puesto que somos menos inocentes que aquel transeúnte que no había hecho nada para que el niño cayera al estanque. Thomas Pogge, de la Universidad de Yale, afirma que al menos parte de nuestra riqueza se obtiene a costa de los pobres (Pogge 2004, 2008). Basa su afirmación no sólo en el clásico argumento de las barreras que Estados Unidos y Europa mantienen frente a las importaciones agrícolas de los países en desarrollo, sino también en aspectos menos conocidos de nuestro comercio con dichos países. Por ejemplo, señala que las corporaciones internacionales están dispuestas a comprarle recursos naturales a cualquier gobierno, independientemente de cómo haya llegado al poder. Esto supone un enorme incentivo financiero para que determinados grupos intenten derrocar a los gobiernos establecidos, porque los rebeldes que logran su propósito son recompensados con la capacidad de vender las reservas de petróleo, minerales o madera del país. Eso les da acceso a una enorme riqueza, sumas de dinero verdaderamente desproporcionadas en relación con el nivel de vida de los países en desarrollo. Pueden desviar parte a sus cuentas bancarias personales y emplear el resto para recompensar a sus seguidores y fortalecer sus fuerzas armadas. Los recursos que están vendiendo, sin embargo, pertenecen a y deberían ser usados en beneficio de los habitantes del país en su totalidad, y no sólo del puñado de matones que consigue hacerse con el control del país.

En sus tratos con los dictadores corruptos de los países en desarrollo, afirma Pogge, las corporaciones internacionales no son moralmente mejores que alguien que compra algo sabiendo que es robado, con la diferencia de que el orden político y legal internacional reconoce a las corporaciones no como criminales en posesión de artículos robados, sino como propietarias legítimas de los bienes que compran. Esta situación legal es, por supuesto, beneficiosa para las naciones industrializadas, porque nos permite obtener las materias primas que necesitamos para mantener nuestra prosperidad, pero resulta desastrosa para los países en desarrollo ricos en recursos naturales, al convertir la riqueza que debería beneficiarlos en una maldición conducente a un ciclo sin fin de golpes de Estado, guerras civiles y corrupción. Las investigaciones confirman que cuanto más depende la economía de un país en desarrollo de sus recursos naturales menos probabilidades tiene de mantener una democracia estable (Lam y Wantchkeon 2003; Jensen y Wantchkeon 2004).

En vista de todo eso, nuestra obligación para con los pobres no consiste en asistir a extraños, sino en compensar por los perjuicios que les hemos causado y seguimos causándoles. Tenemos que detener las acciones que los perjudican y compensarlos por los daños causados.

Podría argumentarse que no les debemos ninguna compensación a los pobres, ya que nuestra riqueza en realidad los beneficia. Vivir con opulencia, se dice, genera empleo, y así la riqueza se va filtrando hasta llegar a los pobres, beneficiándolos de manera más efectiva que la ayuda directa. Sin embargo, cuando los pobres reciben dinero también lo gastan, lo que es probable que termine beneficiando a otros también pobres. Los ricos de los países industrializados no compran prácticamente nada manufacturado por los muy pobres. En los últimos veinte años de globalización económica, aunque la expansión del comercio ha ayudado a muchos a salir de la pobreza, no ha conseguido favorecer al 10% más pobre de la población mundial. Algunos de los extremadamente pobres —la mayoría de los cuales vive en el África subsahariana— no tienen nada que venderles a los ricos, mientras que otros carecen de la infraestructura necesaria para hacer llegar sus productos al mercado. Si consiguen transportar su grano a un puerto, las subvenciones estatales de Europa y Estados Unidos a menudo les impiden venderlo, aunque tengan —como es el caso de los productores de algodón del África occidental, que compiten con los productores, mayores y más ricos, de Estados Unidos— costes de producción menores que los de los países ricos.

Podría sugerirse, y no sin razón, que el remedio de esos problemas debería provenir del Estado. Cuando la ayuda llega por mediación del gobierno, todo el que gana algo por encima del mínimo exento de impuestos contribuye en alguna medida, y los que tienen mayor capacidad de pago obtienen mayores beneficios. Pero la cantidad de ayuda extranjera que prestan los países desarrollados es, a pesar de algunos aumentos recientes, extremadamente pequeña. Las naciones ricas —es decir, las naciones donantes de la OCDE— destinan únicamente una media del 0,43% de su producto interior bruto, o sea, 43 centavos de cada 100 dólares que ganan.

En cualquier caso, la ayuda prestada por los gobiernos se queda muy lejos de la cota establecida por Santo Tomás. Pero la culpa no es sólo de los gobiernos. Lo que hace cada uno de nosotros también se queda corto; corto comparado con lo que haríamos si nos encontráramos a un niño ahogándose en un estanque.

Entonces, ¿qué deberíamos hacer? El inversor estadounidense Warren Buffett, una de las personas más ricas del mundo, dio ejemplo cuando se comprometió a donar 30.000 millones de dólares a la fundación Bill y Melinda Gates y otros 7.000 millones a otras organizaciones similares. Antes de eso, Bill y Melinda Gates habían donado casi 30.000 millones para crear su fundación. Esta inmensa fortuna se destina ahora sobre todo a combatir la pobreza, las enfermedades y las muertes prematuras en el mundo en desarrollo.

La filantropía a tamaña escala plantea numerosas preguntas de índole ética: ¿hace algún bien?; ¿deberíamos alabar a gente como Buffett y Gates por dar tanto, o criticarlos por no dar todavía más?; ¿es inquietante el hecho de que decisiones de tanta trascendencia como las suyas las tomen sólo unos pocos individuos extremadamente ricos?; ¿cómo afecta nuestra valoración de sus acciones a nuestra forma de vida?

La ayuda siempre ha tenido detractores. La filantropía cuidadosamente planeada y dirigida con inteligencia puede ser la mejor respuesta al argumento de que la ayuda no funciona. Por supuesto, como cualquier empresa humana a gran escala, la ayuda puede ser en algunos casos ineficaz. Las organizaciones de ayuda internacional reconocen cada vez más que necesitan una rigurosa evaluación de la eficacia de sus programas, y se han creado organizaciones que se dedican precisamente a ello (3). Pero, a no ser que se trate de una ayuda directamente contraproducente, cualquier asistencia, aunque sea en cierto modo ineficaz, hará más por el bien de la humanidad que el gasto descontrolado por parte de los ricos.

La gente sugiere en ocasiones que la ayuda a los pobres es un pozo sin fondo, que por mucho dinero que se les dé las cosas no cambiarán. Lo cierto es que nunca se han donado las cantidades de dinero suficientes para transformar de verdad los países pobres. Y eso podría costar menos de lo que pensamos. Una forma de calcular cuánto costaría es tomar como referencia, al menos para los seis próximos años, los Objetivos de Desarrollo del Milenio establecidos en la Cumbre del Milenio de las Naciones Unidas en 2000. En esa ocasión la mayor congregación de líderes mundiales de la historia se comprometió a alcanzar, para 2015, una serie de objetivos que incluye:

  • Reducir a la mitad la proporción de población mundial que vive en condiciones de pobreza extrema (definida en términos de renta inferior a la necesaria para cubrir las necesidades básicas).
  • Reducir a la mitad la proporción de personas que pasan hambre.
  • Asegurar que los niños de todo el mundo completen la educación primaria.
  • Poner fin a las desigualdades de género en el acceso a la educación.
  • Reducir en dos tercios la tasa de mortalidad de los niños menores de cinco años.
  • Reducir en tres cuartas partes la tasa de mortalidad materna.
  • Detener y empezar a revertir la propagación del virus del sida, así como empezar a reducir la incidencia de la malaria y otras grandes enfermedades.
  • Reducir a la mitad la proporción de población sin acceso a agua potable.

Un grupo de trabajo conjunto de las Naciones Unidas, encabezado por el economista de la Universidad de Columbia Jeffrey Sachs, calculó que el coste anual de lograr esos objetivos no superaría los 189.000 millones de dólares por año (4). Se trata de una cantidad verdaderamente modesta. No requeriría siquiera que las naciones ricas duplicaran su ayuda actual, que, como hemos visto, es de media inferior al 0,5% de su producto interior bruto. Así que aumentarlo al 1% no supondría una gran diferencia para nuestro estilo de vida.

En The Life You can Save [La vida que puedes salvar] traté de calcular cuánto podría recaudarse si los más ricos de Estados Unidos donaran cantidades en principio razonables (Singer 2009, capítulo 10). Empecé con el 0,01% de los estadounidenses más ricos, cada uno de los cuales tiene una renta superior a cinco millones de dólares, e imaginé que donaban una tercera parte de sus ingresos. A continuación reduje proporcionalmente ese porcentaje para aplicarlo a aquellos que también son ricos, pero no tanto, hasta llegar al 5% para el 10% de los norteamericanos más ricos, que ganan alrededor de 100.000 dólares al año. Por último añadí una donación media del 1% de la renta para el 90% restante de los contribuyentes estadounidenses, asumiendo que algunos de ellos no podrían donar nada, pero que otros podrían dar más del 1%. Cuando sumé el total del dinero donado, ascendía a 510.000 millones al año, y eso sólo procedente de Estados Unidos, y sin que las donaciones le supusieran a ningún contribuyente un trastorno significativo.

Obviamente, los ricos de Europa, Japón, Australia, Canadá y otras naciones deberían compartir con los estadounidenses el peso de aliviar la pobreza en el mundo. Estados Unidos es responsable de un tercio, más o menos, del producto interior bruto de todas las naciones de la OCDE, así que tomaremos esa proporción como una porción justa de ayuda. Partiendo de esa base, extender el plan que propongo a todo el mundo recaudaría 1,5 billones de dólares anuales para la ayuda al desarrollo. Eso es ocho veces lo que el grupo de trabajo conjunto dirigido por Sachs calculó que sería necesario para alcanzar los Objetivos de Desarrollo del Milenio.

Yo creo, como santo Tomás, que para cualquiera que vive en la abundancia hacer una aportación justa para combatir la pobreza en el mundo es un imperativo moral. De hecho, resultaría sorprendentemente sencillo para los ricos del mundo erradicar, o al menos paliar en gran medida, la pobreza global. De hecho, se ha vuelto más fácil en los últimos treinta años, conforme los ricos se han hecho significativamente más ricos. Por supuesto, las guerras, tanto las internacionales como las civiles, seguirán generando pobreza, y el cambio climático, nuestro otro gran desafío, podría causar mucha más. Pero, comparados con nuestra capacidad, los Objetivos de Desarrollo del Milenio son demasiado modestos. Si fracasamos a la hora de alcanzarlos —tal y como apuntan las cosas— no tendremos excusa. El objetivo que deberíamos fijarnos no es reducir a la mitad la proporción de personas que viven en la pobreza extrema, sin nada que comer, sino terminar con la pobreza extrema a gran escala en todo el mundo. Ése es un objetivo digno, y no es inalcanzable.

Una nueva ética global

En esta última parte volveré a la cuestión subyacente de si podemos desarrollar una nueva ética global, necesaria para este nuevo mundo. Aunque tal vez podamos estar de acuerdo, en teoría, sobre que el valor de la vida de un ser inocente no varía según su nacionalidad, puede decirse que la idea ética abstracta de que todos los seres humanos tienen los mismos derechos no puede considerarse parte de los deberes de un dirigente político. De la misma manera que se espera de los padres que velen por los intereses de sus hijos en lugar de por los de los ajenos, al aceptar dirigir un gobierno uno asume un papel específico según el cual tiene el deber de proteger los intereses que quienes viven en el país a gobernar.

Es cierto que en la actualidad no existe una comunidad política global, y que mientras prevalezca esta situación debemos tener naciones-Estado, y los líderes de dichas naciones-Estado deben dar preferencia a los intereses de sus ciudadanos. Pero ¿es la división de la población mundial en naciones soberanas un hecho inalterable? Aquí nuestro pensamiento se ha visto afectado por los horrores de Bosnia, Ruanda y Kosovo. En Ruanda, una investigación de las Naciones Unidas concluyó que 2.500 militares con la formación y la autoridad adecuadas podrían haber salvado 800.000 vidas (ONU 1999). Kofi Annan era secretario general de las Naciones Unidas cuando se terminó el informe. En calidad de subsecretario general para las operaciones de mantenimiento de la paz en aquel momento, debió de tener alguna responsabilidad en lo que el informe calificaba de «terrible y humillante» parálisis. Esa experiencia cambió sus ideas. Como secretario general, afirmó que «el mundo no puede permanecer al margen cuando se producen violaciones sistemáticas y a gran escala de los derechos humanos». Y sin embargo esas violaciones sistemáticas y a gran escala siguen produciéndose en Darfur hoy en día. Annan ha dicho que necesitamos «principios universales y legítimos» sobre los que basar una intervención (Annan 1999). Eso significa redefinir la noción de soberanía de Estado (o soberanía nacional) o, más precisamente, renunciar a la idea absoluta de soberanía que ha prevalecido en Europa desde la Paz de Westfalia, de 1648.

Hemos convivido con la noción de Estado soberano durante tanto tiempo que ha pasado a formar parte no sólo de la diplomacia y las políticas públicas, sino también de la ética. Implícita en el término globalización, más que en el de internacionalización, está la idea de que estamos dejando atrás la era de los lazos crecientes entre países, y empezamos a contemplar algo que está más allá del concepto existente del Estado-nación. Pero ese cambio necesita verse reflejado en todos los niveles de nuestro pensamiento, y en especial en nuestras ideas sobre la ética.

Hace ciento cincuenta años Karl Marx resumió esta teoría en una frase: «El molino primitivo produce una sociedad sometida al señor feudal; el molino mecanizado a vapor, una sociedad dominada por el capitalista industrial» (Marx 1977, 202). Hoy habría añadido: «El avión a reacción, el teléfono e Internet producen una sociedad global dominada por la corporación transnacional y la Organización Mundial del Comercio». Marx decía que la tecnología lo cambia todo, y si bien se trataba de una media verdad peligrosa, seguía siendo reveladora. Una vez que la tecnología ha roto las barreras de la distancia, ha llegado la globalización económica y social, para bien y para mal. En los supermercados europeos las hortalizas frescas traídas en avión desde Kenia están a la venta al lado de las cultivadas en huertos locales. Las comunicaciones digitales instantáneas expanden el comercio internacional desde artículos concretos hasta servicios cualificados. Cuando necesito ayuda con mi ordenador, mi llamada de teléfono es contestada desde la India.

La creciente realidad de una única economía mundial se refleja en el desarrollo de nuevas formas de gobierno global, la más controvertida de las cuales ha sido la Organización Mundial del Comercio, que sin embargo no es en sí misma responsable de la economía global. Al mismo tiempo, el aumento de la movilidad de los individuos favorece que las enfermedades infecciosas se propaguen por el mundo con mayor rapidez, y, por supuesto, la amenaza terrorista también puede extender su rango de acción, causándonos pequeños inconvenientes cada vez que viajamos en avión, pero empujando a algunas naciones a intervenir en mayor medida en los asuntos de otras. De hecho, a partir de la aceptación generalizada en 2005 de la legitimidad del ataque estadounidense a Afganistán después del 11-S, podemos concluir que la opinión pública mundial y las leyes internacionales aceptan hoy en día que toda nación está obligada ante las demás a poner fin a las actividades dentro de sus fronteras que puedan conducir a ataques terroristas llevados a cabo en otros países, y que es razonable declarar la guerra a una nación que se niega a hacerlo. Si el káiser austrohúngaro Francisco José levantara la cabeza, probablemente pensaría, satisfecho, que el mundo por fin ha aceptado sus ideas. Porque lo que Estados Unidos le hizo al gobierno de Afganistán es difícil de justificar sin justificar también el ultimátum que Austria-Hungría le dio a Serbia tras el asesinato en 1914 del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo, un ultimátum que en su momento Gran Bretaña, Rusia y Francia consideraron un ataque a la soberanía serbia.

Marx afirmaba que, a la larga, nunca rechazamos el progreso en la medida en que nos ayuda a satisfacer nuestras necesidades materiales. Por lo tanto, la historia está determinada por el crecimiento de las fuerzas productivas. Marx habría despreciado la sugerencia de que la globalización es algo impuesto al mundo por parte de una conspiración de ejecutivos de corporaciones en una reunión del Foro Económico Mundial, y tal vez habría estado de acuerdo con la afirmación de Thomas Friedman de que la primera verdad sobre la globalización es que «nadie está al mando» (Friedman 2000, 112). Para Marx se trataría de una afirmación que describe una humanidad alienada viviendo en un mundo en el que, en lugar de gobernarnos a nosotros mismos, somos gobernados por nuestra propia creación: la economía global.

Marx también creía que la ética de una sociedad es un reflejo de la estructura económica producto de su tecnología. Así, una economía feudal en la que los siervos dependen de la tierra del señor produce la ética de la caballerosidad feudal, basada en la lealtad de los caballeros y vasallos a dicho señor, así como en la obligación de éste de protegerlos en tiempos de guerra. Una economía capitalista requiere una mano de obra móvil capaz de hacer frente a las necesidades del mercado, de manera que rompe los lazos entre señor y vasallo, y los sustituye por una ética en la que el derecho de comprar y vender mano de obra es esencial.

Nuestra nueva sociedad global interdependiente, con su fuerte potencial para unir a gente de todo el planeta, nos proporciona la base material para una nueva ética. Marx habría pensado que una ética así sirve a los intereses de la clase gobernante, a saber, las naciones ricas y las corporaciones transnacionales. Pero a las naciones ricas les interesa desarrollar un punto de vista ético global. Lo necesitan porque un mundo pobre y subdesarrollado entraña demasiados riesgos: desde la propagación de las enfermedades y el terrorismo hasta el desplazamiento de decenas de millones de refugiados cuyos medios de subsistencia podrían verse amenazados por la destrucción causada por el cambio climático.

He afirmado que conforme más y más problemas requieren soluciones globales, el grado hasta el cual un Estado puede determinar su futuro de forma independiente disminuye. Por lo tanto, debemos fortalecer las instituciones encargadas de las políticas globales y exigirles mayor responsabilidad frente a las personas a las que deben proteger. Esta línea de pensamiento culmina en una comunidad mundial con su propia asamblea legislativa electa —tal vez con una evolución a largo plazo similar a la de la Unión Europea—.

En la actualidad ideas como ésta tienen poco apoyo político. Aparte de la amenaza que supone para el propio interés de los ciudadanos de las naciones ricas, muchos afirmarían que entraña demasiados riesgos y sus ventajas son demasiado inciertas. Existe la idea generalizada de que un gobierno mundial sería una suerte de ineficaz gigante burocrático o, peor aún, un tirano global imposible de controlar o cambiar. Pero se trata de ideas que merecen seria consideración. Suponen un reto que los grandes expertos en los campos de la ciencia política y las administraciones públicas no deberían rechazar, una vez hayan aceptado la nueva realidad de la comunidad global y dirijan su atención a cuestiones de gobierno más allá de las fronteras nacionales.

Bibliografía

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Annan, K. «Two Concepts of Sovereignty». The Economist, 18 de septiembre, 1999.

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Notas

Las cifras correspondientes al metano proceden del Fourth Assesment Report del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático, de 2007 —technical summary, tabla TS.2— (véase también Smith 2009).

  1. La línea de pobreza la determina el Banco Mundial, que también calcula el número de personas que viven por debajo de ella. Para las cifras de UNICEF sobre muertes de niños menores de cinco años, véase http://www.unicef.org/childsurvival.
  2. Véase, por ejemplo, www.givewell.net.
  3. Acerca de los Objetivos de Desarrollo del Milenio, véase www.un.org/millenniumgoals. Para las estimaciones del grupo de trabajo conjunto de la ONU, véanse las tablas 7 y 8 del respectivo informe de la ONU (UN Millennium Project 2005, 57, tablas 7 y 8).
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