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La arquitectura del nuevo siglo. Una vuelta al mundo en diez etapas

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«El uso de la arquitectura para la modernización identitaria y el rebranding urbano ha acentuado la deriva disciplinar hacia la diferenciación escultórica»  

Técnica y arte, la arquitectura es también expresión construida de una sociedad. Como técnica lindante con la ingeniería, ha experimentado el impacto de los nuevos materiales y de la innovación en el terreno de la construcción, las estructuras o las instalaciones, enfrentándose al desafío histórico de la sostenibilidad; como arte público, ha sido partícipe —y en ocasiones protagonista— de la renovación del lenguaje visual y las mutaciones estéticas de una época marcada por el espectáculo; como sociología construida, por último, ha dado forma a la colosal transformación que ha urbanizado el planeta reemplazando los paisajes tradicionales por megápolis insomnes.

Los tratados clásicos de los que se ha alimentado la arquitectura de Occidente ya aludían a estas tres dimensiones complementarias cuando teorizaban sobre una disciplina que tanto se solapa con otras fronterizas. Desde el romano Vitruvio, a la arquitectura se le ha asignado la tarea de reconciliar la técnica y el arte con el uso social de sus espacios, y la divisa firmitas, utilitas, venustas (solidez, utilidad, belleza) ha sido el resumen taquigráfico de ese propósito. Sin embargo, las tres facetas están tan enrevesadamente trenzadas en las obras concretas de arquitectura que hacen difícil comentarlas de forma separada, y aquí se ha elegido otra estrategia argumental.

En lugar de describir las innovaciones técnicas funcionales y formales que caracterizan la arquitectura de estos inicios del siglo xxi, se ha preferido elegir una decena de episodios en diferentes ciudades del planeta que suministran a la vez una secuencia de realizaciones significativas de las últimas dos décadas, y una ilustración de tendencias o fenómenos de carácter más general. Los episodios, que se presentan en un orden aproximadamente cronológico —desde el Berlín posterior a la caída del Muro, el Bilbao del Guggenheim o la Nueva York del 11-S hasta el Pekín olímpico y las obras titánicas de las autocracias petroleras del Golfo o Rusia— se organizan también de manera que el recorrido se asemeja al de un viaje con escalas alrededor del planeta.

Siempre hacia el ocaso, y siempre en el hemisferio norte —lo que deja no pocas geografías en los márgenes— la ruta se inicia en la Europa que clausuró el siglo xx y la Guerra Fría con la demolición de una frontera urbana, transcurre por la América que vio en el derribo de las Torres Gemelas el pistoletazo para el comienzo de una «guerra contra el terror», recorre el Asia que levanta enérgicos signos construidos de su pujanza económica y se remata en una Rusia encabalgada entre continentes y que afirma —también con la arquitectura— su recuperación tras el trauma de la disolución de la URSS. Al cabo de diez etapas, el círculo se cierra con otra glaciación política, que se suma al enfriamiento económico y a las convulsiones financieras y sociales, en un cúmulo de fracturas y temblores que la arquitectura registra con su exacta aguja de sismógrafo.

Berlín sin Muro: la arquitectura de la memoria ante las pugnas ideológicas

El periplo se inicia en la ciudad del mundo donde la arquitectura más fielmente refleja las ideas. Capital de un imperio totalitario derrotado en 1945, y frontera durante cuatro décadas entre la democracia occidental y el bloque comunista, el Berlín posterior al derrumbamiento del Muro en 1989 ha seguido siendo un laboratorio urbano donde la arquitectura se somete al exigente filtro de la ideología y la memoria. Así ocurre en el Museo Judío del norteamericano de origen polaco Daniel Libeskind, un conjunto de volúmenes fracturados e inestables que se añade a un edificio barroco; en el nuevo Reichstag del británico Norman Foster, una restauración crítica que transforma el carácter de una sede mítica; y en el Memorial del Holocausto del neoyorquino Peter Eisenman, una extensión alabeada de estelas de hormigón que convierte el monumento en un paisaje urbano.

La forma zigzagueante del Museo Judío aludía a los dramáticos cambios de dirección de la historia alemana y a la trágica interrupción de la presencia judía en la ciudad, pero tuvo también una singular importancia arquitectónica. Berlín había sido con la IBA de 1985 —una exposición cuyos objetos eran edificios realizados a escala 1:1 en distintos barrios de la ciudad— el principal escenario del movimiento posmoderno, que preconizaba el retorno hacia las arquitecturas clasicistas por oposición a las abstracciones de la modernidad; con el proyecto de Libeskind, que se hizo público por las fechas de la caída del Muro, Berlín construiría un icono de la deconstrucción, una tendencia rival —lanzada con una exposición en el MoMA de Nueva York durante el verano de 1988— que defendía arquitecturas fracturadas y catastróficas como expresión de un mundo convulso.

Para convulsiones, desde luego, las provocadas por las dos guerras mundiales que tuvieron en Berlín su epicentro, y que dejaron en la ciudad las ruinas del antiguo parlamento como testigo mudo del colapso de la democracia y del wagneriano derrumbamiento del expansionismo germano. Cuando, tras la capitulación de Gorbachov frente a Reagan y Thatcher, el final de la Guerra Fría permitió la reunificación alemana y el retorno de la capitalidad a Berlín, Foster rehabilitó el viejo Reichstag como nuevo Parlamento de una nación decidida a impedir el regreso de los fantasmas de un pasado ominoso: para ello, coronó la mole guillermina con una cúpula de vidrio animada por rampas helicoidales que sirve como mirador urbano y sitúa simbólicamente a la ciudadanía por encima de sus representantes políticos, supervisando su asamblea para impedir nuevos descarrilamientos históricos.

Próximo a este Reichstag regenerado —que incluso el artista Christo exorcizó cubriéndolo con lonas antes de comenzar las obras— Eisenman construyó un colosal y lírico memorial del exterminio judío con una malla de prismas de hormigón que es a la vez paisaje ondulante de campos de cultivo y laberinto de desasosiego entre tumbas exactas. Concebido en sus inicios con el escultor Richard Serra, el monumento conmemorativo —tan diferente en su áspera abstracción de la mayor parte de los museos del Holocausto que han florecido en tiempos recientes— es un gesto penitencial en el corazón del horror, y al mismo tiempo un eficaz ejemplo de la capacidad de la arquitectura para expresar ideas a través de las formas.

Rotterdam o Basilea: nuevos paisajes y viejas ciudades en una Europa indecisa

Tras el agotamiento del estilo posmoderno —que sí tuvo a Berlín de escenario coral y se promovió intelectualmente desde Milán y Nueva York— el debate de la arquitectura no se desplazó al París de los grandes proyectos presidenciales de Mitterrand, con su combinación de monumentalidad geométrica y el glamour de las celebridades, ni al Londres de Blair, que festejó el milenio con una tercera vía arquitectónica, tecnológica y cool. Fue a recaer en dos ciudades europeas de tamaño intermedio, la holandesa Rotterdam y la suiza Basilea. En la primera, numerosos arquitectos jóvenes, inspirados por el talento abrasivo de Rem Koolhaas, y entre los cuales deben destacarse los agrupados bajo las siglas MVRDV, exacerbaron el lenguaje moderno con acentos de las utopías constructivistas rusas de los años veinte y lo extendieron al paisaje urbano; en la segunda, una nueva generación de suizos alemanes, donde enseguida destacó la energía creativa de Jacques Herzog y Pierre de Meuron —con el permanente contrapunto rural y esencialista de Peter Zumthor— crearon un reducto de excelencia constructiva, exigencia artística y sensibilidad hacia la herencia material de territorios ancestrales.

La hipermodernidad holandesa se alimentaba de la tabula rasa de una ciudad devastada por la guerra sobre el territorio artificial de un país de polders, pero también de la fascinación futurista de Koolhaas por la congestión metropolitana de una Nueva York que fue durante años su ciudad de adopción, objeto de estudio y laboratorio intelectual, esto último en las redomas del IAUS (Institute for Architecture and Urban Studies) dirigido por Peter Eisenman. Combinando la gramática formal de Le Corbusier con las audacias diagonales rusas y el pragmatismo americano, en los Países Bajos se gestó una escuela optimista y juguetona, que no dudó en coquetear con los quiebros y alabeos del deconstructivismo anglosajón —alimentado en no pequeña medida por la extrema ductilidad que ofrecen los nuevos sistemas de representación informática—, pero que halló su mejor manifestación en un artificioso paisajismo que penetra surrealmente en los edificios con la topografía del entorno, para crear una «sección libre» que da una vuelta de tuerca a la «planta libre» de las vanguardias históricas.

En contraste, los suizos alemanes desarrollaron un «grado cero» de la arquitectura, a través de prismas elementales exquisitamente construidos, profundamente arraigados en las tradiciones y el territorio del país alpino, pero influidos también por la enseñanza rigorista del Aldo Rossi que fue profesor de Herzog de Meuron en la ETH de Zúrich. Desafiantemente arcaicos, y al mismo tiempo estrechamente vinculados con la escena artística —inicialmente a través de Joseph Beuys, y después mediante múltiples colaboradores del mundo del arte—, los dos socios de Basilea se erigieron en líderes de su generación con una secuencia de cajas ornamentadas de gran refinamiento material y táctil, y con una serie de intervenciones en edificios industriales —muy singularmente su conversión de una central eléctrica en la nueva sede de la Tate Gallery londinense— que mostraron la vigencia de una arquitectura de la continuidad.

Ante una Europa próspera y políticamente fatigada, indecisa entre el mesianismo moderno de la construcción ex novo de la ciudad contemporánea y el vínculo —cultural y emocional— con su heterogéneo patrimonio urbano, holandeses y suizos suministraron modelos arquitectónicos y urbanísticos enfrentados, estableciéndose un fértil diálogo disciplinar entre Rotterdam y Basilea que con el tiempo llegaría a provocar una cauta convergencia entre las dos escuelas.

Bilbao y el Guggenheim: el espectáculo del museo como motor urbano

En 1997, la inauguración de la sede bilbaína del Museo Guggenheim —una ondulante acumulación escultórica de chapas de titanio diseñada por el californiano Frank Gehry— fue un acontecimiento mediático que alteró el curso de la arquitectura y los museos. Desde luego, la institución neoyorquina contaba ya con una sede original de gran singularidad y belleza arquitectónica —la famosa rampa helicoidal levantada por Frank Lloyd Wright en la Quinta Avenida—, y su emblemático edificio junto a la ría de Bilbao había tenido precedentes icónicos tan significativos como la ópera de Sidney, donde el danés Jørn Utzon construyó unas velas de hormigón que se convirtieron en el símbolo de Australia, o —ya en el terreno de los museos— el Pompidou parisino, donde el italiano Renzo Piano y el británico Richard Rogers interpretaron con su futurismo alegre, colorista y tecnológico el espíritu contracultural de los jóvenes de las revueltas del 68.

El Guggenheim bilbaíno daba un paso más, porque subordinaba el arte por entero al espectáculo de la arquitectura, y hacía de ésta una escultura gigantesca, delicadamente mate en sus reflejos y alborotada en su tormentoso movimiento detenido. Éxito de crítica y de público, el museo atrajo numerosos visitantes a una áspera ciudad de industria obsoleta hasta entonces apartada de los circuitos artísticos o turísticos, se convirtió en un poderoso motor de regeneración urbana y mostró la capacidad de las infraestructuras culturales para contribuir al tránsito hacia una economía de servicios. Lo que en España se llamó «efecto Guggenheim» y fuera del país «efecto Bilbao» se extendió como un incendio en un secarral, y cada alcalde de una ciudad en decadencia procuró dotarse de un edificio emblemático que llamase la atención de turistas e inversores, mejorase la autoestima y sirviese de logo para un cambio de imagen.

Este uso de la arquitectura para la modernización identitaria y el rebranding urbano —que llegó a afectar a metrópolis de la dimensión y el carácter de Londres o Roma— acentuó la deriva disciplinar hacia la diferenciación escultórica, ya que cada nueva sede cultural o deportiva debía ser inconfundible y sorprendente: los museos desde luego, pero también las bibliotecas, los auditorios o los estadios tenían que reconciliar sus funciones propias con su papel simbólico, y aun edificios tan exigentes en su organización como las estaciones o los aeropuertos —en el propio Bilbao, las estaciones de metro las realizó Norman Foster, y el aeropuerto Santiago Calatrava— se pusieron al servicio de la identidad urbana, en una senda ya recorrida por las grandes corporaciones que promueven rascacielos singulares como imagen de marca en el perfil coral de la ciudad.

Guy Debord teorizó «la sociedad del espectáculo» en 1967, pero cuatro décadas después sus intuiciones siguen plenamente vigentes. La absorción de la arquitectura por el mundo del espectáculo tiene un sabor agridulce: por un lado, otorga una mayor visibilidad a las obras, y hace a éstas objeto del debate social en los medios, como ha podido verse en realizaciones recientes de maestros tan exigentes y secretos como Álvaro Siza o Rafael Moneo; por otro, transforma a los arquitectos en celebridades del glamour y la moda, y si Gehry diseña joyas para Tiffany’s y Koolhaas o Herzog de Meuron proyectan las tiendas de Prada, la angloiraquí Zaha Hadid levanta para Chanel un pabellón alabeado y portátil, y todos ellos aparecen con frecuencia en la publicidad de consumo de lujo como representantes excelsos de la discriminación estética y la elegancia vanguardista.

Nueva York tras el 11-S: el futuro del rascacielos y el futuro del imperio

La cuarta etapa de nuestro viaje alrededor del mundo deja la Europa donde tantas expectativas había despertado el final de la Guerra Fría y el disfrute hedonista de los dividendos de la paz, y cruzando el Atlántico hace escala en Nueva York, teatro de un titánico atentado que produjo una trágica masacre y torció el rumbo de la historia contemporánea. El grupo suicida de jóvenes militantes islámicos dirigido por el arquitecto y urbanista Mohamed Atta derribó en Manhattan dos torres diseñadas por el americano de origen japonés Minoru Yamasaki que simbolizaban el poder financiero de la ciudad y el liderazgo global de Estados Unidos, provocando con su atroz acción una crisis geopolítica sin precedentes, y poniendo de paso en cuestión el futuro del rascacielos, el edificio que mejor representa los desafíos arquitectónicos del siglo xx.

En efecto, la destrucción de las Torres Gemelas redibujó en el planeta las fronteras del conflicto, y la rivalidad ya extinta entre capitalismo y comunismo fue reemplazada por el enfrentamiento entre Occidente y el fundamentalismo islámico; al mismo tiempo, el prestigio de la superpotencia dirigida erráticamente por George W. Bush sufrió un golpe devastador —agudizado por los errores de las posteriores «guerras contra el terror» en Afganistán e Irak—, su economía experimentó el lastre del gasto militar y el barroquismo financiero, y la metrópoli neoyorquina vio abrirse una herida que todavía no ha cicatrizado: el fiasco intelectual, estético y administrativo de los concursos de arquitectura convocados para regenerar el vacío ominoso de la Zona Cero es uno más de los signos de una pérdida de pulso que hace temer una decadencia anunciada.

Sin embargo, el pronosticado ocaso del rascacielos—que a su complejidad y a su coste añadía ahora una extrema vulnerabilidad— ha estado muy lejos de producirse, y las torres han seguido levantándose por doquier. Con una seguridad revisada, y los inevitables incrementos en sus presupuestos, los grandes protagonistas públicos y privados del poder han continuado construyendo rascacielos para manifestar su pujanza mediante la altura: aunque muchas corporaciones han vuelto los ojos hacia los parques de oficinas, y aunque más allá de los 200 metros las torres apenas tiene justificación económica, la pugna por los récords planetarios o regionales sigue alimentando la competencia entre ciudades o países, obteniendo la atención de los medios y suscitando la curiosidad de las gentes.

La propia Nueva York que sufrió el golpe devastador del 11 de septiembre no renuncia a seguir siendo conocida como «la ciudad de los rascacielos», y persevera en la construcción y el proyecto de nuevas torres, a menudo vinculadas con su persistente liderazgo cultural y artístico, como las sedes de los grupos periodísticos Hearst y New York Times (diseñadas, respectivamente, por Norman Foster y Renzo Piano), el pequeño apilamiento del New Museum (obra de los japoneses Sejima y Nishizawa) o el rascacielos residencial proyectado por el francés Jean Nouvel junto al MoMA: un sector este —el de las viviendas de lujo firmadas por grandes arquitectos— que si ha prosperado en Manhattan ha dado lugar en Chicago, cuna del rascacielos y ciudad que en su mitología arquitectónica une a Sullivan y Wright con Mies van der Rohe, a un espectacular proyecto en altura de Santiago Calatrava, el mismo arquitecto español que está construyendo, con su catedralicia estación de metro, la única obra relevante de la atribulada Zona Cero neoyorquina.

Las Vegas como paradigma: el urbanismo del ocio y la tematización del mundo

América alumbró los rascacielos, que llevan la densidad urbana a su extremo más hiperbólico; pero también dio carta de naturaleza al urbanismo más disperso, que con ayuda del automóvil extiende la ciudad sobre el territorio como una delgada alfombra de casas y jardines. Tal suburbanización unánime, que malgasta el espacio y el tiempo despilfarrando materiales, agua, energía y terreno —amén de infraestructuras de transporte—, y que se ha exportado con gran éxito al resto del mundo, relega el dominio colectivo a grandes aglomeraciones comerciales que a menudo se presentan con el ropaje de la urbanidad tradicional, interpretada figurativamente con los mismos recursos escenográficos —admirados por la retina pop de Warhol en el terreno del arte, y por la de Venturi y Scott-Brown en el campo de la arquitectura— que los parques de atracciones de Disney o los casinos temáticos de Las Vegas.

Esta ciudad de Nevada, que es también la que experimenta el crecimiento más rápido de Estados Unidos, sirve bien de paradigma de la urbanización posmoderna, cuyas tendencias exacerba hasta el paroxismo, y suministra una eficaz metáfora del auge contemporáneo del «capitalismo de casino», tan brillante, ruidoso y masivo como las salas de juego que extienden sin solución de continuidad los vestíbulos de los interminables hoteles al servicio del espejismo del ocio en esta urbe de neón. La tematización egipcia o veneciana de los locales de Las Vegas —como los pueblos del Lejano Oeste o los castillos de Blancanieves en las innumerables disneylandias dispersas por el mundo— rebota como un eco testarudo en cada mall de América y del mundo, y el urbanismo de consumo remeda con torpeza las trazas de una urbanidad desvanecida.

La centralidad del comercio en estas nuevas formas de ocupar el territorio —admirablemente analizada por Koolhaas en su descripción del junkspace, el «espacio basura» contemporáneo— resulta indiscutida, y la morfología del centro comercial —grandes superficies de venta y food courts incluidas— se infiltra en las restantes infraestructuras de transporte, ocio, deporte, cultura, salud o trabajo que articulan con sus nódulos de actividad la extensión indiscriminada de la construcción residencial: los aeropuertos y las estaciones, los parques de atracciones, los estadios, los museos y aun los hospitales o los campus de enseñanza, investigación y negocios sufren la penetración invasiva del mall, que con sus comercios y restaurantes complementa y a la larga protagoniza los ámbitos de relación y encuentro en la suburbanización temática del mundo.

Incluso las ciudades compactas de la tradición europea, ampliadas con periferias anónimas e indistintas de baja densidad, reformulan sus centros históricos como espacios de ocio y turismo, amplios centros comerciales sin techo en los que se combinan las boutiques, tiendas de moda, bares y terrazas con el ocasional palacio, iglesia o museo. Así, ciudades como la Barcelona de Bohigas y Miralles, que se propuso en el escaparate de los Juegos Olímpicos de 1992 como un ejemplar modelo de transformación urbana, atento tanto a «higienizar el casco» como a «monumentalizar la periferia», encuentra que la deriva contemporánea ha creado un ámbito ciudadano al servicio de los visitantes ocasionales, muy alejado de los fundamentos modernos, vanguardistas y aun utópicos del proyecto inicial.

Tokio en dibujos animados: tradición y modernidad en la densidad japonesa

El ecuador de nuestro viaje es más bien el meridiano que señala el cambio de fecha. Al otro lado del océano Pacífico, la sexta escala del periplo tiene lugar en Tokio, una metrópoli formalmente desmemoriada donde la pervivencia de los hábitos tradicionales coexiste con un paisaje urbano futurista, abigarrado de signos y con la animación espasmódica de los dibujos animados. A principios del siglo pasado, la fascinación por un «japonesismo» exótico coloreó el lenguaje de las vanguardias artísticas, mientras la modernidad arquitectónica importó del «imperio del sol» la racionalidad extrema de la construcción en madera, la ligereza modular de las casas divididas con tatamis y papel de arroz, y el laconismo depurado y ceremonioso de los objetos: desde Frank Lloyd Wright y sus discípulos vieneses en California, hasta el viaje de ida y vuelta del berlinés Bruno Taut o el descubrimiento del Lejano Oriente por parte de Alvar Aalto y sus colegas del organicismo escandinavo, Japón y modernidad han sido sinónimos arquitectónicos.

Hoy, sin embargo, la hiperurbanidad japonesa suministra un modelo muy alejado del ensimismamiento en penumbra de la casa intemporal. Si volviese a escribirlo, el Elogio de la sombra de Tanizaki —que tanto ha alimentado la sensibilidad zen del minimalismo occidental— sería en nuestros tiempos un «elogio del neón», exponente emblemático de una cultura pop, juvenil y ultracomercial, tan estrepitosa como la de Las Vegas, aunque adornada aquí del infantilismo de los manga y el autismo cibernético de los otaku, y al cabo entregada a la veneración de las marcas de lujo, que jalonan el paisaje de la ciudad con sus sedes exquisitas y herméticas.

Más allá de los jardines inmaculados o los museos de geometría exacta —como tantos de los que ha ejecutado en hormigón y vidrio Tadao Ando, reuniendo felizmente los lenguajes formales de Le Corbusier y Louis Kahn—, son las tiendas de moda el mejor escaparate de la temperatura social del Japón actual. Realizadas en ocasiones por arquitectos extranjeros —como el extraordinario cristal facetado diseñado para Prada por Herzog de Meuron, o el lírico prisma translúcido levantado para Hermés por Renzo Piano— pero con frecuencia exponentes de la más refinada arquitectura local —de la superposición azarosa de Sejima y Nishizawa para Dior a las celosías arborescentes de Toyo Ito para Tod’s— las sedes de las firmas de lujo en Omotesando o en Ginza, los dos barrios de Tokio donde se concentra el mundo de la moda, son testimonio de una exacerbación hiperbólica del consumo suntuario que desborda ampliamente sus fuentes originales en Europa o América.

Frente a esa ostentación inocente palidecen las grandes infraestructuras del transporte en el resto del país —que tienen sin embargo ejemplos tan destacados como el colosal aeropuerto de Osaka, construido por Piano sobre una isla artificial, o la delicada terminal marítima de Yokohama, realizada por Zaera y Moussavi con plataformas alabeadas de madera— o las más singulares obras culturales —entre las cuales la mediateca de Sendai, sostenida por Ito con haces enredados de pilares metálicos, o el museo de Kanazawa, delimitado por Sejima y Nishizawa con un evanescente perímetro circular—, todas las cuales se inscriben en un dominio público fluido y liviano, reflectante y carenado, tan límpido como frígido, y en cualquier caso carente de la magia magnética y centrípeta de esos reductos privados y exclusivos del lujo más sofisticado y más vacío en el corazón de ese «imperio de los signos» que es la ciudad de Tokio.

Pekín olímpico: los iconos del protagonismo chino en el auge asiático

Frente al Tokio de la moda, el Pekín del espectáculo. La inauguración y el desarrollo de los Juegos Olímpicos durante el verano de 2008 permitieron a China enorgullecerse de sus logros económicos y sociales, presentando al mundo un formidable ejemplo de su capacidad organizativa con un evento donde la arquitectura fue algo más que un mero escenario mudo de las ceremonias y las competiciones. Desde la nueva terminal del aeropuerto por el que llegaron atletas, espectadores o periodistas, hasta la sede de la televisión que transmitió los Juegos, pasando por los propios recintos deportivos, encabezados por el estadio y las piscinas, las grandes obras realizadas para el acontecimiento —pese a estar diseñadas casi todas por arquitectos extranjeros— evidenciaron la ambición de excelencia de China, y dieron a la vez testimonio del camino recorrido por el «imperio del centro» durante los treinta años transcurridos desde la mutación política de 1978, cuando el maoísmo caótico de la Revolución Cultural fue reemplazado por el capitalismo de partido único impulsado por Deng Xiaoping.

La nueva terminal, que es además el edificio más grande del planeta, fue realizada por Norman Foster —autor igualmente del aeropuerto de Hong Kong, lo mismo que el de Osaka sobre una isla artificial— con el característico refinamiento tecnológico de la oficina británica, que supo interpretar las columnas rojas o las cubiertas flotantes de la construcción tradicional con el acero y el vidrio de la alta ingeniería, para crear un recinto interminable y luminoso que protege a los pasajeros de los aviones bajo un techo tan liviano como un dragón de fiesta o un cometa de papel. La instalación se inauguró un año antes de los Juegos, lo mismo que otra gran obra promovida para el evento, el Teatro Nacional levantado por el francés Paul Andreu —curiosamente también arquitecto de aeropuertos— junto a Tiananmen, en forma de una gigantesca cúpula de titanio que emerge sobre el agua quieta de un vasto estanque.

La competición deportiva tuvo un protagonista líquido en las piscinas contenidas en el que muy pronto se conoció como «el cubo de agua», un gran prisma de fachada burbujeante realizada con almohadas translúcidas de un plástico llamado ETFE (etiltetrafluoretileno) por el equipo de Australia PTW; y, sobre todo, disfrutó del formidable escenario del Estadio Olímpico, una titánica madeja de acero imaginada por los suizos Herzog de Meuron con la ayuda del artista chino Ai Weiwei, también distinguida por el público con un apodo cariñoso, «el nido de pájaro», y cuya extraordinaria singularidad formal lo ha hecho icono de los Juegos y símbolo de la pujanza china, que llegó al paroxismo con las espectaculares ceremonias de apertura y clausura, realzadas tanto por la coreografía y la pirotecnia como por la imagen espectral y emocionante del nido nocturno.

Inevitablemente, la sede de la televisión –dos torres enlazadas por sus cabezas para conformar el marco doblado de una colosal puerta urbana, diseñadas por el holandés Rem Koolhaas– fue un edificio más polémico, y no tanto porque no llegase a terminarse a tiempo para los Juegos como porque el carácter estatal de la información es uno de los rasgos más polémicos del país, que combina el éxito económico con un dirigismo social más estricto que en Occidente.

Astana en las estepas: una nueva capital en el territorio del Gran Juego

La octava escala es sin duda la más exótica, porque las estepas del Asia central evocan menos los logros arquitectónicos que la música de Borodin o la literatura de Kipling sobre el Gran Juego geoestratégico de los imperios euroasiáticos. Tierras de tránsito y nomadeo, hasta hace bien poco muchos citarían la yurta —una tienda circular de exquisita depuración constructiva— como la aportación más original de estas estepas a la historia de la habitación humana. Con la disolución de la Unión Soviética, sin embargo, en la escena internacional apareció un nuevo actor, la república de Kazajistán, dotada de petróleo y de un presidente carismático decidido a dejar huella arquitectónica con una nueva capital: la existente Almaty —la mítica Alma Ata— sería reemplazada por Astana, una ciudad creada ex novo sobre la ruta del ferrocarril transiberiano, y muchos de los arquitectos más importantes del mundo serían convocados a su construcción.

En la tradición de la Chandigarh del Pandit Nehru o la Brasilia de Juscelino Kubitschek (desarrolladas, respectivamente, por Le Corbusier y por Lucio Costa y Oscar Niemeyer), la Astana del presidente kazajo Nursultán Nazarbayev ha sido trazada por el japonés Kisho Kurokawa, y tiene al británico Norman Foster como autor de sus edificios más significativos. Así, Kazajistán no se reconoce sólo como el país del personaje interpretado por el actor británico Sacha Baron Cohen —el polémico Borat— y Astana no se asocia únicamente a un equipo ciclista: el país y su nueva capital han ingresado con audacia insólita en el relato de la arquitectura contemporánea.

Desde luego, Foster no es el único occidental con encargos importantes en Kazajistán. Pese al traslado administrativo de la capitalidad, las rentas del petróleo siguen promoviendo un singular boom constructivo en la vieja Almaty, donde muchas oficinas norteamericanas y europeas —incluyendo la OMA de Rem Koolhaas, que levanta en las afueras de la ciudad un gran campus tecnológico— expresan en el territorio el vigor económico del país. En Astana, sin embargo, la firma londinense es la protagonista absoluta de la arquitectura emblemática, con una colosal pirámide ya terminada y con una enorme carpa transparente que será el techo de la ciudad cuando se remate.

La pirámide, denominada Palacio de la Paz y la Reconciliación —pero inevitablemente conocida entre el público y los medios como «pirámide de la paz»— es la sede de unos congresos interconfesionales periódicos, y procura conciliar las diferentes razas, culturas y religiones del país a través de su geometría arcaica y exacta, coronada con un vértice translúcido de inocentes vidrieras con palomas. La carpa, que aloja 100.000 metros cuadrados de espacio de ocio bajo una superficie de ETFE sostenida por mástiles y cables, duplica sobradamente la altura de la pirámide, y constituye casi su reverso simbólico, estableciéndose un inesperado diálogo entre las aristas de acero del templo ideológico y los alabeos de plástico de la titánica tienda al servicio del espectáculo y el consumo, reuniendo así las viejas identidades tribales y religiosas con la nueva pertenencia a una tribu global que sólo venera la prosperidad y el entretenimiento.

Dubai y el Golfo: las ciudades del petróleo y el desafío de la sostenibilidad

Nuestra siguiente escala nos lleva a otro boom inmobiliario impulsado por el petróleo, pero en este caso de tal dimensión y rapidez que teóricos de la ciudad contemporánea como Rem Koolhaas no han dudado en calificarlo de «una nueva urbanidad», una forma hasta ahora inédita de producir tejido urbano. Lindantes con la ciencia-ficción, las construcciones de los emiratos del Golfo Pérsico —inicialmente alimentadas por la explotación de los pozos, pero cada vez más vinculadas a los flujos financieros y turísticos— se extienden desde un paisaje surreal de rascacielos que surgen de la arena del desierto hasta un rosario de islas artificiales en forma de continentes o palmeras, e incluyen un sinnúmero de infraestructuras educativas y culturales que alojan franquicias de los principales museos y universidades de Estados Unidos y Europa.

Dubai fue en muchos sentidos pionero, porque al poseer reservas de petróleo muy inferiores a las de otros emiratos se redefinió pronto como un centro financiero regional que pudiera reemplazar en Oriente Medio a un Beirut devastado por la guerra y los conflictos políticos, y como un destino turístico de lujo para los nuevos millonarios de Rusia y Europa. Levantado con la expertise de los project managers anglosajones y con el esfuerzo de un ejército de trabajadores inmigrantes de India, Paquistán y el sureste asiático sin apenas derechos laborales o civiles, este bosque de rascacielos con una orla de islas temáticas tiene a gala haber culminado, con el Burj al Arab de la firma británica Atkins, el hotel más lujoso del mundo, y con el Burj Dubai de la norteamericana SOM, el edificio más alto del planeta: son récords económicos y técnicos, y sin duda también valiosos indicadores sociales, pero por desgracia dicen poco de la calidad de la arquitectura, donde la acumulación de firmas importantes no ha dejado aún obras magistrales.

Diferente es la estrategia de Qatar, que aspira a convertirse en un centro intelectual a través de una ambiciosa ciudad de la educación diseñada por arquitectos globales como el japonés Arata Isozaki, el mexicano Ricardo Legorreta, el norteamericano de origen argentino César Pelli y los holandeses de OMA, y diferentes son también los objetivos políticos y urbanos de otros dos emiratos: Ras al Khaimah, que intenta promover el turismo sostenible en un enclave de especial belleza natural; y Abu Dhabi, la capital de los Emiratos Árabes Unidos, que ha puesto en marcha un espectacular distrito cultural con sucursales del Guggenheim y el Louvre.

Los proyectos más visionarios de Ras al Khaimah —entre los cuales están un onírico centro turístico en lo alto de las montañas y una ciudad ecológica en la costa, con un emblemático centro de convenciones esférico— son todos del mismo Koolhaas que ha teorizado la explosión urbana del Golfo. En Abu Dhabi, por el contrario, la participación de grandes figuras es más coral, y si Frank Gehry, Jean Nouvel, Zaha Hadid o Tadao Ando se reparten los museos y el teatro del distrito cultural, la poderosa oficina del ubicuo Norman Foster lleva a cabo desde una ejemplar ciudad sostenible (carbón neutral) con transporte colectivo y autosuficiencia energética hasta una lírica interpretación del bazar tradicional en el nuevo Mercado Central de la ciudad. De forma inesperada, en el lugar del mundo de mayores reservas energéticas no se promueve sólo la ostentación y el consumo: como muestran las ecociudades de Koolhaas y Foster, la abundancia no excluye el ensayo de las formas futuras de la austeridad o la escasez.

De Moscú a San Petersburgo: las obras titánicas de la autocracia rusa

El viaje llega a su término muy cerca de donde se inició, en la misma Rusia que situaba en Berlín la frontera física y simbólica de la Guerra Fría, y que estimulada por el control del petróleo y el gas que necesita buena parte de Europa recupera el orgullo imperial de la autocracia zarista y la autoestima implacable del estalinismo soviético. En sintonía con los autoritarismos orientales de Pekín, Astana o Dubai, y disfrutando como esas ciudades del latido impulsivo de una brusca prosperidad, Moscú pone en marcha un turbión de megaproyectos que definen con la elocuencia de la arquitectura las ambiciones renovadas del coloso euroasiático: un boom constructivo que, si bien centrado inevitablemente en la capital del país, alcanza a muchas otras ciudades, y muy singularmente a la histórica San Petersburgo.

En las dos urbes tienen una presencia muy significativa los arquitectos británicos, pero en Moscú es obligado subrayar el protagonismo material y mediático del mismo Foster que ha diseñado el aeropuerto de Pekín, la «pirámide de la paz» en Astana o la ciudad sostenible de Abu Dhabi: tanto con la Torre Rusia, cuyos 612 metros la convertirán en el rascacielos más alto de Europa, como con la Crystal Island al borde del río Moscova, una auténtica ciudad bajo una descomunal cubierta helicoidal que, además de mejorar su comportamiento climático, hará del conjunto la construcción más grande del planeta —superando a su propia Terminal 3 de Pekín, que por ahora detenta el récord— Foster representa adecuadamente el regenerado vigor del país, que no tolera ya ser tratado, como mostró en la crisis de Georgia, con el conmiserativo desdén que suscitó la descomposición de la Unión Soviética y el subsiguiente declive de la potencia rusa.

Mención aparte merece San Petersburgo, capital cultural y cuna de un Vladimir Putin que ha situado en ella la sede de Gazprom, el gigante energético ruso, para el que la oficina escocesa RMJM —tras un polémico concurso en el que se invitó a participar a las grandes estrellas del panorama internacional— va a levantar un colosal rascacielos que hará diminuta la catedral de Smolny al otro lado del Neva, manifestando con elocuencia el papel de los combustibles fósiles en el renacimiento de Rusia, que intimida a los gobernantes de Europa Oriental a través de los gaseoductos y que se permite el lujo de tener a un ex canciller de Alemania en la nómina de su empresa energética. Al finalizar nuestro trayecto, no sabemos ya si la Guerra Fría terminó de verdad hace dos décadas, pero sí estamos seguros de que la arquitectura continuará dando expresión a las ambiciones y a los conflictos, a los logros y a las decepciones de los países y de los regímenes, de las empresas y de los pueblos.

Cerrando un círculo más vicioso que virtuoso, es al cabo la oficina londinense cuya remodelación del Reichstag mantuvo los grafiti obscenos escritos en caracteres cirílicos por los soldados rusos que tomaron Berlín —no en vano la más frecuentemente mencionada en este itinerario, donde aparece en siete de sus diez capítulos, y sin duda también la más agresivamente global de todas ellas— la que hoy expresa el poder de Rusia, de China o de los Emiratos con arquitecturas emblemáticas. Se ha completado un ciclo histórico, y el final del mundo bipolar que permitió la reunificación de Alemania tras la caída del Muro en 1989 ha dado lugar —tras el breve intervalo de una única superpotencia que ha fracasado en la gobernanza global— a un escenario multipolar que la arquitectura subraya con la proliferación de sus núcleos de condensación.

Un epílogo provisional: ocaso o aurora de una disciplina en mutación

Es difícil evitar —en este viaje siempre hacia el ocaso— un tono de melancolía en las conclusiones del relato, ya que el itinerario de la arquitectura durante las últimas dos décadas ha transformado una disciplina artesanal y modesta, basada en los conocimientos técnicos, el pragmatismo funcional y la discriminación estética, en una actividad que linda con el estrépito de la publicidad, la avidez del consumo y el torbellino de la moda. La humildad, la perseverancia y el silencio que solían caracterizarla han sido sustituidos por el aplomo jactancioso, la inventiva caprichosa y una locuaz justificación de propuestas disparatadas que sólo se explican por el apetito inagotable de novedades en las pupilas y el paladar fatigados de una sociedad demasiado próspera.

Los grandes desafíos de una humanidad que ya es mayoritariamente urbana —del cambio climático o la construcción sostenible a la orquestación material de la vida colectiva en megápolis como México, São Paulo, Lagos o Calcuta— parecen serle ajenos a esta práctica ensimismada, extraordinariamente eficaz en la creación de obras emblemáticas o icónicas y dramáticamente incapaz de mejorar de forma significativa la habitabilidad y la belleza de la ciudad contemporánea. Están siendo, como tantas veces se ha dicho, buenos tiempos para la arquitectura (entendida restrictivamente como la construcción de edificios singulares) y malos tiempos para la ciudad, es decir, para ese ámbito que a todos pertenece y a todos representa.

Nunca en la historia reciente han sido los arquitectos tan celebrados, y quizá nunca tampoco han sido tan impotentes para conformar el entorno que habitamos. Hace sólo medio siglo, arquitectos anónimos —o conocidos sólo por sus colegas y los especialistas— trazaban en sus estudios planes urbanos y grandes proyectos de habitación colectiva que afectaban decisivamente a la vida cotidiana de la mayoría; hoy, arquitectos convertidos en estrellas mediáticas actúan de árbitros de la moda y dictadores del gusto, pero apenas tienen capacidad para intervenir en las grandes decisiones que modelan la ciudad y el territorio, determinadas casi exclusivamente por los vectores económicos y los flujos de movimiento que cristalizan en las infraestructuras del transporte.

La arquitectura, en todo caso, es una disciplina arcaica y tenaz, que si ha sufrido un proceso desconcertante de mutaciones para acomodarse a la sociedad del espectáculo, no por ello ha abandonado su núcleo esencial de inteligencia técnico-constructiva, orquestación de las cambiantes necesidades sociales y expresión simbólica de la naturaleza de los tiempos: las venerables firmitas, utilitas y venustas vitruvianas. Quizá por ello, el tono elegíaco de estas conclusiones podría ser equívoco, e incompatible con la testaruda confianza que demanda el ejercicio de esta profesión exigente, experta en reconciliar el pesimismo de la inteligencia con el optimismo de la voluntad. Al dar la vuelta al mundo en dirección poniente ganamos un día en el trayecto, y acaso esta luz incierta que tomamos por ocaso sea en realidad una aurora de este arte útil y del mundo.

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