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Dada la importancia histórica de las empresas como fuerzas políticas y sociales, cabría suponer que existe una abundante y exhaustiva actividad académica acerca de la manera en que los negocios están modelando internet hoy en día, poniendo en marcha sistemas y servicios y apoyando políticas para lo que se ha convertido en una infraestructura esencial. Pues bien, dicha suposición sería equivocada.

Con notables excepciones (entre ellas, Aspray y Cerruzi, 2008; Cortada, 2004-2008), los analistas académicos han dado prioridad al usuario individual de internet y hecho hincapié en sus enlaces de red y sus hábitos online. Casi 40 años después de que se concibiera el protocolo de internet, la estructura y la política de la red siguen siendo asuntos secundarios.

El periodismo subsana el problema de manera parcial. En la prensa profesional y financiera encontramos regularmente documentación sobre indicadores básicos, tales como el precio de las acciones, los beneficios trimestrales o los relevos en la dirección ejecutiva. Las incursiones del mercado en el campo de los proveedores de internet también reciben amplia cobertura. ¿Va a competir Facebook con Google por la publicidad en teléfonos móviles? ¿Cuándo va a lanzar Apple un televisor? ¿Sufrirá Microsoft el abandono de sus inversores?

Pero esto sigue siendo insuficiente para aclarar cuestiones básicas sobre la estructura y funcionamiento de internet, así como sobre su potencial en la formulación de políticas. ¿Cómo se ha afianzado internet como infraestructura empresarial? ¿Cómo han transformado las empresas la muy difundida función social de internet? ¿Cuáles son las características principales de coordinación y control propias de internet como institución? ¿Está ampliamente aceptado por la comunidad internacional este mecanismo de gobierno de internet? ¿Cuáles han sido las consecuencias macroeconómicas de la adopción por parte de las empresas de los sistemas y servicios de internet?

Estas son algunas de las preguntas para las que, en el mejor de los casos, solo tenemos respuestas incompletas. En este artículo no hago más que empezar a analizar algunas de ellas.

La mayor parte de la inversión en sistemas y servicios de internet es corporativa (Schiller 2002). Y lo mismo se puede decir del mercado de la informática y las comunicaciones, donde, según algunas estimaciones, la parte correspondiente al consumidor supone apenas un tercio de un mercado global que puede alcanzar los 4,5 billones de dólares (WITSA, 2010, 15, fig. 5). El predominio de las empresas en la inversión en internet les ha otorgado un papel importante y poco estudiado, tanto político como financiero, a la hora de determinar la historia del desarrollo de los sistemas de red: su alcance, su precio y el carácter de las opciones del servicio.

Durante las décadas de 1960 y 1970 los políticos estadounidenses autorizaron nuevos portadores especializados de comunicación de datos, a condición de que se les facilitara a ellos, y a sus clientes, acceso preferente a la infraestructura pública de telecomunicaciones (Schiller, 1982). Lo que acabaría llamándose «internet» empezó a tomar forma en aquel contexto político. Sin embargo, durante varias décadas desde su concepción en 1975, los sistemas de internet fueron un competidor más entre otros tantos operadores de comunicación de datos. La intercomunicación de redes presentaba importantes ventajas: estaba controlada por el Gobierno de Estados Unidos, por empresas y universidades contratistas del ejército, así como otras agencias estatales. Esto facilitó su expansión internacional como una red de investigación de apoyo para las alianzas militares de Estados Unidos, empezando por la OTAN.

A finales de la década de 1980, y sobre todo a partir del lanzamiento de la World Wide Web a principios de la de 1990, internet se convirtió en el canal predominante para la transferencia de datos. Las empresas hicieron gala de un apetito en apariencia insaciable de sistemas y servicios de internet (aunque muchas seguían haciendo uso también de otras redes que no formaban parte de internet). Conectarse a internet era relativamente fácil, y permitía a las compañías hacer funcionar lo que con frecuencia había consistido en múltiples redes incompatibles entre sí. La aparición de las intranets, escudos de software diseñados para evitar el acceso de usuarios no autorizados a sistemas privados, supuso un atractivo adicional. El uso de internet creció exponencialmente, convirtiéndolo en un canal con un protagonismo cada vez mayor en intercambios de empresa a empresa (B2B) y de empresa a cliente (B2C). A medida que se multiplicaban los puntos de acceso a red, desde la década de 1980 en que solo había ordenadores de sobremesa, pasando por los ordenadores portátiles de las décadas de 1900 y 2000 y hasta llegar a los smartphones y las tabletas de 2010, se ha disparado la oferta de servicios y aplicaciones. El futuro tráfico de datos por internet parece ilimitado y siguen proliferando los proyectos globales de modernización de la red, incluso después de 2008, con una economía en recesión.

Su utilización empresarial presenta un perfil irregular: los servicios financieros generan cuantiosos gastos, mientras que los de las industrias extractivas son relativamente más moderados. Sin embargo, la funcionalidad de internet ha seguido siendo absorbida por el tejido empresarial en su totalidad, en sectores como minería, servicios, banca, comercio, industria agrícola, fabricantes de bienes perecederos y no perecederos o medios de comunicación (USDOC, 2013: tabla 2a).

Todos los sectores han hecho un uso creciente de internet, hasta el punto de que las inversiones de las empresas estadounidenses en informática y comunicaciones han pasado a constituir el grueso de la inversión de capital corporativo en su conjunto.

Un breve esquema histórico de la innovación en la red en tres sectores empresariales bastará para subrayar los contradictorios patrones de asimilación.

Financiero

Los grandes bancos, pilares de la economía política capitalista, se han transformado durante las últimas décadas hasta constituir una industria concentrada y diversificada que tiene un alcance global con múltiples implicaciones. Los grandes bancos internacionales ofrecen diversos medios de pago y crédito, engrasan los engranajes de fusiones y adquisiciones de empresas, gestionan derivados especulativos para sus clientes a cambio de comisiones y por cuenta propia, y operan como subcontratistas de grandes empresas no financieras con una presencia cada vez mayor en la gestión de nóminas, impuestos, fondos de cobertura contra riesgos de tipo de cambio, financiación comercial y otras actividades similares (Nolan, 2012: 111-112).

La enorme inversión de la banca en tecnología informática tiene mucho que ver con todo esto, como explica James W. Cortada (2006: 37-112). En 1966, el sector financiero en su conjunto, aseguradoras e inmobiliarias incluidas, operaba alrededor del 17% del total de las instalaciones informáticas de la nación, menos de la mitad del total que entonces utilizaba la industria en Estados Unidos (Schiller 1982, 24 tabla 4). Los sistemas informáticos se introdujeron inicialmente para procesar la presencia creciente de controles de seguridad y para la coordinación y el seguimiento de ahorros y préstamos (Cortada, 2006: 60-73). Pero su alcance creció de un modo espectacular a medida que los circuitos de financiación se expandían y diversificaban y a medida que todas las capas de la sociedad iban endeudándose.

Tarjetas de crédito y débito, cajeros automáticos y sistemas electrónicos de transferencia de fondos, operaciones en bolsa, sistemas de pago en punto de venta empleados en cadenas comerciales, comercio electrónico y sistemas de pago por móvil han sido creados a partir de la infraestructura de red existente y a su vez han estimulado otra oleada de innovación en el entorno de las redes bancarias e interbancarias. Desde las décadas de 1970 y 1980 los grandes bancos han dedicado una porción cada vez mayor de sus gastos de explotación al proceso de datos y a las telecomunicaciones. Por su parte, los bancos más importantes son los responsables de una parte desproporcionada del gasto en tecnología de la información y la comunicación (TIC) de la industria. Estas inversiones crecieron en paralelo a la desregulación bancaria, lo que dio paso a intermediarios financieros muy poderosos y diversificados, que tenían el incentivo y también los medios para disparar la deuda del consumidor, de las empresas y del Gobierno.

En 2006 JP Morgan empleaba a 20.000 personas en tecnología de la información y destinaba a esta tecnología un presupuesto de 7.000 millones de dólares anuales. Sus últimas inversiones se han destinado «a la creación de sofisticadas plataformas comerciales para inversores institucionales y fondos de inversión», y «han contratado a [un] grupo de los más brillantes analistas financieros para que creen modelos algorítmicos que agilicen las transacciones» (Der Hovanesian, 2006). 1Sus competidores hicieron lo mismo. Con unos 50.000 millones de dólares, la inversión de las instituciones financieras de Estados Unidos, aseguradoras incluidas, en tecnología informática y de comunicaciones fue la segunda mayor de cualquier otro sector y en 2011 se situó cerca del 17% del total de la inversión corporativa en TIC en Estados Unidos (DOC, 2013: tabla 2a). Por los canales de internet circuló toda una gama de servicios cada vez más amplia en un contexto de arquitecturas de red financieras cada vez más complejas.

La influencia recíproca entre el mundo financiero y el desarrollo de la red resultó vital. Los bancos y otros prestadores no se limitaban a avalar con sus fondos proyectos de sistemas de red en el entorno ahora privatizado de las telecomunicaciones globales, sino que también asumieron un papel decisivo a la hora de determinar las funciones sociales que realizarían estos sistemas de red. Peter Nolan observa cómo, de un modo general, «la intensa presión de los bancos ha servido para estimular un cambio estructural y un progreso técnico de gran magnitud en la industria de la tecnología informática» (Nolan, 2012: 113). Una empresa llamada Hibernia nos proporciona un ejemplo sumamente ilustrativo. Hibernia anunció en otoño de 2010 su plan para tender un nuevo cable submarino transatlántico. Este anuncio resultaba a la vez audaz y enigmático: el mercado transatlántico había registrado una excesiva saturación entre 1998 y 2001, cuando se tendieron siete nuevos cables. La dura competencia por el precio del servicio que esto provocó, sumada a la burbuja de internet, llevó a la quiebra a varios operadores. También provocó caídas espectaculares en los precios de las redes supervivientes, hasta el punto de que en fecha tan tardía como 2010 los precios de la banda ancha seguían estando entre los más bajos del mundo. El de Hibernia era el primer proyecto de cableado en una década y con un mercado aparentemente aún adverso. ¿Cuál era su razonamiento?

Hibernia preveía que al utilizar una ruta física más directa a través del fondo del océano, su cable Project Express reduciría en cinco milisegundos lo que se denomina «latencia de la banda de retorno», es decir, el tiempo necesario para que un mensaje transite en un sentido y el otro, en este caso entre Nueva York y Londres. Una vez concluido, el cableado prometía ser la ruta más rápida disponible entre estas dos ciudades.

Para el usuario normal, este beneficio marginal no suponía ninguna diferencia. Sin embargo, para un grupo concreto presentaba una ventaja irresistible. Un analista nos lo explicaba: «Las financieras que operan en el comercio de alta velocidad son demonios al volante, afirman que solo con reducir en unos milisegundos la conectividad entre dos centros de comercio pueden ganar millones de dólares al año. Así que están dispuestos a pagar un poco más por la ruta más rápida» (TeleGeography 2010, citando al vicepresidente de investigación de TeleGeography, Tim Stronge).

Esto fue decisivo. En 2011 la negociación de alta frecuencia en fondos de inversión, las operaciones en divisas y los megabancos llegaban a copar el 70% del mercado de valores de Estados Unidos (Patterson, 2012: 8), y casi un tercio del de Europa (Lex Column, 2011: 14). El mercado ya no se movía solamente por estimaciones más o menos acertadas del potencial de ganancia de las diferentes compañías, sino también por la explotación de innovaciones en la infraestructura de red para situarse por delante de sus competidores. Goldman Sachs, Barclays, Credit Suisse y Morgan Stanley instituyeron para sus operaciones sistemas construidos a partir de algoritmos para captar beneficios mediante el seguimiento al microsegundo de los movimientos de precios de la bolsa. «Exploran las diferentes transacciones intentando anticipar en qué dirección es más probable que se muevan determinadas acciones en la siguiente fracción de segundo a partir de las condiciones actuales del mercado y del análisis estadístico de resultados anteriores» (Kroft, 2010). Luego emiten órdenes de compra y venta de sus acciones. Refiriéndose a estas redes de alta velocidad, en su mayor parte desreguladas, un analista comenta: «la ubicación es crítica, los servidores se sitúan lo más cerca posible de los de la bolsa» (Lex Column, 2011: 14; Grant y Demos, 2011: 21). Hibernia planeaba cambiar la ruta del cableado en beneficio de un grupo reducido de clientes selectos. 2 Enlaces ultrarrápidos similares se están construyendo en otros lugares, como el que une Nueva York y el gran centro bursátil de Chicago (Miller, 2011).

Dichos proyectos acarreaban colosales inversiones financieras en tecnología de red. Aunque estas inversiones no provocaron directamente la crisis de 2008, sí que sirvieron para propagar el pánico a través de innumerables y opacos canales de muy largo alcance. La asimilación de las redes por parte de la industria, que pasamos a analizar a continuación, abrió otros senderos hacia esta misma crisis.

Industrial

Se sigue pensando en la industria como una etapa del desarrollo económico que, a su vez, dio paso, a finales del siglo XX, a la nueva era de la información y las comunicaciones. Dicha suposición contiene, al menos, dos errores. En primer lugar, considera las economías nacionales particulares, concretamente la de Estados Unidos, fuera del contexto real de relaciones político-económicas transnacionales en que se hallan inmersas. En segundo lugar, no interpreta correctamente la historia de la innovación en la red.

De hecho los grandes grupos industriales ocupan un lugar destacado en el desarrollo de las redes informáticas. Como escribe James W. Cortada (2004: 120), «en general, la industria fue pionera en el uso de ordenadores, invirtiendo en esta tecnología casi la mitad que todos los demás sectores económicos de Estados Unidos juntos durante la década de 1950 y casi una cuarta parte en las dos décadas siguientes». Control numérico, diseño y producción asistidos por ordenador, robótica y redes de datos accesibles en toda una fábrica fueron materializaciones de esta iniciativa. Los fabricantes de equipos de transporte, de automóviles, de camiones y la industria aeroespacial fueron innovadores de especial relevancia (Cortada, 2004: 99-113, 120-121). Como en otros sectores, por lo tanto, la red siguió una trayectoria evolutiva. Desde su desarrollo, internet fue asimilado por una industria que ya hacía un uso intensivo de las redes. En 2011 la inversión de la industria estadounidense en equipos informáticos y de comunicaciones fue la tercera de todos los sectores: 34.700 millones de dólares, aproximadamente el 12% del total (DOC, 2013: tabla 2a).

Las aplicaciones industriales de las redes se han agrupado alrededor de dos ejes paralelos. Uno de ellos corresponde a la reorganización de los procesos de trabajo de los que dependen no solo la fabricación y el montaje, sino también el diseño, la ingeniería y la gestión. Sobre este eje, el papel de las redes digitales consiste en facilitar la automatización de una sucesión continua de tareas y extender el alcance de la comunicación colaborativa en la producción a todos los puestos de trabajo. El otro eje abre el camino a la dispersión de las plantas de producción. Los enlaces de red están entre las tecnologías permisivas permissive technologies, tal como las denominaron Bluestone y Harrison (1982) hace 30 años, que dispararon la inversión extranjera directa en industrias de Estados Unidos y de Europa a finales del siglo XX.

Bajo distintos nombres, zonas francas de exportación caracterizadas por sus bajos salarios, escasas restricciones medioambientales y legislación laxa en cuanto a seguridad en el trabajo se convirtieron en lugares en repentina expansión (para un estudio anterior, ver Shaiken, 1990). Con frecuencia, estos movimientos de capital apenas aportaron nada al bienestar de las economías de los países donde se producían. Dichos movimientos de capital, además, hacían estragos en las comunidades trabajadoras del país de donde la industria era originaria. Así, mientras en 1998 General Motors cerraba las plantas de alto coste salarial en su mercado original de Estados Unidos, abría fábricas de automóviles en China. General Motors, que en 2010 ya vendía más coches en China que en Estados Unidos (Meiners, 2010), inauguró en el país asiático dos nuevas plantas en 2012, y en 2013 anunció una nueva inversión multimillonaria con sus socios chinos en la joint venture para inaugurar cuatro plantas más en China. Según las previsiones de General Motors, parte de este incremento en la producción podría terminar destinado a la exportación a Estados Unidos (Woodall, 2013).

Estos dos conjuntos de cambios remodelaron radicalmente los sistemas de producción industrial. El modelo de pensamiento de país de origen (y las estadísticas que lo sustentaban) ha desaparecido. Complejos productos de consumo, desde automóviles a smartphones, son hoy en día el resultado de unos sistemas de producción coordinados y dirigidos a un mercado mundial, agrupan proveedores y subproveedores en múltiples países. El iPhone ha sido emblemático en este y otros sentidos, como quedó demostrado en un informe ampliamente divulgado del Asian Development Bank (Xing y Detert, 2011). Los inventarios «justo a tiempo» y las fábricas colocalizadas, formas características de la industria contemporánea, dependen enormemente de avanzadas redes digitales. Esto resulta evidente cuando una catástrofe natural o producida por el hombre, como un terremoto, una inundación o un accidente nuclear, interrumpe la secuencia ordinaria de acontecimientos.

Debemos ser precavidos a la hora de decidir si la asimilación de las redes por parte de la industria ha sido una buena idea. General Motors ha invertido sumas monumentales, miles de millones de dólares, en tecnología de la información y la comunicación desde la década de 1970; incluso se planteó por un tiempo una mayor integración y convertirse en proveedor de servicios de proceso de datos, a través de las adquisiciones de EDS y Hughes Aircraft. Esto no impidió que en 2009 se declarara en bancarrota y tuviera que recibir ayudas del Gobierno. Las redes sirvieron a General Motors, al igual que a otros importantes fabricantes, para reorganizar la producción. Sin embargo, esta inversión en redes paradójicamente dio lugar a dos tendencias desestabilizadoras. Por un lado, se acentuó la sobreproducción, saturando el mercado mundial del automóvil, a medida que la producción operada por red creaba en un problema de excedente crónico. Por otro lado, lo que David Harvey (2012) llama «represión salarial» hizo caer el nivel de vida de las clases trabajadoras en Estados Unidos y Europa Occidental, afectando negativamente a la demanda, lo que dio lugar a las actuales condiciones de recesión económica.

Comunicaciones e información

La industria de la información es responsable de la mayor parte de la inversión en tecnologías de la información y la comunicación de todo Estados Unidos, con 80.000 millones de dólares en 2011, es decir el 28% de la inversión total. Una vez más, internet es el eje central de un proceso de recomposición de mercado de amplio alcance.

Los proveedores transnacionales de servicios de internet se han consolidado en tres segmentos primordiales. Los gigantes de la red, como Telefónica, Verizon, Deutsche Telekom, China Mobile y América Móvil, conforman uno de ellos. Comcast, Time-Warner, Disney y otros conglomerados multimedia que poseen un gran patrimonio de programas y decenas de miles de copyrights encabezan el segundo segmento. El tercero se compone de un puñado de grandes y dinámicos intermediarios de internet, como Google, Apple o Alibaba (McChesney, 2013).

Las relaciones dentro de los tres segmentos y entre ellos han sido fluctuantes. Mientras escribía este artículo, la proliferación de servicios OTT over-the-top para comunicaciones por voz, vídeo y otros medios estaba permitiendo que los grandes intermediarios de internet irrumpieran en la oferta de medios convencionales, trastocando así canales de distribución aparentemente inamovibles. Apple, Intel, Netflix y Google, esta última con mucho la mayor compañía de vídeo por internet tras la adquisición de YouTube, empezaron a introducir canales de vídeo OTT (Stelter, 2013a, B1, B6; 2013b, B1, B6). Sin embargo, al igual que los distribuidores por cable, satélite y radio, los distribuidores de contenidos online cayeron en la cuenta de que necesitaban contenidos con producción profesional, de modo que tuvieron que llegar a acuerdos con los siete conglomerados de medios que aún controlan alrededor del 95% de las horas de audiencia televisiva de Estados Unidos (GOA, 2013: 6-7).

Las aplicaciones de voz para internet tuvieron consecuencias todavía más disruptivas. El tráfico transfronterizo accesible a través de Skype (adquirida por Microsoft en 2011) creció 45.000 millones de minutos en 2010, 47.000 millones en 2011 y 51.000 millones en 2012. Esto supone más del doble del volumen combinado de todas las compañías telefónicas del mundo en ese mismo intervalo (TeleGeography, 2011, 2012, 2013a). En solo cinco años, Skype se convirtió en el primer proveedor del mundo de comunicaciones de voz transfronterizas, con más de un tercio de todo el tráfico telefónico internacional (TeleGeography, 2013a). Esto provocó el desplome del mercado de telefonía convencional, hizo peligrar enormes inversiones en infraestructuras e impulsó a los operadores de red a buscar las maneras de integrarse con estas y otras aplicaciones de internet o a cobrar más por el servicio.

Sin embargo, la recomposición de las comunicaciones en torno a la tecnología de internet ha hecho algo más que alterar los mercados existentes. El continuo dinamismo de los sistemas, servicios y aplicaciones de internet ha llevado a los intermediarios más destacados a tratar de coordinarse para que la transformación no suceda de golpe, sino después de una progresiva transición con un carácter y unos límites en gran medida aún por definir. En estrecha relación con los usuarios de empresas y organizaciones, además de con los clientes, estos proveedores han propuesto tres programas de desarrollo interrelacionados.

El primero de ellos es el cloud computing, la distribución de contenidos y de software como un servicio prestado desde centros de datos centralizados. Con antecedentes en los planes de comunicación entre redes de la década de 1960, el cloud computing es un modelo de distribución de datos, aplicaciones de softwarey servicios de trabajo automatizado a usuarios de todo el mundo. Gran parte de esta innovación se está produciendo en el seno de las principales empresas, que han adoptado servicios privados de nube con el objeto de ser más eficientes. Una segunda iniciativa gira alrededor de lo que se denomina «Internet de las cosas», consistente en conjuntos de sensores instalados en carreteras, plantas, equipos industriales y bienes de consumo. Cada una de estas instalaciones recibe una dirección única de internet que hace posible la comunicación «de máquina a máquina» (se prevé que en unos pocos años el número de dispositivos conectados a internet supere al de usuarios humanos en una relación de 10 a 1 [Cortada, 2011: 10]). Se ha mantenido el vertiginoso crecimiento del mercado de smartphones y otros dispositivos informáticos manuales, al tiempo que se abren nuevas perspectivas de mercado con las prendas inteligentes o dipositivos «ponibles», como pulseras, gafas y relojes (Nuttall, 2013: 7).

El volumen de datos generados como consecuencia del uso de estos distintos tipos de interacción máquina/máquina y ser humano/máquina ha crecido hasta hacerse omnipresente. Así pues, para capturar y manipular dichos datos se configuró una tercera iniciativa, llamado big data, que se centra en el análisis y retroalimentación de datos a determinados productos y servicios. Los modelos predictivos han sido explotados intensivamente (Cain Miller, 2013b: A1, A3) y empresas como Amazon o IBM han invertido miles de millones en analítica de datos (Lohr, 2013, B9).

La «colosal maquinaria de relaciones públicas» de internet, como la definió un periodista (Glanz, 2013: 5), se puso a trabajar a toda marcha para popularizar estas iniciativas. Mucho más potencial tenían, sin embrago, líneas de productos online adaptadas para su distribución por internet y destinadas a la educación, la gestión del patrimonio cultural, la biotecnología y la medicina. La función de internet como infraestructura esencial de la empresa, por tanto, se ha visto igualada o incluso superada por su relevancia como sitio de comercialización, es decir, como entorno para nuevas industrias con capacidad para generar más beneficios.

Y a lo largo y ancho de los sistemas de internet las empresas estadounidenses han logrado una ventaja comparativa tal que incluso lo que yo llamo capitalismo digital (Schiller, 1999) se ha convertido en una estructura asimétrica.

Las cifras hablan por sí mismas. El gasto de Estados Unidos en TIC en 2010 fue de 1,2 billones de dólares, cantidad que supera el gasto conjunto de China, Japón, Reino Unido y Rusia. Se trataba de una asimetría con vocación de permanencia, ya que Estados Unidos registraba más de la mitad del gasto global en I+D de informática y comunicaciones. Un informe de alto nivel elaborado en Estados Unidos para 2013 subrayaba que «Estados Unidos percibe más del 30% de los beneficios globales en internet y más del 40% del ingreso neto» (Negroponte y Palmisano, 2013, 9).

Esto no quiere decir que el capitalismo digital no tenga oposición. Algunas veces incluso la competencia era estadounidense. No hay duda de que los buscadores están dominados por Google, pero con la ampliación de los servicios de navegación a la telefonía móvil y con la inclusión de funciones de búsqueda en el comercio electrónico, la competencia de Apple, Amazon y otros es cada vez más fuerte (Cain Miller, 2013a, A1, A4). El liderazgo de Google en publicidad digital tiene que hacer frente a la competencia de los supergrupos de marketing, además de Facebook y Twitter. El sistema operativo para móviles Android de Google se afianzó al ser adoptado por Samsung, que a su vez ha comenzado a competir con Apple por los beneficios globales que generan smartphones y tabletas (Bulard, 2013; Garside, 2013; Dilger, 2013). Microsoft cosechó unas ganancias desproporcionadas con los sistemas operativos para PC pero, a medida que el PC dio paso a otras plataformas informáticas, Google y Apple aprovecharon la situación para seguir creciendo. La misma transición a los dispositivos móviles hizo que Qualcomm ocupara el lugar de Intel como líder en la fabricación de chips (Nutall, 2013). En la mayor parte del mundo el comercio electrónico de consumo se canalizó a través de Amazon (líder también en servicios en nube), aunque el sitio chino Alibaba empezaba a constituir una amenaza competitiva. El suministro transnacional de equipos de routers corporativos estaba liderado por Cisco, pero la china Huawei le pisaba los talones. Los miles de millones de usuarios de Facebook hacían amigos en 70 idiomas (Facebooknol, 2009). Oracle competía con SAP por el software corporativo, mientras que IBM mutó en proveedor principal de servicios informáticos y análisis de datos. Las empresas multimedia estadounidenses, con su habitual presencia en los sectores editorial, cinematográfico, discográfico y televisivo, continuaron acaparando el mercado mundial. Las compañías registradas en Estados Unidos no solo han sido líderes en el suministro, sino también en la demanda y la aplicación: desde Wal-Mart a General Electric, las grandes empresas estadounidenses crearon sistemas y aplicaciones transnacionales en red que sus rivales no pudieran superar fácilmente (Nolan y Zhang, 2010).

Mientras se desencadenaba la batalla por el mercado de internet, el movimiento de la economía política transnacional no dependía solo de las empresas, también de los estados.

En este contexto, que se agravaba como consecuencia de la crisis económica de 2008, los sistemas y servicios de internet constituían un generador de dinamismo económico valioso y muy deseado. Este hecho confirió a internet una profunda importancia política.

Los estados rivalizaban entre ellos para fijar las reglas básicas del desarrollo de las industrias de internet. Las empresas recurrieron a la intervención política, esperando así lograr lo que no habían conseguido mediante la interacción en el mercado privado.

Paso ahora a considerar algunos de los modelos resultantes del compromiso político.

Pese a años de retórica sobre las virtudes del libre mercado, el Gobierno de los Estados Unidos ha sido la fuerza más importante detrás de la estructuración de internet. No se trata únicamente de que fueran contratos del ejército de Estados Unidos los que garantizaran la inversión y el desarrollo en que se basa la tecnología de internet o que Estados Unidos elaborase políticas que permitieron privatizar las redes principales de internet (Abbate, 1999). El Gobierno de Estados Unidos también desempeñó un papel crucial en la migración de la actividad comercial publicidad, marketing y comercio electrónico a internet durante la década de 1990. Como demuestra Matthew Crain (2013), la estrecha colaboración entre altos cargos de la Administración de Clinton y empresarios de Estados Unidos hizo posible la asimilación de la web por parte del sistema comercial de marketing y medios. La instalación de estructuras de escasa privacidad facilitó la introducción y el amplio desarrollo de innovaciones técnicas —las cookies— que permitían a las empresas hacer un seguimiento de los consumidores que navegaban por la red. De este modo y a consecuencia de unas políticas premeditadas, internet se transformó en un «motor de vigilancia», como más tarde lo denominaría Julian Assange, de Wikileaks (2012). La participación activa del Gobierno de Estados Unidos hizo posible que las empresas incorporaran internet a su actividad comercial de una manera tan exhaustiva.

Además, Estados Unidos estableció internet como un sistema extraterritorial cuyo centro era el propio Estados Unidos. Mediante negociaciones destinadas, como mínimo, a facilitar acuerdos de intercambio de tráfico de datos entre organizaciones que operaban en diferentes países y asegurándose de que las agencias encargadas de gestionar recursos críticos de internet (identificadores únicos, incluidos números de sistema autónomo, nombres genéricos, dominios y direcciones de internet) rindieran cuentas solo ante su ejecutivo, el Gobierno de Estados Unidos ayudó a establecer un internet centralizado dentro de sus fronteras territoriales.

El poder de Estados Unidos sobre internet no solo es total, también opaco. Desde un punto de vista formal este poder se expresa por medio de contratos legales que vinculan a un contratista sin ánimo de lucro, una empresa de California llamada ICANN (y también una oscura empresa estadounidense con ánimo de lucro llamada VeriSign, que no solo gestiona la franquicia punto com sino también las funciones del vital sistema de direcciones de internet) con el Departamento de Comercio. En un intento por quitar importancia a su relación estructural con los poderes de la Administración de Estados Unidos, ICANN ha divulgado a los cuatro vientos su «modelo de responsabilidad compartida múltiple». Este modelo confiere la representación formal, además de al Gobierno, a empresas y grupos de la sociedad civil, pero manteniendo el control real de internet fuera del alcance de las instituciones multilaterales. Una fachada similar oscurece las actividades de la Fuerza de Tareas de Ingeniería de Internet (Internet Engineering Task Force, IETF), una organización independiente encargada de desarrollar arquitecturas de internet e ingeniería de sistemas que no tiene ninguna dependencia formal de las autoridades de Estados Unidos. Las operaciones de la IETF se parapetan tras el argumento ideológico de la neutralidad de la tecnocracia, supuestamente no sujeta a intereses estatales ni corporativos. Sin embargo, en su plantilla hay un número desproporcionado de empleados de empresas y agencias estatales de Estados Unidos. ¿Puede ser mera casualidad que, según datos de 2007, el 71% de los 120 grupos de trabajo especializados, cuya tarea es mejorar la tecnología de internet, esté presidido por estadounidenses, mientras que los representantes de países en vías de desarrollo constituyen un mero 6% del total? ¿Y que casi cuatro quintas partes de estos expertos fueran contratados por empresas privadas, como Cisco Systems? (Mathiason, 2008) 3 Milton Mueller (2010: 240) resume la situación diciendo que la coordinación y el control del actual internet extraterritorial constituyen un elemento más del «globalismo unilateral» ejercido por un único superestado: Estados Unidos.

Incluso cuando se institucionalizó durante la década de 1990, esta anomalía suscitó debate político. Algunos estados, entre los que destacaron Brasil y China, presionaron para alterar las condiciones existentes. Unos afirmaban que la estructura de costes, las características técnicas y la gestión de internet les impedían ejercer su propia autoridad jurisdiccional sobre su espacio nacional políticoeconómico y cultural. Otros sostenían que la prioridad de Estados Unidos en el internet extraterritorial dificultaba e incluso excluía la participación de intereses no estadounidenses en los beneficios de la que se había convertido en umbral decisivo de crecimiento económico. La entrada en escena del poder unilateral de Estados Unidos se interpretaba como una falta de respeto a los tratados internacionales en el ámbito del gobierno global de internet. El conflicto estaba latente y de vez en cuando subía de tono. En la cumbre mundial sobre la Sociedad de la Información entre 2003 y 2005, el descontento se materializó en iniciativas concretas, que acabaron estrellándose contra la recalcitrante actitud de Estados Unidos.

El Gobierno estadounidense ha seguido considerando que su situación privilegiada en el ciberespacio es una piedra angular de su diplomacia económica. Resistiéndose a todo intento de trasladar la supervisión y la gestión de internet a organizaciones multilaterales, Estados Unidos no ha tolerado más que meros cambios cosméticos en el sistema existente. Paralelamente, sus autoridades han hecho campaña para defender y, a ser posible, ampliar la ya masiva explotación de flujos de datos transnacionales (transnational data flows, TDF) por parte de empresas estadounidenses.

Ya a lo largo de la década de 1970 y principios de la de 1980 Estados Unidos se vio envuelto en polémicas sobre los TDF en respuesta a las amenazas lanzadas por los países de Europa Occidental y del Tercer Mundo de restringir el uso que las grandes empresas hacían de las redes informáticas transnacionales (Schiller, 1982, 1984). Cuando internet salió a escena, los límites eficaces a los flujos internacionales de datos habían sido en su mayor parte rechazados o, si se comprobaba que eran necesarios, suavizados. Sin embargo, la enorme dependencia que tenían las compañías transnacionales de la dinámica tecnología de internet presagiaba nuevos conflictos sobre los TDF.

Estados Unidos se esforzó por vencer posibles resistencias a esta transición tecnológica. De nuevo se recurrió a un escudo protector. Así fue como la rama ejecutiva resucitó la retórica del «libre flujo de información» que tan útil había resultado durante décadas para defender polémicos intereses económicos y estratégicos de Estados Unidos, maquillándolos de discurso en defensa de los derechos humanos universales (Schiller, 1976). Una investigación emprendida por el Departamento de Comercio de Estados Unidos en 2010 dio las claves para esta aplicación de la medida, además de revelar un consenso casi general de las empresas a su favor. Al anunciar su encuesta, el Departamento de Comercio resaltaba que el continuo desplazamiento hacia núcleos de datos centralizados debería estar supeditado al flujo sin restricciones de datos bajo la protección de las leyes de propiedad intelectual: «El auge de los servicios informáticos de acceso global en la nube, se trate de correo en la web, de paquetes de productividad ofimática o de servicios informáticos más generales de almacenamiento y comunicaciones, suscita una serie de cuestiones relativas a las restricciones locales de acceso a dichos servicios que los países podrían imponer aunque no estén localizados físicamente en su territorio» (DOC, 2010: 60071).

Entre los encuestados estaban los miembros del Consejo de Negocios Internacionales de Estados Unidos: «principales empresas globales y firmas de servicios profesionales de todos los sectores de nuestra economía con sede en Estados Unidos y que operan en todas las regiones del globo». La postura del consejo estaba claramente orientada al usuario. Contaba con obtener la ayuda del Gobierno de Estados Unidos para contrarrestar «restricciones en la recopilación, el uso o la transferencia de información personal, normas sobre encriptado, restricciones sobre información basada en localización o en sensores, cuotas de contenido digital, entre otras». Su objetivo concreto era defenderse de medidas de gobiernos extranjeros que pudieran «impedir a las compañías beneficiarse de la economía y la eficiencia de las plataformas globales». Los proveedores de servicios no debían ser obligados a almacenar o procesar datos en todos y cada uno de los países «que exijan de manera efectiva inversión y la supeditación de los datos a sus jurisdicciones locales» (USCIB, 2010). Otra importante asociación industrial, TechAmerica (2010: 1-2), que representa a los proveedores de TIC, hizo mención expresa de la necesidad de salvaguardar los emergentes servicios en la nube. «A medida que crece la informática en la nube, también lo hará la cantidad de datos que crucen las fronteras nacionales. Si para entonces continúan las divergencias en la reclamación de la jurisdicción respecto a los contenidos de los usuarios, para los proveedores será muy difícil gestionar sus obligaciones legales y sus operaciones tecnológicas globales, y al mismo tiempo proteger a sus clientes» (TechAmerica 2010).

Esta demanda de flujo sin restricciones de datos sujetos a derechos de propiedad obtuvo el apoyo de una gran variedad de organizaciones corporativas. «A medida que la industria del software se va desplazando hacia un modelo informático en la nube, donde el cliente accede a programas y a funciones informáticas a través de internet», sostiene la Business Software Alliance (Alianza de Software Corporativo), «se hace claramente necesario eliminar barreras a los flujos transfronterizos de datos. Un elemento clave de la economía de la informática en nube es su capacidad ilimitada para trasladar datos y cargas de trabajo allí donde existan los recursos informáticos que hagan posible gestionarlos» (Holleyman, 2010: 6-7). Era necesaria una armonización global que diera soporte a flujos de datos sin restricciones y, tal y como reveló la Entertainment Software Association (Asociación de Software de Ocio) en su respuesta, la existencia de acuerdos de libre comercio podría contribuir a este objetivo (ESA 2010: 3, 7). La Computer & Communications Industry Association (Asociación de la Industria Informática y de la Comunicación) destacaba que «cuando hablamos de flujo libre global de información en internet, están en juego billones de dólares de actividad económica estadounidense». Para elevar el estatus de los productos y servicios digitales hasta convertirlos en «elemento central de nuestra política comercial» sería necesario contar con el marco multilateral de la Organización Mundial de Comercio complementado con acuerdos bilaterales de libre comercio (CCIA, 2010: 2, 22-23). Fabricantes como Microsoft (2010, 1), eBay (2010) y Google coincidieron en sus respuestas particulares. Google (2010: 15) rechazaba expresamente toda jurisdicción sobre internet por parte de otros estados y también a través de agencias multilaterales, como la Unión Internacional de Telecomunicaciones, dependiente de la ONU. Por su parte, tras afirmar haber invertido «miles de millones de dólares» en el suministro global de servicios IP que dan cobertura a 159 países y al 98% de las 1.000 empresas deFortune, Verizon (2010: 1, 2) coincidió en que «el Gobierno de Estados Unidos en sus contactos internacionales debe seguir promoviendo un internet único, global e interoperativo que esté libre de restricciones gubernamentales que coarten la capacidad del consumidor informado de impulsar el desarrollo continuo de servicios y contenidos». Sin embargo, «políticas y requerimientos operativos nacionales diferentes» amenazaban a Verizon con una fragmentación «específica por país». Esto no sólo ponía en peligro la estrategia de beneficios de Verizon, sino también las de sus clientes corporativos transnacionales, que «demandan un conjunto uniforme de servicios integrados de un solo proveedor».

Así pues, las medidas destinadas a garantizar el libre flujo de datos eran la principal exigencia de las empresas transnacionales, entre las cuales se contaban usuarios y proveedores de internet. Sin embargo, esto no garantizaba que fuera a mantenerse ese «globalismo unilateral» de Estados Unidos sobre internet.

Por el contrario, la estructura y la política de internet dieron paso a acalorados enfrentamientos políticos en la web, al tiempo que se intensificaba la oposición dentro de los Estados al statu quo. La exigencia de materializar el gobierno de internet en un compromiso formal multilateral pasó a ser la posición mayoritaria en diciembre de 2012, durante una conferencia de la Unión Internacional de Telecomunicaciones que la delegación de Estados Unidos, por cierto, abandonó (Schiller: 2013, 6). Hacia mediados de 2013, un informe elaborado por un grupo de trabajo para el Consejo de Relaciones Exteriores de Estados Unidos afirmaba que Un internet cada vez más fragmentado y sugería que «Washington puede limitar los efectos de la fragmentación de internet construyendo una ciberalianza, incluyendo el flujo libre de información como parte integral de todo futuro acuerdo comercial, y articulando una visión robusta e incluyente de gobierno de internet». Sin embargo, el informe admitía que «las tendencias no son prometedoras» (Negroponte y Palmisano, 2013: 13, 67). Las políticas de Estados Unidos empiezan a parecer frágiles e incluso obsoletas. Acerca del informe del Consejo de Relaciones Exteriores, un experto norteamericano se preguntaba en su blog: «¿Se ha quedado Estados Unidos sin ideas para la gobernanza de internet?» (Mueller, 2013). Durante un simposio académico celebrado en Estados Unidos en junio de 2013 se consideró seriamente la idea de que un «internet federado», en la que diferentes internets nacionales estuvieran conectados de algún modo, pudiera reemplazar en breve el sistema existente extraterritorial centralizado en Estados Unidos (CITI, 2013).

En este contexto precisamente hicieron su aparición las sensacionales declaraciones de Edward J. Snowden acerca del espionaje por parte de la NSA a las naciones del mundo. La prensa mundial se hizo eco de los artículos publicados en el periódico londinense The Guardian en junio de 2013 y el debate pronto se instaló en la opinión pública. Cuando la constancia del poder singular de Estados Unidos sobre internet se hizo evidente para todos todos, su política exterior y su diplomacia se vieron afectadas (Kelley, 2013).

En cuestión de días, Francia encontró nuevos fundamentos para su tradicional política de excepción cultural, que tiene por objeto proteger su música y su cine de los grandes grupos mediáticos transnacionales estadounidenses, insistiendo en que la UE debe reservarse el dominio de la cultura audiovisual en la negociación de pactos comerciales transatlánticos (Fontanella-Khan y Politi, 2013: 2). En cuestión de semanas las revelaciones de Snowden hacían su aparición en la campaña electoral alemana (Eddy, 2013: A5). Al otro lado del Atlántico, un grupo político de Washington convocó una reunión para hablar de «política comercial digital» a partir del supuesto de que «la vigilancia clandestina generalizada de las comunicaciones digitales (por parte de Estados Unidos) […] puede afectar negativamente a la capacidad del gobierno y del sector tecnológico estadounidenses de contrarrestar políticas anticompetitivas, como la localización de servidores, que impidan el flujo libre global de información, y, al mismo tiempo, otorgan legitimidad a los países dispuestos a aplicarlas» (ITIF, 2013). ¿Pueden los Estados aplicar restricciones a los flujos de datos transfronterizos? ¿Pueden endurecerse las políticas de protección de datos hasta que sea obligatorio albergar en servidores locales los servicios de red ofrecidos dentro de una determinada jurisdicción nacional? A primeros de agosto de 2013, la presidenta argentina y los representantes de sus países aliados de Mercosur denunciaron a Estados Unidos por espionaje ante las Naciones Unidas y lanzaron un llamamiento a reinstaurar la responsabilidad multilateral (Stea, 2013). La Administración de Obama se preparó para hacer frente a la crisis (Savage y Shear, 2013, A1, A11).

El escándalo se ha centrado en los programas de vigilancia del gobierno de Estados Unidos, pero el problema de fondo es en realidad el poder corporativo y estatal de Estados Unidos sobre un internet extraterritorial. El interminable conflicto internacional acerca de la desequilibrada estructura de internet se agrava con esta nueva contingencia. En un mundo en plena insurrección, la pregunta de cómo hay que reestructurar internet y con qué ramificaciones para las empresas no solo ha adquirido mayor relevancia, sino que ya resulta vital responderla.

Notas

Este artículo incluye material del que será mi próximo libro: Digital Depression: The Crisis of Digital Capitalism.

1. Gracias a Shinjoung Yeo por esta referencia.

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2. Project Express figuraba como una unidad en la llamada Red Financiera Global de Hibernia. Estaba financiado con 250 millones de dólares por una joint ventureestablecida tres años atrás con el proveedor chino de red Huawei y la británica Global Marine Systems (con diferencia la mayor operadora de barcos de tendido de cable). Business Wire, «Hibernia Atlantic Achieves an Important Milestone for Project Express», 5 de enero de 2011. http://unified-communications.tmcnet.com/news/2011/01/05/5225567.htm Sin embargo, ante la creciente tensión entre Estados Unidos y China por incidentes de «ciberseguridad» entre 2012 y 2013, el gobierno estadounidense recurrió a sus lucrativos contratos con operadores clave de Estados Unidos para forzar a Hibernia a suspender su proyecto de cable. TeleGeography, «China-US security tensions force Hibernia to down tools on Express cable». CommsUpdate, 15 de febrero de 2013.

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3. Gracias a Hong Shen por esta referencia.

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