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Artículo del libro C@mbio: 19 ensayos clave acerca de cómo Internet está cambiando nuestras vidas

Internet, la política y la política del debate sobre internet

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La mayoría cree que internet es o bien una herramienta para sojuzgar o para liberar. Pero puede hacer las dos cosas y de maneras distintas dependiendo de las condiciones históricas específicas en un país determinado. Internet es como el dinero, no se puede identificar su bondad o maldad en general, porque ya forma parte de la sociedad y dependerá de las condiciones particulares. Cómo y por qué nos hemos instalado en este lenguaje y en este conjunto de metáforas, es decir, en la idea de que internet es un agente de cambio similar a la imprenta, constituye en sí una cuestión de profunda importancia y que nuestros intelectuales digitales evitan abordar como se merece. La gran equivocación intelectual que podríamos cometer sería suponer que, de alguna manera, si reflexionamos lo bastante sobre internet llegaremos a la respuesta adecuada sobre lo que sucederá en el mundo una vez todo sea digital y esté interconectado.

¿Qué significa reflexionar sobre «las repercusiones políticas de internet» hoy, una tarea de lo más compleja que se me ha pedido hacer para este artículo? Una respuesta fácil, demasiado fácil tal vez, consistiría en limitarme a seguir el camino intelectual preferido de los medios, los expertos y los críticos culturales, a saber, que podemos dar por sentado que todos sabemos lo que es internet. Como le ocurría al juez estadounidense de la famosa anécdota con la pornografía, nos resulta muy difícil definir qué es internet, pero lo reconocemos cuando lo vemos.

Si ese es el camino que quiero seguir, entonces es probable que mi examen de las repercusiones políticas de internet resulte conflictivo, no concluyente y, muy posiblemente, infinito. Por cada aspecto positivo de internet que se pueda argumentar, por ejemplo, «Oye, internet fue bueno para la Primavera Árabe. ¡Mira cuánta gente se congregó para derrocar a Mubarak!», nuestro interlocutor imaginario encontrará con toda probabilidad otro negativo: «Internet fue malo para la Primavera Árabe, piensa en toda la vigilancia y en el fracaso a la hora de movilizar a las masas digitales después de la primera oleada de protestas en 2011».

Este pimpón intelectual —en el que una de las partes encuentra un ejemplo positivo que es de inmediato contradicho por la otra parte con un ejemplo negativo igualmente convincente— lleva jugándose, bajo distintas modalidades, durante los últimos 15 años. El impacto de internet tanto en estados autoritarios como en democracias ha sido analizado de esta manera, es decir: hasta el último detalle del funcionamiento de regímenes políticos específicos. Así, los debates sobre la «burbuja de filtros» (cortesía de Eli Pariser), sobre la polarización de la opinión pública (cortesía de Cass Sunstein) o sobre los aspectos bien estimulantes, bien catastróficos de de el punto de vista intelectual de los medios de comunicación sociales (cortesía de Nicholas Carr y Clay Shirky, respectivamente) pueden muy bien enmarcarse dentro de esta discusión más amplia sobre si —por simplificar todavía más la pregunta inicial— «internet» es en sí mismo bueno o malo para la democracia y la política.

En tanto participante activo en algunos de estos debates de los últimos cinco años, pronto he llegado a la triste conclusión de que en muchos asuntos altamente controvertidos no es extraño que ambas partes tengan y no tengan razón ¡simultáneamente! A menudo los oponentes hablan sin escuchar al otro o se centran en dos (o más) aspectos distintos del problema, ajenos de alguna manera al hecho de que, una vez abandonemos los intentos por alcanzar un resultado final —si dejamos de comparar los aspectos negativos de internet de nuestra lista con los positivos—, quizá logremos conciliar ambas perspectivas… o rechazarlas. La razón de que no lo hagamos es que parece existir una suerte de fuerza gravitatoria en nuestros debates sobre tecnología que interviene en cada una de las conversaciones, de manera que estas terminan versando sobre las repercusiones de internet en general. ¿Para qué reflexionar sobre el mundo? Reflexionemos sobre internet, que es lo que está de moda.

En mis dos libros a esta fuerza gravitatoria la he llamado «internetcentrismo» y, en mi opinión, es con mucho la repercusión política más importante de internet, entre otras razones porque levanta una serie apenas perceptible de barreras y semáforos intelectuales que guían nuestros debates hacia determinadas conclusiones o, en el peor de los casos, los deja atrapados en todo tipo de atascos intelectuales donde tienden a quedarse durante décadas. La única vía de salida de este punto muerto intelectual es despejar esos atascos; no deberíamos empeorar las cosas empeñándonos en circular por dudosos supuestos metafísicos de nuestra propia cosecha.

Tomemos un ejemplo al que ya he hecho referencia, el debate sobre el impacto de internet en la Primavera Árabe, un debate destacado que se vuelve aún más complejo por el hecho de que son revoluciones todavía en marcha. ¿Por qué nos resulta tan difícil aceptar que la proliferación de tecnologías digitales pueda, dadas las condiciones políticas, económicas y sociales favorables, ayudar a un grupo de jóvenes altamente motivados a movilizar a sus seguidores y a divulgar sus protestas al tiempo que permite a aquellos en el poder, y sobre todo a la policía secreta, seguir más de cerca los movimientos de sus oponentes? O ¿por qué no podemos aceptar que, en ausencia de esas condiciones políticas, económicas y sociales favorables, es probable que quienes están en el poder usen esas mismas tecnologías en beneficio propio, ya sea para difundir propaganda, vigilar, acosar, censurar o espiar? ¿O que estas tecnologías digitales pueden estar desempeñando un papel importante a la hora de crear, por un lado, condiciones políticas, económicas y sociales favorables (amparando un mayor acceso a la información, creando puestos de trabajo o debilitando la autoridad dogmática) que hacen posible la democratización y, por otro, creando condiciones políticas, económicas y sociales (el debilitamiento de los partidos políticos oficiales, el aumento de la marginación de las clases bajas desconectadas o la capacidad de diseminar propaganda religiosa) que entorpecen dicha democratización? ¿Por qué al parecer no somos capaces de tener estas múltiples perspectivas de internet presentes al mismo tiempo?

Lo que quiero decir con todo esto es que, a medida que prácticamente todas nuestras actividades sociales se digitalizan, resulta arrogante por nuestra parte esperar ser capaces, de alguna manera, de identificar cuál es el papel de internet en todo el proceso. Dadas la ubicuidad y el bajo coste tanto de la digitalización como de la conectividad, lo que llamamos «internet»— y aquí no me estoy refiriendo únicamente a ordenadores de mesa y portátiles y routers, sino también a smartphones y a Internet de las cosas y de los sensores baratos— está invadiendo hasta el último rincón de nuestra existencia. Esto de ninguna manera es algo malo en sí mismo. Diseñado y gobernado de manera apropiada, puede ser, de hecho, extremadamente liberador y un avance saludable para la democracia. Pero lo que necesitamos entender es que, una vez internet está en todas partes, una pregunta del tipo «¿Cuáles son las repercusiones políticas de internet?» pierde en gran medida su significado, en parte porque equivale a preguntar «¿Cuáles son las repercusiones políticas de todo?». Es posible que una supercomputadora gigante fuera capaz de contestar a esta pregunta; el problema es que todavía no la hemos inventado.

Consideremos un paralelismo misterioso y también un poco extraño. Supongamos que tomamos el mismo caso de estudio, la Primavera Árabe, pero en lugar de internet, lo que se quiere identificar son las repercusiones políticas del dinero. De manera que se entrega a todo el mundo (el ejército, los dictadores, la oposición laica, la oposición islámica y las instituciones religiosas) 100 millones de dólares para que los gasten como consideren. Bien, es evidente que, si nos limitamos a la teoría y hablamos en abstracto, no seremos capaces de predecir el impacto de esta inyección de liquidez. Es posible que la oposición la utilice para imprimir más panfletos o para fortalecer sus alianzas con los sindicatos. Quizá envíe a algunos de sus líderes a formarse en el extranjero. O puede que se limite a robar parte del dinero. Tal vez el Gobierno la use para comprar más armas. O para contratar a más policías. Puede que adquiera más material de vigilancia. Pero también es posible que las instituciones empleen el dinero para construir una espléndida mezquita que contribuya a aplacar los ánimos.

Contestar a una pregunta como «¿Cuáles son las repercusiones políticas del dinero?» en este caso requeriría saberlo todo sobre cómo funciona una sociedad, tener una comprensión óptima de su tejido social, poder predecir qué alianzas es probable que se formen y cuándo. Claramente se trata de una pregunta mucho más compleja de lo que a simple vista parece. De otro modo, los miles de millones del Gobierno estadounidense (que no puede decirse que tenga escasez de expertos en Oriente Próximo) que se destinan a ayuda exterior para determinados regímenes de Oriente Próximo hace tiempo que habrían dado como resultado gobiernos democráticos. Así, en retrospectiva, se antoja una pregunta algo tonta que muy pocos formularíamos.

Pero ¿por qué no percibimos las mismas limitaciones cuando se trata de preguntarnos por las «repercusiones políticas de internet»? ¿Existe una manera mejor de conservar el espíritu de esta pregunta, y seguir obteniendo respuestas, si la formulamos de manera distinta? Abordar la primera cuestión nos daría una pista para la segunda. La razón de que sigamos haciéndonos preguntas del tipo «Entonces, en conjunto, ¿internet es bueno o malo?» tiene que ver con nuestra firme convicción de que es un medio y, en tanto medio, tiene cierta coherencia —una suerte de lógica— que, una vez aplicada a las instituciones políticas y sociales, puede moldearlas de acuerdo a lo que exige la lógica de internet.

Uno podría argumentar que, cuando se trata de dinero, estamos tratando también con un medio cuya lógica —dirían algunos— es crear mercados. Esto es cierto de una manera trivial, pero nuestros supuestos sobre internet y su lógica son mucho más profundos y también más amplios. Por ejemplo, la mayoría de nosotros cree que internet es un medio del tipo «o esto o lo otro», o bien que se trata de una herramienta para sojuzgar (es decir, que favorece a quienes gobiernan) o para liberar (es decir, que favorece a los gobernados). Que pueda hacer las dos cosas, y que pueda hacerlo de maneras distintas dependiendo de las condiciones históricas específicas en un país determinado, es una idea que resulta difícil de cuadrar con nuestra manera de pensar sobre este medio.

Porque ¿qué es internet? Es un conjunto de servicios, plataformas, estándares y comportamientos de usuarios. Cabría pensar que las plataformas, por tomar solo un ejemplo, son las mismas en todas partes. Pero por supuesto no es así. Y no es únicamente cuestión del dispositivo digital. Las plataformas online más populares en Rusia (LiveJournal o VK) tienen diferentes modos de gobernanza, diferentes políticas en lo referente a la libertad de expresión, funcionalidades distintas de las que son populares en Estados Unidos o en China. Sí, puede que a todas las llamemos «plataformas online» o «plataformas de blogs», pero, a un micronivel, a ese nivel que conforma la interacción con el usuario y el comportamiento de este, son profundamente distintas.

Estas plataformas, cuya evolución ha estado condicionada por la peculiaridad de las condiciones políticas en las que surgieron, han dado lugar a ciudadanos distintos y a formas distintas de hacer política. Esto no quiere decir que no puedan originar políticas democráticas, protestas y manifestaciones de ira pública —como bien sabemos por las noticias—, pero, aun si es así, probablemente lo hacen por vías y modalidades diferentes de comportamiento. Con ello deseo apuntar que quizá no sea buena idea tomar una instantánea de la totalidad de plataformas, comportamientos y usuarios de un país, llamarla «internet» y a continuación compararla con una instantánea de la totalidad de otras plataformas, otros comportamientos y otros usuarios de otro país sobre la suposición falsa de que todo es, en cierta manera, internet. No es el mismo internet, nunca lo ha sido y nunca lo será.

Pero es que incluso en el contexto de un único país parece imposible responder nuestra pregunta inicial sobre las «consecuencias políticas de internet». Si, digamos, «el internet ruso» está hecho de plataformas, estándares, comportamientos de usuario, etcétera, y si admitimos que tanto su composición individual como la forma en que se relacionan los unos con los otros son en sí mismos producto de la historia, la política, la economía y la cultura, entonces estamos preguntando en esencia por las «consecuencias políticas de la política», una tautología donde las haya. La noción de internet tal y como se emplea en el discurso popular no es el mismo «internet» que experimentan los usuarios sobre el terreno. No existe una idea platónica de internet, tampoco un objeto abstracto y estable alrededor del cual podamos construir una filosofía o una ciencia política o sobre cuyas repercusiones podamos reflexionar. Es decir, por supuesto que existe en cuanto a presencia ubicua en nuestro debate público, pero eso no es internet tal y como lo experimentan sus actores —los que hacen de verdad la política— sobre el terreno.

Lo que tendemos a olvidar sobre la historia de la informática y de las redes digitales es que las modalidades de comportamiento que actualmente ponemos en práctica en internet —tales como enviar correos electrónicos, buscar información o participar en debates— son anteriores a la idea misma de internet.

El mito que casi todos nos creemos es que, en plena guerra fría, unos cuantos tipos inteligentes con financiación del Departamento de Defensa estadounidense se juntaron, pensaron en todo lo que internet podía hacer y directamente empezaron a poner en práctica el programa punto por punto, como si lo tuvieran todo planeado.

Pero estas personas no tenían ni idea de para qué servía internet, lo que sería, o que pronto se haría referencia a ella en términos de «aldea global» o «ciberespacio». Durante gran parte de la década de 1970 y principios de la de 1980 este internet coexistió con muchas otras redes similares. Incluso cuando nació la red de redes a principios de la década de 1990, convivió con otros enfoques (Gopher y WAIS fueron los más importantes) que, de haber sido otras las circunstancias, podrían habernos proporcionado un entorno digital muy diferente del que tenemos hoy. Sencillamente no hubo un razonamiento teleológico que condujera a la red de redes; en su mayor parte esta no se construyó siguiendo un plan maestro establecido. Prácticas diferentes dieron lugar a infraestructuras tecnológicas diferentes y lo que ocurre es que la red que une estas infraestructuras, es decir, internet, se confunde hoy constantemente con la pluralidad tanto de las infraestructuras como de las prácticas.

Así pues, si de verdad queremos ser específicos en el modo de expresarnos —un requisito indispensable, diría yo, cuando se habla de política— deberíamos decir lo siguiente:

La manera en que se usan las redes sociales en Egipto es diferente de la de China, aunque ambas presentan algunas similitudes.

Los usuarios de Egipto hacen y esperan cosas distintas de las redes sociales que los de China, lo cual tiene todo el sentido del mundo, puesto que viven en culturas distintas, con preocupaciones políticas, sociales y culturales distintas.

Así pues, las infraestructuras sociotecnológicas actuales que hacen posible las redes sociales en Egipto son, desde luego, distintas de las de China. En el primer caso, gran parte de la actividad de redes sociales se produce en Facebook (un sitio estadounidense que es posible que tenga una actitud complicada respecto a sus usuarios egipcios), mientras que en China la mayor parte se produce en páginas web controladas de cerca por el Gobierno; sus servidores seguramente están situados dentro del país, no fuera de él; y es probable que dispongan de un equipo de hablantes de chino que se ocupe de la censura, lo cual no necesariamente ocurre con Facebook en Egipto. Estas diferencias en las infraestructuras sociotécnicas que permiten usar las redes sociales tienen profundas repercusiones en el grado de libertad del que gozan los usuarios en cada caso; también en cómo se relacionan los unos con los otros; en lo subversivos que tienen que ser para expresar su descontento; en lo fácil o difícil que resulta para las autoridades públicas vigilar sus acciones; etcétera.

Y luego está esa otra red, internet, que en realidad tiene una importancia trivial en esta comparación, puesto que no es probable que los usuarios egipcios de Facebook y los usuarios chinos de redes sociales chinas tengan grandes cosas que decirse los unos a los otros. Sí, es cierto que todos estamos conectados por una única red y que esa red tiene los mismos estándares y protocolos, pero esta información es de escasa relevancia aquí. Una vez adoptamos una visión del mundo basada en prácticas reales descubrimos que, aunque los usuarios egipcios y chinos navegan por el mismo internet cuando usan las redes sociales, su experiencia es profundamente distinta. Es más, tal y como ya he dicho, incluso dentro de cada país es probable que observemos variaciones añadidas, que dependerán de dónde y cuándo miremos: en tiempos de inestabilidad las redes sociales pueden ser más o menos útiles para quienes protestan en función de cuáles sean sus objetivos y de cuánto poder de vigilancia y censura tengan las autoridades.

Creer que podemos meter todas estas diferencias en un único saco llamado «internet» y a continuación estudiar sus repercusiones políticas se antoja ingenuo e incluso irresponsable. Por agradable que haya sido, el debate actual sobre si internet es bueno o malo para los dictadores tiene que terminar, en parte porque sencillamente no hay nada interesante que decir sobre esa cosa abstracta llamada «internet». Y esto no sirve solo para los dictadores, por cierto. También para el estudio de los cambios políticos en los regímenes democráticos. Quien posea los conocimientos y la paciencia suficientes para cartografiar la cultura política de un régimen democrático determinado —y a continuación hacer lo mismo con sus infraestructuras de medios de comunicación, tecnológicas y de conocimiento— comprobará la imposibilidad de predecir, y después generalizar, la totalidad de los cambios en la cultura política desencadenados por alteraciones, aunque sean minúsculas, en la manera en que operan sus infraestructuras de medios de comunicación, tecnológicas y de conocimiento.

Unos pocos ejemplos bastarán. Un país con leyes que garantizan gran libertad de información puede descubrir que, gracias a buscadores, documentos que antes eran públicos pero se encontraban almacenados en una biblioteca ahora están disponibles online, sin costes ni esfuerzo añadidos. Eso para la democracia ¿es bueno o malo? No es una pregunta a la que podamos responder en abstracto. O quizá descubramos que, de repente, los buscadores y su función de autocompletar permiten saber qué políticos se cree —o se especula que— aceptan sobornos porque cuando se introduce su nombre en una búsqueda aparece automáticamente la palabra «soborno». Eso para la democracia ¿es bueno o malo? De nuevo, es difícil contestar en abstracto. Y eso es solo para los buscadores. Pensemos en las bases de datos de las redes sociales, en Wikipedia, en los smartphones, en los sensores, los macrodatos, los algoritmos… Todo eso también es parte de internet. La idea de que, de alguna manera, todas estas tecnologías tendrán efectos similares (y esos efectos se producirán con independencia de la cultura política en la que se usen estas tecnologías) se antoja ilusoria.

El único camino posible para los investigadores responsables que de verdad estén interesados en identificar las conexiones entre infraestructuras de medios de comunicación, tecnológicas y de conocimiento y la política es proceder despacio y con cuidado, evitando conceptos tan ambiguos como «internet». Sí al estudio de prácticas individuales, sí al estudio de segmentos concretos de las infraestructuras de medios de comunicación, tecnológicas y de conocimiento. No al lenguaje totalizador de el debate de internet con su inferencia de que se trata de un medio único y coherente —tal y como les gusta decir a la prensa y a los expertos— que tiene los mismos efectos en todas partes.

Cómo y por qué nos hemos instalado en este lenguaje y en este conjunto de metáforas, es decir, en la idea de que internet es un agente de cambio similar a la imprenta, constituye en sí una cuestión de profunda importancia y que nuestros intelectuales digitales evitan abordar como se merece.

Y es que si queremos comprender las «repercusiones políticas de internet», las tenemos precisamente aquí, en la manera en que se producen casi todos los debates sobre internet. Al formular las cuestiones de determinada manera —«Háblenos de cómo afecta internet…»— hacemos imposibles determinadas respuestas y determinadas maneras de pensar. Las quitamos de encima de la mesa, por así decirlo, y en su lugar preferimos continuar con esa emocionante partida de pimpónemocional en la que se nos exige continuamente llevar la cuenta de los tantos marcados. ¿Que Twitter ha hecho posibles nuevas protestas en Rusia? Estupendo, un tanto para «Internet es buena para la democracia». ¿Que compañías estadounidenses venden equipos de vigilancia a dictadores de Oriente Próximo? Muy mal, un punto para «Internet es mala para la democracia».

Tenemos que aprender a tomar nota de estos acontecimientos —después de todo, las protestas por Twitter son igual de importantes que los turbios negocios de venta de potente software de vigilancia— sin sentir la necesidad de actualizar la puntuación de la partida de pimpón. Porque si de verdad nos preocupa el futuro de la democracia en el mundo tenemos que asegurarnos de que: a) Twitter es lo más útil posible a quienes protestan en todo el planeta y su ética comercial no actúa en detrimento de su utilidad para los activistas; y b) los gobiernos occidentales aprueban las convenientes regulaciones prohibiendo a sus compañías enviar herramientas de vigilancia peligrosas a regímenes dictatoriales. En la mayoría de los casos se trataría de un problema de difícil solución, en parte porque estas herramientas se crean para satisfacer las necesidades de vigilancia en las democracias (las revelaciones de Edward Snowden constituyen un doloroso recordatorio de ello).

Estos dos asuntos, la utilidad de Twitter para la protesta organizada y las dificultades de contener la propagación de los sistemas de vigilancia creados por las democracias, requerirían grandes dosis de reflexión y nos obligan a formularnos un buen número de preguntas incómodas. Preguntas sobre el futuro del capitalismo, de la privacidad y de los datos personales, sobre la responsabilidad de compañías y gobiernos, sobre la obsesión occidental con la guerra contra el terror, etcétera. No es fácil responder a ninguna individualmente, pero, desde luego, es complicadísimo si encima contribuimos a la confusión con una innecesaria urgencia por asegurarnos de alguna manera que nuestras respuestas son coherentes con una visión de internet como una red singular, un único medio con lógicas y exigencias coherentes. No, esta visión no nos servirá de nada y más nos vale renunciar a ella desde ya; las preguntas que necesitan respuestas son de por sí bastante complicadas.

Sería ingenuo pensar que, a medida que avanzamos, nuestros dilemas intelectuales serán más llevaderos y nuestros retos, más fáciles. Por supuesto que no. Nos enfrentamos a más prácticas, más infraestructuras, más técnicas de crear, manipular y diseminar información. Todas ellas cambiarán la cultura política de todos y cada uno de los estados de maneras que ninguno podemos realmente predecir. Sí, podrá haber similitudes, y la conexión de redes (internetworking) y la intercomunicación que ha hecho posible la lengua inglesa resultarán en cierta homogenización de las prácticas. Pero sería un error esperar que esta homogeneización ocasional desencadene nuevas diferenciaciones o resulte en actores, prácticas o técnicas por completo nuevas. Que los islamistas usan Twitter para divulgar sus actos terroristas nos dice algo sobre la globalización, pero no demasiado sobre la dirección en la que esta avanza, y mucho menos sobre el futuro de la democracia o del cosmopolitismo. Por lo que sabemos, el alcance global que hace posible el networking podría producir más imitadores locales que pusieran en marcha proyectos terroristas altamente localizados.

A este respecto, la gran equivocación intelectual que podríamos cometer sería suponer que, de alguna manera, si reflexionamos lo bastante sobre internet llegaremos a la respuesta adecuada sobre lo que sucederá en el mundo una vez todo sea digital y esté interconectado.

Repito: es una esperanza vana. Esta comprensión intelectual no se producirá jamás, en parte porque la digitalización y la conectividad no son procesos físicos o químicos cuyas consecuencias puedan predecirse. Y esto no tiene nada que ver con la naturaleza cambiante de internet o con el hecho de que sea la fuerza más compleja de la historia. Simplemente tiene que ver con el hecho de que lo que se está digitalizando e interconectando son varias partes de nuestra sociedad, precisamente esas que se resisten a cualquier tipo de lógica predictiva.

Veámoslo de esta manera: la Primavera Árabe ha demostrado ser tan imposible de predecir con antelación como la guerra fría, y ello a pesar de que hoy casi todo el mundo lleva encima un teléfono móvil, de que abundan los macrodatos en sitios web de medios sociales y de que las herramientas informáticas para producir predicciones son hoy mucho más potentes que en la década de 1980. Y, sin embargo, con todos estos datos, con toda esta potencia informática, incluso la CIA, con todos sus modelos teóricos y su predilección por la teoría del juego y la recopilación de información, fracasó a la hora de predecirla, ni siquiera de lejos. En realidad, dada la magnitud de los recursos tecnológicos, el fracaso a la hora de pronosticar la Primavera Árabe llama más la atención que el fracaso a la hora de predecir la caída de la Unión Soviética y el consiguiente fin de la guerra fría. Así las cosas, más nos vale esperar sentados a que alguien sea capaz de desentrañar «las repercusiones políticas de internet».

¿Quiere decir todo esto que deberíamos renunciar a toda esperanza y no hacer nada confiando en que, de alguna manera, ahora que todo el mundo tiene acceso a un smartphone y a Google las cosas se resolverán solas y la democracia terminará por imponerse? No, una cosa así seria irresponsable. Lo mejor que podemos hacer es desarrollar mejores herramientas ópticas, de esas que nos permitan enfocar de cerca determinadas prácticas y fijarnos en los detalles de las muchas infraestructuras que se ocultan bajo al etiqueta de «internet». También adoptar una suerte de modestia epistemológica en la que, cada vez que se nos pida opinar sobre cuál es el efecto de internet sobre X, declinemos cortésmente contestar y nos quedemos callados. O, si estamos de humor para disentir, señalemos el peligro explícito que supone hacer esa clase de preguntas.

 

 

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