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Artículo del libro La búsqueda de Europa: visiones en contraste

Homo europaeus: ¿existe una cultura europea?

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¿Qué significa sentirse europeo? ¿Existe una cultura europea? En este capítulo se analiza la historia, las dificultades y las potencialidades de el sentimiento de esta entidad política definida por el multilingüismo y que atraviesa, como si se tratara de un paciente, una auténtica depresión, pues está perdiendo su imagen de gran potencia y se encuentra sumida en una profunda crisis financiera, política y existencial. Tras haber sucumbido a los dogmas identitarios hasta caer en el crimen, está surgiendo ahora un “nosotros” europeo. Ante esta Europa se alza un desafío histórico: ¿será capaz de enfrentarse a la crisis de creencias universal y tender puentes entre religiones y culturas?

¿Está Europa KO? Todo lo contrario: sin Europa reinaría el caos. ¿Por qué?

Como ciudadana europea, de nacionalidad francesa y origen búlgaro y norteamericana de adopción, no soy insensible a la crítica acerba, pero también oigo el deseo de Europa y su cultura. Frente a la crisis financiera, ni griegos, ni portugueses, ni italianos, ni siquiera los franceses, han reaccionado poniendo en tela de juicio su pertenencia a la cultura europea: se “sienten” europeos. ¿Qué significa este sentimiento, tan interiorizado que ni siquiera se menciona en el Tratado de Roma? Hasta hace poco no tenía cabida en la agenda política, sin embargo, ahora se incluye a través de iniciativas en favor del patrimonio, por ejemplo, aunque estas carecen de una visión prospectiva. La cultura europea puede ser la avenida central que logre conducir a las naciones del continente hasta una Europa federal. Pero, llegados a este punto, debemos preguntarnos, ¿qué es la cultura europea?

¿Qué identidad?

En contraste con determinado culto a la identidad 2 , la cultura europea se enfrenta siempre a una paradoja: existe una identidad, la mía, la nuestra, pero se puede construir y deconstruir infinitamente. A la pregunta “¿quién soy yo?”, la mejor respuesta, desde un punto de vista europeo, evidentemente no es la que se basa en certezas, sino la que plantea con pasión interrogantes. Tras haber sucumbido a los dogmas identitarios hasta caer en el crimen, está surgiendo ahora un “nosotros” europeo. Aunque Europa, después de haber cedido a la barbarie en el pasado –y no debemos dejar nunca de recordar y estudiar esos acontecimientos–, pudo hacer un análisis más profundo que muchos otros al respecto, y por esa razón transmite ahora al resto del mundo una idea y praxis en términos de identidad como una curiosa inquietud.

Es posible reformular el patrimonio europeo en un antídoto contra la crispación identitaria, tanto la nuestra como la de cualquier otro. Sin pretender enumerar todas las fuentes de esta identidad 3, recordemos que estar constantemente cuestionándola puede derivar en duda corrosiva o en odio de sí mismo: una autodestrucción que Europa dista mucho de haberse ahorrado. Con frecuencia, este legado de la identidad como duda se reduce a una permisiva “tolerancia” del otro. Pero la tolerancia no es más que la base de la pregunta, que no se queda en una generosa acogida del otro, sino que lo invita a cuestionarse también a sí mismo: a llevar la cultura del cuestionamiento y del diálogo en los encuentros comunes, extendiendo el problema a todos los participantes. No hay fobia en el cuestionamiento mutuo, sino una lucidez sin fin, única condición del “vivir juntos”. La identidad así entendida puede devenir en identidad plural y en el multilingüismo del nuevo ciudadano europeo.

La diversidad y sus lenguas

“La diversidad es mi lema”, decía Jean de La Fontaine en su fábula El embuchado de anguila 4. Hoy, Europa es una entidad política que habla ya tantas lenguas como países contiene, si no más. Este multilingüismo es el fondo de la diversidad cultural; se trata de protegerlo, de respetarlo –y con él, a las idiosincrasias nacionales–, pero también de intercambiarlo, mezclarlo y cruzarlo. Esta es una novedad para el hombre y la mujer de Europa, que merece una reflexión.

Después del horror del Holocausto, tanto el burgués del siglo xix como el revolucionario del xx se empezaron a enfrentar a otra época. La diversidad lingüística europea está creando personas caleidoscópicas, capaces de desafiar el bilingüismo del globish English. ¿Es eso posible? Actualmente, todo nos lleva a negarlo. Sin embargo, está surgiendo poco a poco una especie nueva, un sujeto polifónico, y ciudadano políglota de una Europa plurinacional. El europeo ¿será un sujeto singular, de psique intrínsecamente plural, trilingüe, cuatrilingüe, multilingüe? ¿O se limitará al globish?

La cultura europea puede ser la avenida central que logre conducir a las naciones del continente hasta una Europa federal

El espacio plurilingüe de Europa invita más que nunca a que los franceses se conviertan en políglotas para comprender la diversidad del mundo y para dar a conocer a Europa y al mundo su singularidad. Lo que digo de los franceses vale, evidentemente, para todas las demás lenguas de la polifonía europea a veintiocho. Solo a través de las lenguas ajenas será posible despertar una nueva pasión por cada idioma (el búlgaro, el sueco, el danés, el portugués…), la cual no se recibirá ya como a una estrella fugaz, folclore nostálgico o vestigio académico, sino como el indicio supremo de una diversidad renacida.

Salir de la depresión nacional 5

Independientemente de su arraigo, la idiosincrasia nacional puede atravesar una auténtica “depresión”, al igual que las personas. Europa está perdiendo su imagen de gran potencia, y la crisis financiera, política y existencial se vuelve palpable. Pero lo mismo ocurre con las naciones europeas, incluidas las de más reconocimiento histórico, entre ellas Francia.

Cuando un psicoanalista trata a un paciente deprimido, empieza por restablecer la confianza en sí mismo. De esa manera, puede crearse una relación entre los dos protagonistas de la terapia, para que la palabra vuelva a ser fecunda y aliente un verdadero análisis crítico de la dolencia. Del mismo modo, la nación deprimida necesita una imagen óptima de sí misma antes de ser capaz de hacer esfuerzos por emprender, por ejemplo, la integración europea, o la expansión industrial y comercial, o una mejor acogida de los inmigrantes. “Las naciones, como los hombres, mueren de descortesías imperceptibles”, escribió Giraudoux. Un universalismo mal entendido más la culpabilidad colonial han llevado a numerosos personajes políticos e ideológicos a cometer a menudo, so pretexto de cosmopolitismo, este tipo de “descortesías imperceptibles”. Actúan con un resentimiento arrogante en cuanto respecta a la nación, y contribuyen así a agudizar la depresión nacional antes de arrojarla a la exaltación maníaca, nacionalista y xenófoba.

Las naciones europeas esperan a Europa, y Europa tiene necesidad de unas culturas nacionales orgullosas, valoradas, que materialicen en el mundo esta diversidad cultural para la cual hemos dado mandato a la Unesco. La multiculturalidad nacional es el único antídoto contra el mal de la banalidad, esta nueva versión de la banalidad del mal. La Europa “federal” así entendida podría tener entonces un papel importante en la búsqueda de nuevos equilibrios mundiales.

Dos concepciones de libertad

La caída del muro de Berlín en 1989 demarcó con claridad la diferencia entre dos modelos: la cultura europea y la cultura norteamericana. Se trata de dos conceptos distintos de libertad que las democracias aplican. Distintas pero complementarias, las dos versiones están igualmente presentes en los principios e instituciones internacionales, sea en Europa o en ultramar.

Al identificar “libertad” con “autocomienzo”, Kant abre camino a una apología de la subjetividad emprendedora, subordinada no obstante a la libertad de la Razón (pura o práctica) y a una Causa (divina o moral). En este orden de pensamiento, que propicia el protestantismo, la libertad aparece como una libertad de adaptarse a la lógica de causas y efectos o, en palabras de Hannah Arendt, como una adaptación, o “cálculo de las consecuencias”, a la lógica de la producción, de la ciencia, de la economía. Ser libre sería, de esta manera, ser libre de producir los mejores efectos de esta secuencia de causas y efectos para adaptarse al mercado de la producción y del beneficio.

La multiculturalidad nacional es el único antídoto contra el mal de la banalidad

Pero existe otro modelo de libertad, también de procedencia europea. Aparece en la Grecia clásica: se desarrolla con los presocráticos y por medio del diálogo socrático. Sin subordinarse a ninguna causa, esta libertad fundamental se manifiesta en el Ser de la palabra que se entrega, se da, se presenta a sí misma y al otro y, en este sentido, se libera. Esta liberación del Ser de la palabra, por y durante el encuentro entre el Uno y el Otro, se inscribe como cuestionamiento infinito, antes de que se fije la libertad en el encadenamiento de causas y efectos. Sus experiencias por antonomasia son la poesía, el deseo y la revolución, que revelan la singularidad inconmensurable (y sin embargo, compartible) de cada hombre y de cada mujer.

Existen riesgos en este segundo modelo, basado en una actitud cuestionadora: ignorar la realidad económica, esconderse tras exigencias corporativas, ceñirse a la tolerancia y tener miedo de cuestionar las reivindicaciones y los cultos identitarios de los nuevos actores políticos y sociales; desentenderse de la competencia mundial y refugiarse en la pereza y en los arcaísmos. Pero también encontramos ventajas en este modelo del que hoy se hacen valedoras las culturas europeas y que no culmina en un proyecto, sino en el placer de la vida humana en su singularidad compartible.

En este contexto, Europa vuelve a estar lejos de la homogeneidad y de la unidad. En primer lugar, es fundamental que la “vieja Europa”, y en concreto Francia, se tome en serio las dificultades económicas y existenciales de la “nueva Europa” 6. Pero también es necesario reconocer las diferencias culturales, y sobre todo religiosas, que desgarran a los países europeos en su propio interior y que los separan entre sí. Tenemos que aprender urgentemente a respetar más las diferencias (por ejemplo: la Europa ortodoxa y musulmana, el malestar persistente de los Balcanes y el sufrimiento de Grecia por la crisis financiera).

Necesidad de creer, deseo de saber

Entre las múltiples causas que conducen a los problemas actuales, hay una que los políticos suelen pasar por alto: se trata de la negación que pesa sobre lo que yo llamaría “necesidad de creer” universal, prerreligiosa y prepolítica, inherente a estos seres hablantes que somos nosotros, y que se expresa como una “enfermedad de idealidad” específica del adolescente (sea oriundo o de origen inmigrante).

A diferencia del niño curioso y juguetón que busca el placer, interesado en saber de dónde viene, el adolescente no es tanto un indagador como un creyente: tiene necesidad de creer en ideales para sobrepasar a sus padres, separarse de ellos y superarse a sí mismo (al adolescente lo he tildado de trovador, cruzado, romántico, revolucionario, tercermundista, extremista, integrista). Pero la decepción conduce a este enfermo, aquejado de idealidad, a la destrucción y a la autodestrucción a través de la exaltación: toxicomanía, anorexia y vandalismo por un lado, y precipitado hacia los dogmas del extremismo fundamentalista por el otro. Idealismo y nihilismo: la ebriedad vacía y el martirio recompensado por el paraíso absoluto caminan de la mano en esta enfermedad de idealidad inherente a toda adolescencia, que en determinadas condiciones estalla en los más frágiles. Hemos comprobado su manifestación en los medios: la convivencia entre tráfico mafioso y exaltación yihadista que reina hoy a nuestras puertas, en África, en Siria.

Si una “enfermedad de idealidad” recorre la juventud, y con ella, el mundo, ¿podría Europa proponer un remedio? ¿De qué ideal es portadora? El tratamiento religioso de la desazón, de la angustia y de la rebelión se halla asimismo inoperante ante la aspiración paradisíaca de esta creencia paradójica, nihilista, que blande el adolescente desintegrado, desocializado en el contexto de la implacable migración mundializada. Este fanático que rechazamos indignados nos puede amenazar desde dentro. Es la imagen que conservamos de la “revolución de los jazmines”, desatada por una juventud ávida de libertad y de reconocimiento de su dignidad singular; pero su anhelo está asfixiado por otra necesidad de creer, distinta y fanática.

En la encrucijada del Cristianismo, del Judaismo y del Islam, Europa está llamada a tender puentes entre los tres monoteísmos

Ante Europa se alza un desafío histórico. ¿Será capaz de enfrentarse a esta crisis de creencias, que ya no logra contener la compuerta de la religión? El terrible caos vinculado a la destrucción de la capacidad de pensar y asociarse, que el tándem nihilismo-fanatismo instaura en diversas partes del mundo, afecta al propio fundamento del vínculo entre los seres humanos. Es la concepción del ser humano forjada en la encrucijada que forman las tradiciones griega, judía y cristiana, con su aportación musulmana, la inquietud de universalidad singular y compartida, la que parece amenazada. La angustia que paraliza a Europa en estos tiempos decisivos expresa la incertidumbre de este trance. ¿Seremos capaces de movilizar todos los medios a nuestro alcance –jurídicos, económicos, educativos y terapéuticos–, para combatir, dispuestos a prestar nuestros oídos y con la formación y generosidad necesarias, esta acuciante enfermedad de idealidad que nos invade y que en la propia Europa es expresada de forma dramática por adolescentes excluidos,–y no solamente ellos–?

En la encrucijada del cristianismo (católico, protestante, ortodoxo), del judaísmo y del islam, Europa está llamada a tender “puentes entre los tres monoteísmos”, comenzando por encuentros e interpretaciones recíprocas, pero también, y sobre todo, por dilucidaciones y transvaloraciones inspiradas por las ciencias humanas. Más aún: erigida hace ya dos siglos en punta de lanza de la secularización, Europa es el lugar por excelencia que debería iluminar la necesidad de creer. El Siglo de las Luces, en su precipitación por combatir el oscurantismo, ha subestimado su pujanza.

Una cultura de los derechos de la mujer

De la Ilustración a las sufragistas, pasando por Marie Curie, Rosa Luxemburgo, Simone de Beauvoir o Simone Weil, la emancipación de la mujer por vía de la creatividad y de la lucha por los derechos políticos, económicos y sociales ofrece un terreno conciliador para las diversidades nacionales, religiosas y políticas de los ciudadanos europeos. Este rasgo distintivo de la cultura europea actúa también como inspiración y sustento para la emancipación. Recientemente, el premio Simone de Beauvoir a la libertad de las mujeres ha sido concedido a la joven pakistaní Malala Yousafzai, gravemente herida por los talibanes porque reclamaba en su blog el derecho de las jóvenes a la educación.

Contra los dos monstruos –el bloqueo político causado por la economía y la amenaza de la destrucción ecológica–, el espacio cultural europeo podría ser una respuesta audaz; tal vez sea la única que se tome en serio la complejidad de la condición humana, incluyendo las lecciones de su memoria y los riesgos de sus libertades.

¿Soy demasiado optimista? Para poner en evidencia los caracteres, la historia, las dificultades y las potencialidades de la cultura europea, imaginemos alguna iniciativa concreta, por ejemplo, organizar en París un foro europeo sobre el tema “Il existe une culture européenne”, con la participación de intelectuales, escritores y artistas destacados de los veintiocho países europeos, que puedan representar este caleidoscopio lingüístico, cultural y religioso. Se trataría de reflexionar sobre la historia y la actualidad de este conjunto plural y problemático que es la UE, de plantear preguntas sobre su originalidad, sus puntos débiles y sus ventajas. Este foro conduciría a la creación de una academia o colegio de las culturas europeas, quizás incluso a una federación de las culturas europeas, que podría ser trampolín y precursor de la federación política. El multilingüismo sería un actor principal de este sueño.

Notas:

1 Este texto está extraído en su mayor parte de una intervención dictada en la reunión internacional Europe ou le chaos (Europa o el caos), celebrada en el Théâtre du Rond-point des Champs Elysées el 28 de enero de 2013.

2 En nombre del cual la moderna conciencia políticamente correcta sigue librando aún hoy guerras liberticidas y mortíferas.

3 Esta actitud, para mí, se deja oír en la palabra del Dios judío: Eyeh asher eyeh (Éxodo, 3, 14), retomada por Jesús (Juan, 8, 23): una identidad sin definición, que remite el “yo” a un eterno e inefable retorno sobre sí mismo. La oigo asimismo, de modo distinto, en el diálogo silencioso del Yo pensante de Platón consigo mismo, siempre “dos en uno”, cuyo pensamiento no ofrece nunca una respuesta, sino que la desmenuza. También en la filia politikè aristotélica, que anuncia el espacio social y un proyecto político apelando a la memoria individual y a la biografía personal. En el viaje en el sentido de San Agustín, para quien no hay más que una patria, que es precisamente el viaje mismo: In via in patria. Los Ensayos de Montaigne consagran la polifonía identitaria del Yo: “No somos más que seres fragmentarios de una contextura tan informe y diversa, que cada pieza de las que nos forman, y cada momento de nuestra vida, hacen un juego distinto”. En el Cogito de Descartes, donde se oye: “solo soy porque pienso”. Pero, ¿qué es pensar? Lo sigo oyendo en la rebelión del Fausto de Goethe : Ich bin der Geist der stetz verneint (¡Yo soy el espíritu que siempre niega!), en el “análisis interminable” de Freud : “Donde estaba el ello, debe advenir el yo”.

4 Véase “Diversité c’est ma devise” (Diversidad es mi lema), en Kristeva, J., Pulsions du temps, Fayard, 2013, pág. 601.

5 Véanse “Existe-t-il une culture européenne?” (¿Existe una cultura europea?) y “Le message culturel français” (El mensaje cultural francés), en Kristeva, J., Pulsions du temps, Fayard, 2013, págs. 601 ss.; 635 ss.

6 Según la polémica fórmula elaborada por el secretario estadounidense de Defensa, Donald Rumsfeld, con ocasión de los enfrentamientos diplomáticos sobre la guerra de Iraq.

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