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Artículo del libro La era de la perplejidad. Repensar el mundo que conocíamos

Guerra y paz (y estados intermedios)

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Hoy día rara vez los estados actuales se enfrentan en guerras clásicas los unos contra los otros. En lugar de ello, los estados combaten a grupos terroristas como al-Qaeda y el ISIS, que, aún siendo débiles desde el punto de vista militar, seguirán planteando amenazas y alimentando la narrativa de un “choque de culturas” entre Occidente y el Islam. Pero el mayor riesgo para el futuro vendrá de la ciberguerra y de las armas robóticas. Mientras, las instituciones emblemáticas creadas para fomentar la paz, como la misma Organización de las Naciones Unidas, se están debilitando. Los políticos de hoy no pueden caer en la complacencia.

«Nunca ha habido una guerra larga de la que se haya beneficiado ningún país.» Puede que la sabiduría del muy citado aforismo de Sun Tzu esté ahora pasándosele por la cabeza a los distintos gobiernos y ejércitos que han dedicado tanta sangre y dinero a los conflictos de este siglo XXI en Afganistán, Irak, Siria y Yemen, por no hablar de las guerras que, décadas después de su comienzo, siguen atemorizando a buena parte de África central.

Pero reconocer la futilidad de unas prácticas no implica, automáticamente, darlas por terminadas, o fijémonos si no en la decisión del presidente Donald Trump en el verano de 2017 de destinar más tropas para apoyar al gobierno de Afganistán. Aquellos que sigan Twitter quizá recuerden que en 2012 Trump tuiteó: «¿Por qué seguimos adiestrando a esos afganis que luego disparan a nuestros soldados por la espalda? Afganistán es un completo despilfarro. ¡Es hora de volver a casa!».

El tuit de Trump en 2012 dice algo obvio. Es absurdo que la guerra en Afganistán, que empezó con ataques aéreos estadounidenses y británicos en octubre de 2001, dure ya cuatro veces más que la implicación de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial. Después de todo, y al contrario que en el caso de esta última, el conflicto afgano, independientemente de sus repercusiones, no afecta a la civilización global. Y pese a ello Trump, al igual que Obama y George W. Bush antes que él, es incapaz de «declarar la victoria e irse», parafraseando el cínico consejo del senador George Aiken cuando Estados Unidos quedó empantanado en la guerra de Vietnam.

Lo cierto es que muy pocas guerras son sencillas, y se puede decir que incluso menos aún son rápidamente decisivas. Cuando Francia y Gran Bretaña dirigieron la carga, en marzo de 2011, contra Muamar el Gadafi (Estados Unidos estaba, como todo el mundo sabe, «liderando desde la retaguardia», en palabras de un funcionario de la Casa Blanca), la operación militar parecía sencilla y, con la muerte de Gadafi en octubre, decidida. Pese a ello, Libia se convirtió entonces en un «Estado fallido», usado como punto de tránsito por miles de inmigrantes para cruzar el Mediterráneo en busca de una vida mejor en Europa; y esos emigrantes amenazan la cohesión y, ciertamente, los valores de la Unión Europea.

Muy pocas guerras son sencillas y menos aún son rápidamente decisivas.

Un problema, apuntado a lo largo de los siglos por incluso el más amable de los observadores, es que el instinto para cometer actos de violencia es consustancial al ser humano (y, de acuerdo con los científicos actuales, ejerce la violencia con mucha más frecuencia que en el caso de otros mamíferos). Un problema relacionado es que la acción violenta suele presentarse con frecuencia como una solución tentadora a cualquier «nudo gordiano» generado por unas disputas diplomáticas interminables. Tal y como demostró Gran Bretaña en el siglo XIX en su enfoque con respecto a China y Egipto, la «diplomacia de las cañoneras» (consistente en amenazar con la acción militar o llevándola a cabo) supone una política seductora para cualquier superpotencia.

Pero ya no puede ser tan eficaz, incluso para la potencia estadounidense (o «hiperpotencia», como una vez se refirió a Estados Unidos Hubert Védrine, el antiguo ministro de Asuntos Exteriores de Francia). Una razón reside en la limitación impuesta por la arquitectura institucional construida tras la Segunda Guerra Mundial. La Organización de las Naciones Unidas, la Organización Mundial del Comercio, la Convención de la ONU sobre el Derecho del Mar o el Tribunal Internacional de Justicia (TIJ) generan impedimentos para una acción inmediata, indirecta y unilateral, incluso a Estados Unidos, un país que todavía tiene que ratificar el Derecho del Mar y que rehúsa unirse al TIJ, a pesar de que ayudó a crearlo.

Una segunda limitación es el poder de los medios, especialmente de la televisión y, cada vez más, de las «redes sociales» de internet. En 1968, Walter Cronkite, el presentador de la cadena de televisión CBS, realizó un viaje para grabar reportajes en Vietnam que rebatió el optimismo promovido por los generales norteamericanos. El resultado fue incrementar la desafección de los estadounidenses hacia la guerra y sus políticos. Tal y como lo expuso el presidente Lyndon Johnson: «Si he perdido a Cronkite, he perdido a la América profunda», y al cabo de poco Johnson decidió no presentarse a la reelección.

Si un presentador en una época en que tres cadenas de televisión gigantes elegían y dominaban la cobertura de las noticias en Estados Unidos puede tener tal efecto, imagine las presiones a las que se ven sometidos los políticos actuales: un sinnúmero de canales de televisión transmitiendo noticias las veinticuatro horas del día. Al mismo tiempo, las redes sociales, desde YouTube hasta Facebook, hacen lo mismo para una tercera parte de la población mundial. En 1982, las autoridades británicas pudieron ejercer un control estricto sobre las noticias de la guerra para recuperar las islas Malvinas, en el Atlántico sur. Hoy en día, estas restricciones son tecnológicamente imposibles cuando un iPhone puede transmitir imágenes con la calidad propia de la televisión desde cualquier lugar del mundo.

La lección es sencilla: los políticos se convierten en rehenes del «efecto CNN» cuando sus votantes, que se emocionan con las imágenes que aparecen en sus pantallas, exigen «que se haga algo». En una democracia, el gobierno valiente es el que ignora la demanda y espera a que el electorado se aburra y las cámaras dirijan sus objetivos hacia cualquier otro lugar. Los regímenes autoritarios no sienten la misma presión, pero incluso la monarquía absolutista de Arabia Saudí ha tomado conciencia, para su incomodidad, del daño para su reputación provocado por su implicación, desde enero de 2015, en la guerra civil de Yemen. Los reportajes de televisión sobre niños famélicos y ciudades devastadas, junto con las noticias de que en agosto de 2017 el cólera había afectado a medio millón de yemeníes, hicieron que los votantes estadounidenses y los de otros países occidentales se cuestionaran la moralidad de la venta de armas a Arabia Saudí y a sus aliados en el Golfo.

El zafarrancho de combate

Las guerras las generan muchos factores que a menudo se superponen; las naciones se enfrentan en el campo de batalla por las ideologías, la religión, las diferencias étnicas, el territorio, los recursos naturales (y, cada vez más, el impacto del cambio climático se convertirá en acicate para el conflicto). En ocasiones, incluso la personalidad y la ambición de un único individuo harán que una nación entre en guerra (como en el caso de Hitler en la Segunda Guerra Mundial y de Sadam Husein en la guerra entre Irak e Irán en la década de 1980), pero el cliché es que la guerra es, o debería ser, el último recurso.

Esa idea es fundamental para el concepto de una «guerra justa», en virtud del cual la lógica de san Agustín ha dado a muchos gobiernos, a lo largo de los siglos, la justificación para emplazar a sus ciudadanos a acudir a un campo de batalla extranjero. En algunos casos, especialmente la Segunda Guerra Mundial, los criterios para una guerra justa se cumplían claramente, pero en otros, como el de la invasión de Irak en 2003, no era así. Hans Blix, el diplomático de la ONU que buscaba las supuestas armas de destrucción masiva de Irak, había argumentado en vano que hacía falta más tiempo, pero, pese a ello, el presidente George W. Bush y Tony Blair se mostraron felices de anunciar que el «último recurso» era lo único que quedaba.

Tenemos la necesidad de creer que el concepto de “guerra justa” es indisociable de una «causa justa»: la guerra solo puede justificarse como respuesta ante el sufrimiento de una injusticia. Pero como es la nación perjudicada la que determina el casus belli, queda un amplio espacio para la interpretación. Puede que el ejemplo más flagrante sea el de la «guerra de la Oreja de Jenkins» (conocida por los españoles como la guerra del Asiento), cuando barcos británicos atacaron, en 1739, a naves españolas en el Caribe. El pretexto fue el de buscar una compensación por la injusticia sufrida por Robert Jenkins, un capitán de navío británico al que el comandante de un buque patrullero español le había cortado la oreja frente a las costas de Florida. Pero la compensación había tardado mucho en llegar, ya que Jenkins había perdido su oreja en 1731.

BBVA-OpenMind-Libro 2018-Perplejidad-Andrews-Armas-Nucleares-Acción de protesta en la Campaña Internacional para Abolir las Armas Nucleares (ICAN). Los activistas llevan máscaras del presidente estadounidense Donal Trump y del líder de la República Popular Democrática de Corea, Kim Jon-un, mientras posan con una simulación de misil frente a la embajada de la República Popular Democrática de Corea en Berlín, en septiembre de 2017.
Acción de protesta en la Campaña Internacional para Abolir las Armas Nucleares (ICAN). Los activistas llevan máscaras del presidente estadounidense Donal Trump y del líder de la República Popular Democrática de Corea, Kim Jon-un, mientras posan con una simulación de misil frente a la embajada de la República Popular Democrática de Corea en Berlín, en septiembre de 2017.

Si a la Gran Bretaña del siglo XVIII le venía bien ver un casus belli solo cuando le convenía, ¿qué hay de Estados Unidos y de otras naciones en el siglo XXI? El comportamiento de Kim Jong Un, el líder norcoreano, proporciona una invitación tras otra a Estados Unidos y sus aliados en el nordeste de Asia para abandonar la diplomacia y recurrir a la guerra; pero es decisión suya si aceptar o no esta invitación. Cuando Corea del Norte (o la República Democrática Popular de Corea, por utilizar su ridículo nombre oficial) lanzó, el 29 de agosto de 2017, un misil balístico que atravesó el espacio aéreo de Japón, el gobierno de Shinzo Abe podría, razonablemente, haber reivindicado que la acción de Corea del Norte constituía un casus belli.

Pero es difícil ver cómo semejante reacción habría beneficiado a Japón y a su gente. La cruda realidad es que cualquier guerra en la región tendría consecuencias devastadoras. Como mínimo, las víctimas podrían contarse por cientos de miles, y probablemente por muchos millones, y llevaría años reparar los daños materiales. En el peor de los casos, el nordeste de Asia se vería abocado a una conflagración nuclear que englobaría a la península de Corea, Japón, China, Rusia y, en virtud de las obligaciones de sus tratados, a Estados Unidos. El primer ministro Abe comentó, acertadamente: «El ultrajante acto de lanzar un misil por encima de nuestro país supone una seria y grave amenaza sin precedentes, y perjudica enormemente a la paz y la seguridad en la región». Pero en lugar de lanzar una amenaza militar a Corea del Norte (difícil, en cualquier caso, bajo los términos de la «Constitución de la paz» adoptada por Japón después de su derrota en la Segunda Guerra Mundial), Abe simplemente exigió «una mayor presión sobre Corea del Norte en cooperación con la comunidad internacional».

Esto contrasta, por supuesto, con el lenguaje belicoso (especialmente vía Twitter) de Donald Trump ante las provocaciones de Kim Jong Un. Dado que Kim ha amenazado con lanzar misiles sobre Guam, un territorio estadounidense en el Pacífico, y se ha jactado de que el territorio continental de Estados Unidos podría convertirse en un «mar de fuego», cualquier administración estadounidense podría argumentar justificadamente que existe un casus belli para un represalia, o incluso para un ataque preventivo contra Corea del Norte; pero, de entre los presidentes estadounidenses, solo Donald Trump ha respondido a la retórica amenazante de Corea del Norte con una grandilocuencia equivalente: Estados Unidos está «completamente preparado» para descargar «fuego y furia» si Corea del Norte cree que puede llevar sus amenazas a cabo. En otro tuit gráfico, el presidente argumentó: «Estados Unidos ha estado hablando con Corea de Norte y pagándole dinero por sus extorsiones durante veinticinco años. ¡Hablar no es la respuesta!».

Pero ¿cuál es la respuesta? Analizar los tuits del presidente Trump supone un pasatiempo entretenido (y frecuentemente inquietante) para los psicólogos de salón. Los defensores del presidente argumentarán que él y sus asesores están utilizando una estrategia de «poli bueno y poli malo», con Rex Tillerson, el secretario de Estado de Trump, anunciando públicamente que Estados Unidos no tiene ningún plan ni deseo de un cambio de régimen en Pionyang, y con el general James «Perro Loco» Mattis, el secretario de Defensa, declarando: «Nunca nos faltan soluciones diplomáticas».

Esperemos que sea así. En la frase célebre de Churchill, el cara a cara es preferible a la guerra (sus palabras reales fueron: «Reunirse cara a cara es mejor que la guerra»). Ciertamente, existen organizaciones para promover suficientes reuniones cara a cara, desde la Organización de las Naciones Unidas (donde, de manera significativa, todos los miembros del Consejo de Seguridad con derecho a veto son potencias nucleares) hasta el Foro de Cooperación Económica AsiaPacífico y la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático. El hecho de que Corea del Norte, aparentemente feliz con su estatus de nación paria, pertenezca a la ONU y a algunos otros organismos internacionales no debe suponer una preocupación. Después de todo, la suposición común es que la ambición de Kim no es la de invadir a otros, sino simplemente la de mantenerse a sí mismo y a su régimen en el poder, en cuyo caso debe quedar, con toda certeza, espacio para la diplomacia y mantener controlado a Kim, incluso aunque esto implique lo que Trump llama «dinero de extorsiones».

Estados en conflicto

Si la crisis de Corea condujese a la guerra más que a las palabras, se trataría de un suceso raro en la historia reciente; a diferencia de siglos anteriores (incluida la primera mitad del siglo XX), la mayoría de las guerras ya no son entre estados. En cambio, implican a los estados que luchan contra actores que no son estados (como Al-Qaeda), o se trata de guerras civiles (como en el caso de Afganistán, Irak y Libia), en las que los estados se unen formando coaliciones para combatir colectivamente contra un enemigo al que se considera merecedor de castigo. El que una nación vaya a la guerra contra otra, como hicieron Rusia y Georgia durante solo cinco días en 2008, supone en gran medida la excepción.

Las razones no son un misterio. La Segunda Guerra Mundial terminó con la derrota del fascismo, pero sin resolver la disputa entre el capitalismo y el comunismo. Dado que los principales antagonistas (Estados Unidos y la Unión Soviética) eran, y siguen siendo, los mayores poseedores de armas nucleares, la disputa solo se podía librar indirectamente, sobre todo en las partes en vías de desarrollo. Los conflictos y los golpes de Estado en el Sudeste Asiático, África y Latinoamérica tienen sus orígenes en la rivalidad entre las dos superpotencias. Incluso la guerra que se dirime en este siglo en Afganistán quizá tenga sus raíces en esa rivalidad, ya que Estados Unidos (junto con aliados como Arabia Saudí y Pakistán) ayudó a financiar y proveer de armas a los muyahidines en la década de 1980 para expulsar del país a las tropas soviéticas.

Con el colapso de la Unión Soviética y la práctica desaparición del comunismo (el Partido Comunista Chino no oculta la conversión de China al capitalismo), las guerras «por poderes» que habían enfrentado a la Casa Blanca contra el Kremlin acabaron hace ya una generación. Si existe un equivalente en la actualidad, quizá sea la lucha por la influencia en Oriente Medio entre Arabia Saudí, el líder árabe del mundo musulmán suní, e Irán, la cabeza no árabe del Islam chií; su dinero, armas y propaganda alimentan conflictos (principalmente la guerra civil en Siria) y envenenados por el sectarismo religioso librados en su mayor parte por otros.

A medida que los conflictos bélicos han disminuido en número, también lo han hecho las víctimas de la guerra.

Al margen de lo terribles que sean los conflictos actuales para los afectados directamente, el mundo en su conjunto se siente suficientemente a gusto. Gracias a la Unión Europea, un conflicto armado entre Francia y Alemania (que había tenido tres terribles guerras en el transcurso de un siglo) es inconcebible desde hace mucho tiempo. Una guerra entre Israel y sus vecinos árabes es extremadamente improbable (pese a que, en las décadas de 1960 y 1970, los pesimistas se preocupaban por que su antagonismo pudiera intensificarse hasta provocar una Tercera Guerra Mundial). China e India tienen un interés común en asegurar que los desacuerdos fronterizos en el Himalaya no den lugar a una repetición de la guerra, que duró un mes, de 1962. Incluso parece improbable que Pakistán y la India (ambos poseen armas nucleares), en pleno siglo XXI, recurran a una guerra a gran escala, a pesar de sus disputas latentes (y frecuentemente violentas) por Cachemira y de varios ataques terroristas en la India con origen en Pakistán.

Aun así, un mundo agradable también es un mundo peligrosamente complaciente. Es cierto que las guerras entre estados son infrecuentes, y que apenas se dan entre las democracias (si bien Rusia y Georgia, con sus pretensiones de democracia, discutirían sin duda esto). Y es verdad que a medida que estos conflictos bélicos han disminuido en número, también lo han hecho las víctimas de la guerra (gracias a los mejores cuidados médicos y a un armamento generalmente más ligero). El coste medio anual en vidas durante la Segunda Guerra Mundial fue de por lo menos 10 millones. En cambio, según los investigadores de la Universidad de Brown, en Estados Unidos, el número de personas muertas directamente entre 2001 y julio de 2016 debido a la guerra de Afganistán fue «solamente» de 111.442.

BBVA-OpenMind-Libro 2018-Perplejidad-Andrews-Hackers-Los ataques cibernéticos a gran escala como hackear importantes campañas electorales, se multiplican cada año y pueden provenir de cualquier rincón del mundo.
Los ataques cibernéticos a gran escala como hackear importantes campañas electorales, se multiplican cada año y pueden provenir de cualquier rincón del mundo.

Pero ¿qué sucederá si la retórica de Trump y las provocaciones de Kim van demasiado lejos? ¿De qué utilidad será la ONU si una guerra que implique a la península de Corea arrastra a Estados Unidos y a China (ambos miembros permanentes del Consejo de Seguridad) a una confrontación militar? Los líderes occidentales actuales pertenecen a una generación que no se ha visto afectada por una conflagración mundial y, tal y como han mostrado Afganistán, Irak y Libia, quizá estén demasiado despreocupados de las consecuencias de la guerra. La idea de que una «destrucción mutua asegurada» mantendría al mundo a salvo de una guerra nuclear ya no parece tan convincente cuando Rusia sopesa el uso de armas nucleares tácticas si se diera un intento militar de revertir su anexión de Crimea en 2014.

Armamento alternativo

Cada año, los gobiernos del mundo gastan fortunas en armamento; más de 370.000 millones de dólares en 2015, según el Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo, que también calcula que, en 2016, los presupuestos de defensa sumaron casi 1,8 billones de dólares, lo que equivale a alrededor del 2,2 por ciento del PIB mundial. Estas impactantes cifras reflejan no solo la responsabilidad de cualquier Estado a la hora de defender a sus ciudadanos, sino también el poder de la presión de lo que el presidente estadounidense Dwight Eisenhower llamó, en su discurso de despedida al pueblo estadounidense, en 1961, «el complejo militar-industrial».

BBVA-OpenMind-Libro 2018-Perplejidad-Andrews-Ataques-cibernéticos-Los ataques cibernéticos a gran escala como hackear importantes campañas electorales, se multiplican cada año y pueden provenir de cualquier rincón del mundo.
Los ataques cibernéticos a gran escala como hackear importantes campañas electorales, se multiplican cada año y pueden provenir de cualquier rincón del mundo.

Que este gasto tenga sentido o no, es una cuestión tanto política como económica. Por ejemplo, en Gran Bretaña los críticos dicen que Trident, el sistema británico de misiles nucleares lanzados desde submarinos, es tan caro (sus costes operativos anuales son de alrededor de 2.600 millones de dólares) como fútil, ya que el país tiene una política de «no ser el primero en usarlos», y no pueden imaginar a un primer ministro ordenando un ataque nuclear como medida de represalia. Pero quienes respaldan el sistema Trident señalan que garantiza a Gran Bretaña un puesto en la «mesa principal» (por ejemplo, en el Consejo de Seguridad), y que supone la disuasión definitiva para un agresor. Añaden, además, que el sector de la defensa nuclear da empleo a unas treinta mil personas.

Estas disputas relativas al dinero, los empleos y la eficacia militar no suponen nada nuevo, pero la ironía es que la era digital está creando «ciberarmas» que son baratas y que se podría decir que son más poderosas que todas las armas tradicionales. El virus informático Stuxnet (al parecer diseñado por expertos estadounidenses e israelíes) retrasó meses, o incluso años, el programa nuclear iraní, lo que ayudó a allanar el camino para el tratado nuclear con Irán de 2015. Un ciberataque contra Estonia en 2007 prácticamente paralizó al sector financiero de este país y estuvo cerca de hacer lo mismo con el gobierno de Tallin.

Como el ciberataque sobre Estonia se produjo tras la decisión de su gobierno de retirar un memorial de guerra de la época soviética, se cree que Rusia fue el ciberagresor, pero no existen pruebas de ello, como tampoco existe ninguna certeza absoluta en ninguno de los ciberataques que han tenido lugar en la última década, por ejemplo, contra los bancos europeos o el Sistema Nacional de Salud británico. Está más allá de toda duda que Estados Unidos, China, Corea del Norte e Israel disponen todos ellos de potentes ciberarmas, pero se puede culpar fácilmente de cualquier ataque a un inteligente hacker adolescente que opere desde su habitación. «Noticias falsas» que respaldaban a Trump en las elecciones estadounidenses de 2016 resultaron proceder de unos jóvenes ávidos de dinero y con grandes destrezas informáticas de una pequeña localidad de Macedonia (la Antigua República Yugoslava de Macedonia, tal y como Grecia insiste en llamar a este país). Mientras tanto, la posibilidad de negación es importante: el artículo V de la OTAN, el compromiso colectivo de defensa bajo el cual cualquier ataque a un miembro (como Estonia) supone un ataque contra todos, fue redactado no para los programas malignos (malware) de internet, sino para los ataques militares por parte de enemigos identificables.

Si la ciberguerra acaba definiendo la mayoría de las guerras futura, solo formará parte de la definición.

El armamento convencional, con sus ejércitos, marinas y fuerzas aéreas, no está cerca de desaparecer, ya que siempre tendrá sentido ocupar el territorio de un enemigo con tropas; pero la ventaja de la ciberguerra, aparte de la dificultad de identificar al asaltante, consiste en la ausencia de víctimas físicas. «El arte supremo de la guerra consiste en someter al enemigo sin violencia», tal y como señaló Sun Tzu unos 2.500 años antes de la existencia de internet. El general chino seguramente habría aplaudido a los presidentes Bush, Obama y Trump por su uso de drones equipados con misiles en los que el operador se encuentra resguardado y a salvo a miles de kilómetros de sus objetivos en países como Pakistán y Afganistán. Indudablemente, habría quedado intrigado por la posibilidad de utilizar armas autónomas, que utilizan los avances en inteligencia artificial (IA) para seleccionar sus propios objetivos. Pero, como filósofo además de general, podría muy bien compartir las dudas éticas de Elon Musk y de otros en su demanda de prohibición de la guerra robótica.

Pero si la ciberguerra acaba definiendo la mayoría de las guerras futuras, solo formará parte de la definición. En la crisis política y el conflicto armado final en Ucrania, Rusia ha usado tácticas informáticas, pero también campañas de propaganda, ha inventado noticias y ha enviado tropas rusas disfrazadas como civiles (gracias a su falta de insignias identificativas) a combatir en el este del país en representación de los secesionistas pro-rusos. Este proceso ha sido denominado «guerra híbrida», y se va a usar no solo por la Rusia de Vladímir Putin, sino también por otros. Después de todo, la propaganda política las «noticias falsas» son tan antiguas como la propia guerra, y si no véase su uso en las guerras del siglo XX, desde la Primera Guerra Mundial hasta la guerra de Vietnam.

¿Un choque de civilizaciones?

En 1993, Samuel Huntington, un destacado politólogo estadounidense, escribió un artículo en la revista Foreign Affairs en el que argumentaba que las guerras del futuro se librarían no entre naciones, sino entre culturas. El artículo, titulado «The Clash of Civilizations?» («¿El choque de civilizaciones?»), identificaba un conjunto de culturas: la occidental, la latinoamericana, la islámica, la confuciana, la hindú, la eslava-ortodoxa (es decir, el cristianismo de Rusia y Europa del Este), la japonesa y, posiblemente, la africana. La tesis de Huntington, que más tarde se convirtió en un libro, suponía un rechazo firme de la aseveración hecha en la revista The National Interest por su antiguo alumno Francis Fukuyama, que decía que el mundo había alcanzado «el final de la historia», ya que la caída del comunismo había marcado «el punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como forma final del gobierno humano».

Enfrentado a las lúgubres realidades de las guerras en Irak y Afganistán, Fukuyama, que había formado parte del ala neoconservadora, tan influyente en la presidencia de George W. Bush, ha admitido desde entonces que el triunfo de la democracia liberal occidental quizá deba esperar. Pero ¿significa eso que la tesis de Huntington, desestimada por muchos por simplista, resultará ser cierta?

Tucídides, que escribía hace unos dos milenios y medio (con lo que el historiador griego casi era contemporáneo del chino Sun Tzu), observó que la guerra del Peloponeso, que duró treinta años y que enfrentó a Esparta y Atenas, empezó porque Esparta, la «superpotencia» de la región, temía el creciente poder de Atenas. Graham Allison, de la Universidad de Harvard, llama a esto la «trampa de Tucídides», y él y sus colegas han identificado dieciséis ejemplos en los últimos quinientos años. En doce casos, el resultado fue la guerra (por ejemplo, entre Francia y una pujante Alemania en el siglo XIX), y en solo cuatro de los casos se evitó, siendo el más notable de ellos cuando Gran Bretaña aceptó la supremacía de Estados Unidos a principios del siglo XX. Un ejemplo más reciente, por supuesto, es que Gran Bretaña y Francia, que la vencieron en dos guerras mundiales, han aceptado el ascenso de Alemania como la potencia económica de la Unión Europea.

La cuestión, en las décadas venideras, no es si Estados Unidos, reconocida como la superpotencia mundial, se verá retado por el inexorable ascenso de China, sino la forma en la que reaccionará. En un texto de 2015, el profesor Allison se mostraba pesimista: «Basándose en la trayectoria actual, la guerra entre Estados Unidos y China en las décadas venideras no es solo posible, sino mucho más probable de lo que se reconoce en este momento». Dado que el poder económico y el militar suelen ir juntos, podría muy bien estar en lo cierto, aunque vale la pena apuntar que Estados Unidos es responsable de alrededor del 40 por ciento del gasto mundial en defensa y que, si prosiguen las tendencias actuales, pasarán otras dos décadas, aproximadamente, antes de que China alcance el nivel de Estados Unidos. También vale la pena señalar la retórica contraria a China, tanto en los tuits como en los discursos de Donald Trump. Tal y como apunta Allison: «Cuando una potencia emergente amenaza con desplazar a otra dominante, crisis normales que, de otro modo, se verían contenidas, como el asesinato de un archiduque en 1914, pueden desencadenar una cascada de reacciones que, a su vez, provoquen resultados que, ninguna de las partes hubiera escogido». ¿Está Trump, inconscientemente, generando semejante crisis? ¿O lo está haciendo China, con su «construcción de islas» en zonas en disputa en el mar de la China Meridional?

Cualquier choque entre China y Estados Unidos daría alguna credibilidad a la idea de un «choque de civilizaciones», pero una prueba mucho más convincente es la creciente influencia de lo que convenientemente se ha denominado “islamismo”, una interpretación fundamentalista del Corán y de los relatos (hadices) del profeta Mahoma.

BBVA-OpenMind-Libro 2018-Perplejidad-Andrews-Mosul-Miembros de la policía federal iraquí celebran la recuperación de la ciudad vieja de Mosul mientras otras fuerzas de liberación siguen combatiendo al Estado Islámico en otras zonas de la ciudad.
Miembros de la policía federal iraquí celebran la recuperación de la ciudad vieja de Mosul mientras otras fuerzas de liberación siguen combatiendo al Estado Islámico en otras zonas de la ciudad.

El «choque» entre Occidente y el extremismo musulmán es innegable en el contexto de Al-Qaeda, el ISIS (o Estado Islámico, tras su reivindicación de un nuevo califato), los talibanes, Boko Haram y varios otros grupos islamistas. Después de todo, no esconden su oposición a la democracia y a los valores y el comportamiento occidentales; y la respuesta de Occidente, en forma de las guerras de Afganistán e Irak, ha ayudado a difundir la visión, común en todo el mundo musulmán, de que Occidente está en guerra contra el Islam. Cuando el Estado Islámico anuncia su determinación de recuperar Al-Ándalus, tal y como llaman a lo que en la Edad Media era la España musulmana, espera recordar a todos los musulmanes su afinidad con la época en que el mundo islámico (y no el cristiano) era el centro del conocimiento y la civilización.

Pero para que se produzca un verdadero choque entre la civilización occidental y el Islam, los principios de los extremistas islámicos deben arraigar en el mundo islámico en su conjunto. Están incómodamente próximos a las enseñanzas del wahabismo, la austera doctrina, que se remonta a los primeros días del Islam, que ha dominado en Arabia Saudí desde la creación de este reino en 1932. Aunque Arabia Saudí da la bienvenida a los musulmanes chiíes que peregrinan a La Meca (un deber que, si la salud lo permite, los musulmanes deben cumplir por lo menos una vez en la vida), muchos wahabíes consideran que son apóstatas y que, de acuerdo con su interpretación del Islam, se debería matar a los apóstatas (el ISIS, por supuesto, estaría de acuerdo). Para consternación de los musulmanes moderados, Arabia Saudí ha dedicado miles de millones de su riqueza petrolera a la creación de mezquitas y madrasas (escuelas islámicas) que han diseminado el mensaje wahabí por todo el mundo. Irónicamente, el mensaje se ha girado en contra de la casa real saudí: tanto Al-Qaeda como el ISIS consideran que la familia real es corrupta e hipócrita y, por lo tanto, un objetivo para sus ataques. De hecho, incluso antes de la existencia de Al-Qaeda y el ISIS, fundamentalistas extremistas han actuado contra el régimen saudí, como, por ejemplo, en la sangrienta toma de la Gran Mezquita de La Meca en 1979.

La derrota militar del Estado Islámico siempre ha sido inevitable, aunque con un coste en vidas civiles.

A pesar de la generosidad de Arabia Saudí, es muy improbable que el Islam fundamentalista (demasiado alejado de las demandas sociales y económicas del siglo XXI) obtenga un apoyo mayoritario en un mundo musulmán que va desde Marruecos, en occidente, hasta Indonesia y el sur de las Filipinas, en oriente; pero es bastante concebible que un mensaje islamista más moderado, como el predicado por los Hermanos Musulmanes desde su fundación en Egipto en 1928, pudiera prosperar. Bajo el gobierno del partido AK (Justicia y Desarrollo) del presidente Recep Tayyip Erdogan, la Turquía actual está rechazando el secularismo de Atatürk. En Marruecos, el gobierno está encabezado por el partido Justicia y Democracia, que también defiende un Islam moderado. Estos dos partidos están inspirados en los Hermanos Musulmanes, que han ganado terreno en Túnez e incluso en las monarquías de Jordania y Kuwait.

Visto el ejemplo de Turquía (miembro de la OTAN desde 1952, aunque bajo gobiernos seculares o militares), Occidente puede sobrellevar perfectamente gobiernos inspirados en los Hermanos Musulmanes. (Irónicamente, son los regímenes árabes los que encuentran esto difícil, y de aquí el golpe militar en Egipto en 2103 contra el gobierno de los Hermanos Musulmanes de Mohamed Morsi, elegido democráticamente, pero inepto y autoritario.)

Una cuestión mucho más acuciante es como hará frente Occidente al mensaje de Al-Qaeda y el ISIS. La derrota militar del Estado Islámico siempre ha sido inevitable, aunque con un coste inmenso en vidas de civiles. A medida que las agencias de inteligencia y sus tecnologías vayan siendo cada vez más expertas, Al-Qaeda tendrá más dificultades para igualar el extraordinario ataque contra Estados Unidos del 11 de septiembre de 2001.

Pero aún estamos lejos de que los reveses militares de los grupos islamistas los fuercen a la rendición final; sencillamente, si se consideran a si mismos como guerrillas, la supervivencia se convierte en una forma de victoria. Tal y como dijo en una ocasión Henry Kissinger de la guerra de Vietnam: «La guerrilla gana si no es derrotada. El ejército convencional pierde si no vence». Los gobiernos de todo el mundo, incluidos los de países musulmanes, como Indonesia y Pakistán, saben muy bien que no existe una defensa perfecta contra unos terroristas decididos. En Europa occidental, donde varios países cuentan con minorías musulmanas importantes, los gobiernos deben reconocer la imposibilidad de defenderse de ataques de baja tecnología por parte de individuos que respondan al llamamiento de un ISIS asediado a que combatan «a los infieles […] en sus hogares, sus mercados, sus carreteras y sus foros». Todo el gasto en defensa del mundo, e incluso los ejércitos y las fuerzas policiales mejor entrenadas, nunca podrán evitar que un camión arrolle a una muchedumbre de gente inocente, tal y como sucedió en el paseo de los Ingleses de Niza en julio de 2016 o en Las Ramblas de Barcelona en agosto de 2017.

Lo que acabaría con estas atrocidades sería un mejor gobierno en el mundo musulmán (el extremismo religioso se reproduce rápidamente cuando la población joven está desempleada y apesadumbrada) y una mejor integración de las minorías musulmanas en el mundo occidental.

Como ninguno de estos remedios parece algo inminente, los gobiernos y las fuerzas de seguridad continuarán viéndose como rehenes de la amenaza del terrorismo todavía durante algunos años. Mientras tanto, alimentados por la corrupción, las tensiones étnicas y la búsqueda de recursos naturales, los conflictos de África proseguirán persistentemente. Y lo mismo sucederá con las guerras de la droga en Latinoamérica (donde el tratado de paz de 2016 y 2017 entre las guerrillas de las FARC y el Estado colombiano supone un éxito inusual y bienvenido).

Pero el desafío real para los políticos y los ciudadanos de a pie es que reconozcan y salvaguarden las extraordinarias mejoras desde el final de la Segunda Guerra Mundial. En las décadas siguientes la población mundial se ha triplicado, mientras que la pobreza se ha reducido tan espectacularmente que menos del 10 por ciento vive ahora en lo que el Banco Mundial llama «pobreza extrema». Buena parte del mérito debe concederse a la arquitectura institucional (principalmente a la Organización de las Naciones Unidas, a la OTAN y a la Unión Europea), creada para consolidar la paz y reconstruir un mundo devastado. Siempre habrá guerras, y esperemos que la mayoría sean de poca importancia. Pese a ello, resultaría trágico que se permitiera que las instituciones que han mantenido al mundo más en paz que en guerra declinaran en la atmósfera actual de nacionalismo y populismo.

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Guerra y paz (y estados intemedios)
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