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Artículo del libro Valores y Ética para el siglo XXI

Género, liderazgo y organización

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En este capítulo se analizan las raíces institucionalizadas de la discriminación de género en el lugar de trabajo. Partiendo de diferentes perspectivas feministas se abordan las implicaciones que los distintos enfoques de las diferencias de género tienen a la hora de considerar el liderazgo en contextos organizativos. Al final se llega a la conclusión de que combinar la interpretación de las prácticas del “cuerpo vivido” con la interpretación del género como noción que se construye socialmente puede producir el mejor modelo posible para reflexionar sobre el género en las instituciones. Por último se analiza el enfoque de “liderazgo sistémico”, que puede proporcionar un espacio productivo donde conceptualizar una interpretación más sensible al género de varios estilos y prácticas de liderazgo. También se aboga por una interpretación más amplia de determinadas características del liderazgo tales como la “visión”.

Introducción

En el presente texto vamos a enfocar de una forma muy específica la cuestión de la discriminación de género en el liderazgo organizativo. No examinaremos los distintos marcos normativos que podrían respaldar la igualdad en el lugar de trabajo, tales como los llamamientos a los derechos humanos básicos, los contratos sociales, las obligaciones deontológicas o los asuntos funcionales. Antes bien, trataremos de comprender los prejuicios de género tácitos inherentes a las prácticas organizativas y los efectos de estos prejuicios en las personas implicadas. Averiguaremos que, a pesar del reconocimiento manifiesto de la igualdad de derechos y oportunidades, gran número de mujeres y hombres aún siguen topándose con obstáculos muy reales a la hora de acceder al liderazgo. En muchos casos, el denominado “techo de cristal” o, empleando la metáfora acuñada recientemente, la “tubería agujereada” (PricewaterhouseCoopers 2007), no se puede explicar por la existencia de políticas discriminatorias. En cambio, investigaremos los sutiles prejuicios de género y expectativas en cuanto a cómo lideran mujeres y hombres, algo que constituye la esencia de los retos que muchas personas deben afrontar al asumir su papel de líderes en las organizaciones.

Veremos que estos prejuicios y expectativas tácitos se han institucionalizado en nuestras prácticas cotidianas y que pueden determinar la existencia concreta de las personas dentro de las organizaciones. Esto podría provocar que algunas mujeres y hombres que no cumplen los estereotipos de género sientan la necesidad de abandonar la organización, rechacen los puestos de liderazgo o los asuman con gran inquietud y dificultad. En el presente texto se desentrañan las implicaciones que tiene para el liderazgo la interacción entre género y prácticas organizativas y, asimismo, se estudian modelos de liderazgo alternativos y estrategias de resistencia y cambio desde la perspectiva del género.

Aproximaciones a la diferencia sexual y sus implicaciones en la teoría del liderazgo

En la bibliografía feminista ha habido varias aproximaciones para entender las diferencias existentes entre hombres y mujeres, y abordar las cuestiones de la igualdad y las oportunidades. En este primer apartado, vamos a tratar de extraer las implicaciones que cada una de estas aproximaciones podría tener para la teoría del liderazgo. Con ello quedará claro que nuestras creencias acerca de los orígenes y la manifestación de las diferencias sexuales tienen implicaciones en nuestra forma de concebir el/los papel/es de liderazgo que mujeres y hombres pueden representar en las organizaciones.

Por ejemplo, Elizabeth Grosz (2005, 6) establece una distinción entre “feministas igualitarias” y “feministas diferenciales”. Las feministas igualitarias se ocuparon de dar a conocer las injusticias de las sociedades patriarcales, así como de luchar por la igualdad de derechos y oportunidades de hombres y mujeres. Pusieron de manifiesto la manera en la que los prejuicios sexistas institucionalizaron la desigualdad y perpetuaron la marginación de las mujeres en la sociedad. Lo que reclamaban estas feministas era la igualdad de oportunidades para las mujeres, defendiendo que tanto los hombres como las mujeres tenían los mismos derechos humanos y la misma dignidad. Los logros de estas primeras feministas se hacen patentes en el hecho de que al menos en teoría, la mayoría de las organizaciones reivindiquen mantener la igualdad en el lugar de trabajo y hayan institucionalizado políticas no discriminatorias en cuestiones como el sexo, la raza o las preferencias sexuales. Sin embargo, el reconocimiento de la igualdad sobre la base de los principios abstractos de la dignidad humana y el respeto tuvo un coste. En primer lugar, permitió a las organizaciones dar abiertamente su beneplácito haciendo ver que supuestamente se respetaban los derechos humanos, la dignidad y la igualdad, aunque no hizo más que perpetuar tácita e institucionalmente algunas prácticas y prejuicios. En segundo lugar, el hecho de que el discurso estuviese centrado en la “igualdad” dificultó a las mujeres la posibilidad de presionar respecto a cuestiones específicas de la mujer en el lugar de trabajo, por temor a que esto perjudicara el argumento de que esencialmente eran “iguales” que los hombres. Por lo tanto, esta aproximación no pudo dar cuentas de las aportaciones únicas que las mujeres podían hacer a sus organizaciones y a la sociedad en general. Además, la importancia de su verdadera lucha contra la opresión no pudo ser reconocida o admitida desde esta perspectiva (Ely y Padavic 2007, 1126).

En el ámbito del liderazgo, el discurso de la “igualdad” provocó que a menudo las mujeres tuvieran que hacer frente al reto de “hacerlo tal y como los hombres siempre lo han hecho”, o incluso mejor. Como tales, tuvieron que adoptar las prácticas de liderazgo de las organizaciones patriarcales en las que se encontraban inmersas. En ese momento estas pioneras femeninas perpetuaron predominantemente, a menudo sin darse cuenta, estereotipos de liderazgo “masculinos”. A pesar de que estas feministas igualitarias tuvieron éxito en la formulación de sus argumentos para la igualdad de derechos y oportunidades, sus esfuerzos no permitieron a las mujeres desarrollar sus estilos de liderazgo individuales, ni tampoco cuestionaron los estereotipos de liderazgo existentes.

Una de las aproximaciones alternativas al feminismo consiste en insistir en respetar las diferencias existentes entre hombres y mujeres, así como en apreciar el papel singular que las mujeres pueden desempeñar en el lugar de trabajo. Entre las feministas que han adoptado este enfoque se incluyen importantes figuras como Carol Gilligan, Nancy Hartsock y Nancy Chodorow. Estas mujeres pusieron de manifiesto las particularidades sociales y psicológicas de la identidad del género femenino, así como la forma en la que esta identidad determina la perspectiva de las personas respecto al rol que desempeñan en la sociedad. Según ellas, las mujeres tienen su propia “voz” o perspectiva única que debería incluirse dentro de los discursos sociales. Desde el punto de vista de estas “feministas de la diferencia”, se podía argumentar que las capacidades, características y predisposiciones únicas de las mujeres eran “funcionales” en el sentido de que cubren las lagunas normalmente presentes dentro de las empresas de liderazgo existentes (Ely y Padavic 2007, 1125).

Los prejuicios de género y expectativas en cuanto a cómo lideran mujeres y hombres son la esencia de los retos que muchas personas deben afrontar al asumir su papel de líderes en las organizaciones.

El problema que plantea esta aproximación es que tiende a establecer unas dicotomías esencialistas entre hombres y mujeres. Por ejemplo, sostiene que las mujeres son más afectuosas, comunicativas y colaboradoras que los hombres. Los estudios realizados, como en el caso del empleado por el Foro Internacional de las Mujeres en 1984, solían consolidar los sesgos de género existentes al caracterizar los rasgos que las personas sometidas a estudio identificaban en sí mismas. En estos estudios, a las mujeres se las caracterizó como entusiastas, delicadas, afectivas, sumisas, sentimentales, comprensivas, compasivas, sensibles y dependientes. Por lo que respecta a los hombres, los principales rasgos destacados fueron: dominante, agresivo, fuerte, autoritario, autocrático, analítico, competitivo e independiente. Por su parte, como rasgos neutros se destacaron los siguientes: adaptable, diplomático, sincero, aplicado, responsable, previsible, sistemático y eficiente (Rosener 2011, 29).

Una desafortunada consecuencia de esta aproximación esencialista es que a las mujeres siempre se las asocia con la característica inferior de la oposición binaria: las mujeres son emocionales, no racionales; impulsivas, no orientadas al objetivo, etc. Existen estudios empíricos que sugieren que la mayoría de los consultados considera los distintos rasgos estereotípicos del liderazgo masculino como las características del comportamiento de un “buen director” (Gmür 2006, 116). De todos los rasgos gerenciales ideales, solo hay dos rasgos “femeninos” que se consideren deseables para los directivos, a saber, ser “experto en el trato con la gente” y “colaborador”. Todos los demás rasgos considerados ideales, como el hecho de ser analítico, competente, seguro de sí mismo, convincente, decisivo, eficiente, previsor, independiente, etc., se asocian al estereotipo masculino. En el tercer apartado nos ocuparemos de estos estereotipos de género con mayor profundidad.

Desafortunadamente, estos prejuicios han sido absorbidos sin sentido crítico en algunos de los discursos de la ética empresarial. Esto ha llevado a la reivindicación de que la ética feminista busca esencialmente la “ética asistencial”. Borgerson (2007, 485) ha realizado comentarios sobre la problemática conciliación entre la ética feminista y la ética asistencial dentro de la bibliografía de la ética empresarial. Según ella (2007, 488), los libros de ética empresarial, como los de Crane y Matten (Oxford University Press, 2004), describen la “ética asistencial” como una aproximación femenina que resuelve los problemas éticos por medio de la “intuición” y la “valoración subjetiva personal”. Aunque Borgerson no niega que determinadas expresiones de la ética asistencial muestran las preocupaciones femeni- nas, sí que apunta que la asociación de la ética asistencial con el feminismo tiende a esencializar la experiencia de género. A consecuencia de esto, nunca se consigue desarrollar una interpretación adecuada de las causas de los prejuicios de género y de las prácticas marginadoras. Borgerson también señala que hay otras aproximaciones éticas “asistenciales”, que para nada tienen una orientación feminista, como la de Emmanuel Levinas y otros filósofos que trabajan en lo que podría describirse como una “ética de la proximidad”.

Parece claro que ni el feminismo igualitario ni el diferencial abordan los orígenes de los estereotipos existentes de los hombres y las mujeres. Una cuestión importante que ha animado los discursos feministas es la de si las diferencias entre hombres y mujeres derivan de la naturaleza, de la educación o de ambos. Dicho de otra manera, ¿los hombres y las mujeres están determinados por su biología, o por sus circunstancias personales y su entorno sociocultural? Para abordar estas cuestiones, muchas feministas se esforzaron enormemente por argumentar la necesidad de distinguir entre sexo y género. Mientras que el término “sexo” hace referencia a los aspectos biológicamente determinados de la fisiología y la anatomía, la palabra “género” no. El “género” es el resultado de las experiencias vividas durante la primera infancia, de la dinámica de la sociedad, de los intereses de poder, de la política organizativa y de las construcciones sociales que ineludiblemente forman parte de todas estas esferas de la vida (Ridgeway y Cornell, citados en Ely y Padavic 2007, 1128). Lo mismo se puede decir de la distinción en inglés entre los términos female (mujer) y feminine (femenino). El hecho de nacer mujer no implica necesariamente que se desarrollen las formas de ser y de desenvolverse en el mundo típicamente femeninas. Las poderosas implicaciones de esta distinción radican en que aunque todas y todos nacemos con una serie de características sexuales y biológicas concretas, pueden cambiarse muchos aspectos de la forma de desarrollar nuestras predisposiciones conforme vamos creciendo y actuando en sociedad.

Las construcciones sociales y “el cuerpo vivido”

A pesar de la utilidad de distinguir entre sexo y género, y entre los términos female y feminine, puede que no baste con el mero reconocimiento del “género” como construcción social. De hecho, la distinción entre sexo y género puede depender de una aceptación nada crítica de la dicotomía entre naturaleza y cultura, que considera el cuerpo como entidad fija. Por lo tanto, podemos infravalorar el impacto que tienen en nuestra experiencia física del mundo las prácticas institucionales de socialización y culturización, es decir, nuestras costumbres cotidianas.

Las limitaciones de considerar fundamentalmente el género como una construcción social se plasman en su incapacidad de reconocer la realidad material de ser mujer u hombre en un contexto organizativo. En este aspecto, es de un valor incalculable el trabajo de feministas como Judith Butler, Iris Marion Young y Elizabeth Grosz, que nos ayudan a comprender que, aunque admitamos fácilmente que el género es una construcción social consolidada a través de los discursos y prácticas, no debemos infravalorar el hecho de que estos discursos y prácticas tienen un efecto muy real en el cuerpo. Judith Butler (1990), en su obra Gender Trouble, argumentó de forma convincente que el género es una actuación social y que el cuerpo sexuado se deriva de la misma. Por tanto, el género no es solo un término lingüístico empleado para referirse a las percepciones socioculturales, sino que se desenvuelve en el marco de las prácticas de la vida real, y como tal, los cambios físicos y ajustes del comportamiento corporal se producen gradualmente a lo largo del tiempo.

En su ensayo “Throwing like a girl”, Iris Young (2005) argumenta de manera convincente que la forma en la que las mujeres utilizan sus cuerpos, o desarrollan sus habilidades fisicomotoras, depende totalmente de cómo las hayan orientado físicamente en el mundo desde edades muy tempranas. A las niñas se les suele decir que son frágiles, que pueden lastimarse más fácilmente que los niños, que deben buscar ayuda cuando se enfrenten a un desafío físico, o incluso evitarlo por completo. Por tanto, su experiencia del mundo es la de un lugar más amenazante, lo que a su vez las lleva a adoptar un tipo de comportamiento corporal particular, como, por ejemplo, juntar mucho las piernas al sentarse o andar, cruzar los brazos sobre sus pechos a modo de protección o llevar los objetos pegados a sus cuerpos. Asimismo, desarrollan unos patrones más de cooperación que de competición. Estas prácticas no son de carácter meramente social, sino que provocan cambios reales en los cuerpos de las mujeres y en su forma de estar en el mundo.

Sin embargo, esto no debe llevarnos necesariamente a sacar conclusiones deterministas o esencialistas sobre los hombres y las mujeres. Young (2005) sugiere que debemos comprender la interacción entre la facticidad y la libertad. La facticidad se refiere a aquellas características y predisposiciones biológicas con las que nacemos, y que desarrollamos como parte de nuestra existencia física a lo largo del tiempo, mientras que en la libertad están implicados aquellos proyectos que nos proponemos conseguir durante nuestras vidas. Ambos conceptos juegan un papel en nuestra experiencia y nuestras acciones en el mundo. Young (2005) utiliza la alternativa de Toril Moi a la construcción de género: el denominado “cuerpo vivido”. Dicha autora lo define como: “una idea unificada de cuerpo físico que actúa y experimenta en un determinado contexto sociocultural; se trata del “cuerpo in situ”. Moi cuestiona la claridad de la distinción entre naturaleza y cultura, argumentando que el cuerpo vivido siempre está culturizado. Según Young, cada persona tiene libertad ontológica para responder ante su facticidad, para construir y expresarse a través de sus proyectos. Gracias a sus logros, le resulta posible transformar su entorno y sus relaciones, muchas veces colaborando con otras personas. Sin embargo, la desafortunada realidad es que muchas personas viven situaciones en las que su entorno les hace sentirse muy incómodas.

La construcción del “cuerpo vivido” nos ofrece muchas ventajas: socava la dicotomía de naturaleza frente a cultura, además de llevarnos más allá de los binomios esencialistas de género mediante la creación de espacios para la libertad ontológica que podrían funcionar en el diseño de nuestro proyecto o proyectos de vida. No obstante, Young sostiene que esto no conlleva que debamos abandonar el concepto de género, dado que este juega un importante papel en las estructuras sociales, y tiene grandes implicaciones para la creación o el recorte de las libertades de las personas a la hora de desarrollar sus proyectos vitales. El “género” es una herramienta conceptual que nos permite describir y diagnosticar la forma de institucionalizar las diferencias entre hombres y mujeres, y las relaciones entre ellos. En este contexto, se crea además el espacio conceptual desde cuyo interior se puede plantar cara a estos estereotipos.

El “género” es una herramienta conceptual que nos permite describir y diagnosticar la forma de institucionalizar las diferencias entre hombres y mujeres, y las relaciones entre ellos

Lo importante de combinar la construcción del cuerpo vivido con el concepto de género es que nos permite plantear una serie de cuestiones a varios niveles. Por una parte, las construcciones de género nos ayudan a desenvolver los supuestos que respaldan ciertas expectativas de liderazgo existentes en las empresas, además de los prejuicios que conllevan. Lo que podemos descubrir es que se asocia una serie de binomios en los cuerpos de hombres y mujeres de tal manera que se dificulta en gran medida que los individuos puedan desarrollar patrones más allá de los moldes de género estereotipados. Sin embargo, si no tuviésemos la categoría de género, resultaría casi imposible diagnosticar el problema y describirlo de manera significativa. Para describir cómo actúan en la práctica debemos remitirnos a los estereotipos de género del hombre/mujer. Las descripciones de esta índole permiten que surja la resistencia. Por tanto, sería interesante profundizar en la forma en la que los rasgos masculinos y femeninos se manifiestan dentro de los papeles de liderazgo institucional, con el fin de analizar los supuestos y los prejuicios que lo respaldan. Esto podría permitirnos explorar diferentes modelos y prácticas para modificar gradualmente la experiencia vivida tanto de hombres como de mujeres.

Construcciones de género en el liderazgo organizativo e implicaciones para el cuerpo vivido

Uno de los principales supuestos que se han institucionalizado en muchas prácticas organizativas es la idea de que las mujeres son las cuidadoras de la sociedad. Este cuidado tiene lugar principalmente como trabajo no remunerado dentro de la esfera privada (Young 2005). En el lugar de trabajo se manifiesta en la consideración como “trabajo de mujer” de cualquier tarea que conlleve el cuidado de las necesidades corporales, emocionales o domésticas de las personas, con la expectativa concomitante de que sea peor remunerado. Dado que por lo general se acepta que los puestos de liderazgo en las organizaciones conllevan algo más que tareas de cuidado y exigen fuertes dotes de dirección, control y agency, las mujeres quedan excluidas en muchas ocasiones de este tipo de oportunidades.

No es de extrañar que los modos generizados de liderazgo se describan como “agenciales” o “comunales” (Eagly y Carli 2007, 68). Se cree que las inquietudes de las mujeres acerca del trato compasivo de los demás muestran una orientación comunal, mientras que la orientación agencial de los hombres les dota de mayor capacidad para imponerse y controlar. Cuando las mujeres manifiestan las características de la orientación comunal al ser, por ejemplo, afectuosas, serviciales, cordiales, agradables y comprensivas, además de interpersonalmente sensibles, delicadas y de voz suave, se considera que no son lo suficientemente agenciales y que, por tanto, no pueden ejercer el liderazgo. Sin embargo, cuando manifiestan conductas más bien agenciales, es decir, actúan de forma agresiva, ambiciosa, dominante, con seguridad en sí mismas y con fuerza, además de con autonomía e individualidad, se considera que no son lo suficientemente comunales, y se les suele acusar de falta de autenticidad.

En el contexto de la investigación sobre el liderazgo, también parece existir un binomio de género al establecer la distinción entre un enfoque de “entidad”, que ofrece una perspectiva “realista” del liderazgo, y uno más “relacional”, que ofrece una perspectiva “constructivista”. Uhl-Bien (2011) asocia el enfoque realista/de entidad con una orientación más masculina y el constructivista/relacional con una más femenina. El enfoque “realista” se centra en los individuos y sus opiniones respecto a la participación en las relaciones interpersonales. En cambio, la perspectiva relacional se centra principalmente en mantener la relación y alejarse del control jerárquico (Uhl-Bien 2011, 67).

Otra dicotomía de género en el ámbito del liderazgo es la existente entre los estilos de liderazgo denominados “transaccionales” y “transformacionales”. Los estilos de liderazgo de los hombres se suelen describir como transaccionales, mientras que la orientación de las mujeres líderes suele verse más como transformacional. El liderazgo transformacional se describe como una relación de estimulación mutua entre líderes y seguidores, que convierte a estos en aquellos, y que además posee la capacidad de convertir a los líderes en agentes morales (Werhane 2011, 44). Se ha sugerido que la capacidad de las mujeres de servir de inspiración y motivar a los empleados se deriva de sus habilidades interpersonales más desarrolladas. Entre las otras características que supuestamente hacen que las mujeres sean mejores líderes transformacionales que los hombres se encuentran el hecho de que se sientan cómodas compartiendo el poder y la información, su tendencia a fomentar la participación y la inclusión, su propensión a instaurar sentimientos de autoestima en los demás y su habilidad a la hora de infundir vigor y entusiasmo a los trabajadores respecto a su trabajo (Psychogios 2007, 174). Rosener (2011, 28) afirma que las mujeres tienen mayor tendencia a utilizar el poder basado en el carisma, los antecedentes profesionales y los contactos en lugar del poder basado en el puesto ocupado en la organización y la capacidad tanto de recompensar como de castigar a los demás. Las mujeres utilizan con éxito unas estrategias de liderazgo interactivas, que conllevan fomentar la participación, compartir el poder y la información, y mejorar la autoestima de los demás (Rosener 2011, 21-24). Lamentablemente, el hecho de considerar a las mujeres como líderes transformacionales más naturales no siempre les permite aprovecharlo dentro de las organizaciones. Reuvers et al. (2008) descubrieron que si los hombres manifiestan los rasgos del liderazgo transformador, el efecto en la innovación es mucho mayor que cuando las mujeres manifiestan los mismos rasgos. Psychogios (2007) llega a la conclusión aún más desconcertante de que la “gestión feminizada” tiende a agravar la explotación de las trabajadoras en vez de generarles nuevas oportunidades de dirección. Su investigación demuestra que la “feminización” de las profesiones conlleva la correspondiente disminución de los salarios y sueldos.

Para Rosener (2011), el liderazgo transformacional no puede asociarse exclusivamente a las mujeres (algunas mujeres tienen éxito al adherirse al modelo masculino tradicional, mientras que algunos hombres adoptan un estilo de liderazgo transformacional). Tanto los hombres como las mujeres se describen a sí mismos como una mezcla de características “femeninas”, “masculinas” y “no sexistas” (Rosener 2011, 28). Sin embargo, esto no implica que muchas mujeres no se identifiquen con los estereotipos de género, recurriendo a ellos cuando se describen a sí mismas. Por ejemplo, podemos encontrar más evidencias de la asociación entre ciertas características de liderazgo y lo femenino en el relato de Nicola Pless (2006, 248) de cómo se describe a sí misma Anita Roddick, la fundadora y exconsejera delegada de la cadena de tiendas Body Shop. Roddick declaró personalmente: “Dirijo mi empresa según unos principios femeninos […] los principios de cuidar, tomar decisiones intuitivas, no prestar demasiada atención a las jerarquías”.

Desgraciadamente, son muchos los prejuicios que se perpetúan dentro de estos estereotipos de género o a través de ellos, con unos efectos reales en los hombres y las mujeres en el lugar de trabajo. En un artículo publicado recientemente en la Harvard Business Review, Herminia Ibarra y Otilia Obodaru (2009) presentan el resultado de una investigación que afirma que las mujeres carecen de “visión”. Exploran el hecho desconcertante de que algunos estudios han demostrado que las mujeres rinden mejor que los hombres en todos los atributos de liderazgo considerados importantes por los encuestados, salvo cuando se trata de la visión. En el estudio de INSEAD llevado a cabo por Ibarra y Obodaru (2009), se definió la visión como la facultad de encontrar nuevas oportunidades en el entorno y determinar una dirección estratégica para la organización. En cuanto a la práctica del liderazgo, parece que la lectura intuitiva de las oportunidades en el entorno llega a tener menos importancia que el segundo aspecto de esta definición, es decir, la determinación de una dirección estratégica. Ibarra y Obodaru (2009, 67-68) atribuyen la percepción de que las mujeres son menos eficientes que los hombres en la “visión” al hecho de que estas pueden concebir de forma diferente lo que es la “visión”. Las ejecutivas insisten en que para ellas la estrategia aparece a través de la adopción de un compromiso con el detalle y un enfoque muy directo para implantar los planes de acción. Ellas no tienden tanto a formular ideales elevados ni “grandes ideas”, ni tampoco suelen hacer experimentos con lo que Collins y Porras (2002) han denominado “metas grandes, descabelladas y audaces”. Esto se puede justificar por el hecho de que muchas mujeres temen prometer demasiado y no rendir mucho, mientras que los hombres no suelen tener las mismas reservas. De nuevo, la experiencia temprana que las niñas tienen del mundo como un lugar más amenazante puede explicar en parte esta diferencia de planteamiento respecto al significado de “visión”. Lo que se deriva claramente de este análisis es la conciencia de la existencia de supuestos tácitos de género acerca de la “visión”. En la práctica, estos supuestos tácitos pueden influir muy negativamente en la forma de percibir a las mujeres como líderes. Holt et al. (2009) explican que la capacidad de articular una visión clara para la organización está estrechamente vinculada con la credibilidad de un líder. Si no se percibe a las mujeres como líderes “con visión de futuro”, es posible que tampoco se las perciba como creíbles.

Los supuestos de género también se manifiestan en la forma en la que las personas hablan de las expectativas que tienen de sus líderes y de sí mismas como líderes. En un estudio realizado por Metcalfe y Linstead (2003, 110), los investigadores descubrieron que el estilo de liderazgo de uno de sus sujetos femeninos fue descrito por sus compañeros y empleados como “masculino” y “autoritario”, algo que no es de extrañar, según argumentan estos autores, si tenemos en cuenta los restos del discurso machista en palabras como man-ager. En su autodescripción, Nia muestra tener opiniones contradictorias respecto al papel de la feminidad en el liderazgo, lo cual sirve para infravalorar la importancia de sus características femeninas. En su lugar, ella reafirma los modelos masculinos de liderazgo en su forma de hablar de sus éxitos y dificultades. Este caso demuestra lo difícil que resulta desarrollar un discurso alternativo sobre el liderazgo. Además, sugiere que es poco probable que la realización de un análisis lingüístico de este problema consiga en sí y por sí mismo precipitar el cambio deseado. Hace falta profundizar más en cómo la realidad de los hombres y las mujeres, y su capacidad para resistir a los estereotipos de género del liderazgo se ven limitadas y restringidas por semejantes discursos.

Según Ely y Padavic (2007, 1129), la masculinidad y la feminidad son realidades concretas, además de sistemas de creencias. Esto se hace patente en las tensiones musculares y posturas corporales adoptadas por hombres y mujeres, y, como tal, contribuye a consolidar aún más los estereotipos de género. Por ejemplo, las “restricciones estilísticas” relacionadas con la forma de hablar, los gestos y el aspecto constituyen una realidad a la que deben enfrentarse muchas ejecutivas (Eagly y Carli 2007, 64). Estas restricciones influyen en la manera en que las mujeres se comunican y comportan en el día a día de sus interacciones profesionales. Con frecuencia las mujeres sienten que su forma de hablar o gesticular de un modo menos autoritario puede considerarse inapropiado. Resulta preocupante constatar que un 34% de las mujeres afroamericanas tienen la impresión de que su aspecto físico es mucho más decisivo que sus capacidades personales a la hora de tener éxito profesional (Hewlett et al. 2005).

Son muchos los prejuicios que se perpetúan dentro de los estereotipos de género o a través de ellos, con unos efectos reales en los hombres y las mujeres en el lugar de trabajo.

También resulta interesante analizar la forma en la que la ropa y los accesorios que llevan las personas expresan y reafirman su propia lectura personal de la dinámica del poder y las expectativas dentro de un contexto institucional. Las líderes femeninas suelen llevar trajes corporativos para transmitir la idea de formalidad y control, características que suelen asociarse con el líder masculino estereotípico. El hecho de llevar tacones altos y andar con paso firme sugiere el poder y la competencia considerados como características idóneas de los líderes. Los hombres eligen con cuidado sus trajes y corbatas para reflejar ciertos estados mentales, basándose en la teoría de que ciertos colores representan la confianza y la compostura calmada. En su ensayo “Women recovering our clothes”, Young (2005) habla de la imagen dividida derivada de cómo se ven las mujeres mientras son conscientes de cómo los demás las ven a ellas. Esta imagen dividida con frecuencia da lugar a una compleja autoconceptualización que contiene varias imágenes diferentes, sin que todas ellas hayan sido siempre creadas por la misma mujer. Por ejemplo, una mujer puede suponer que la ven de una forma concreta cuando lleva una ropa determinada, que puede coincidir o no con la forma en la que se ve a sí misma. La ropa y los accesorios se convierten en diferentes tipos de prótesis que nos permiten amoldarnos a la estética dominante tal y como la experimentamos. De hecho, ampliamos y modificamos nuestra identidad física como respuesta ante los mensajes tácitos acerca de lo que se considera “apropiado” en contextos organizativos. La pregunta en este caso es, ¿quién y qué determina esta estética dominante y cuáles son las implicaciones éticas de este amoldamiento? Algunas feministas rechazan las implicaciones de objetivación y fetichización de las mujeres que viven “bajo la mirada masculina”. Sin embargo, en el ámbito del liderazgo, los efectos discriminatorios podrían ser aún mayores. ¿Es posible que el hecho de que las mujeres imiten la ropa de los hombres en el trabajo constituya una aceptación del hecho de que los hombres son más deseables, más poderosos, tienen un mayor control y son más responsables como líderes que las mujeres? De ser así, la cuestión de la indumentaria cotidiana podría darnos ciertas pistas sobre el motivo por el que los prejuicios de género siguen presentes en el lugar de trabajo.

Pero ¿cómo es posible resistirse a conformarse con las expectativas que experimentamos en el lugar de trabajo para llegar a cambiar las prácticas estilizadas que perpetúan los prejuicios? En el apartado siguiente examinaremos modelos de liderazgo alternativos e intentaremos volver a conceptualizar determinadas nociones importantes de género en el ámbito del liderazgo.

Posibles lugares y visiones de cambio

En este apartado investigaremos si es posible transformar la teoría y la práctica del liderazgo adoptando un compromiso con las distintas formas en las que los hombres y las mujeres plantean sus papeles de liderazgo en las organizaciones. Parece que precisamos de unos modelos que permitan a los individuos ejercer su liderazgo a su manera, en vez de cumplir con ciertas expectativas preconcebidas de género. Por lo tanto, examinaremos unos modelos teóricos que pueden ayudarnos a crear un marco que permita comprender y adoptar estilos singulares de liderazgo individual. Durante este proceso, esperamos replantear en términos de género más inclusivos algunas nociones importantes relacionadas con el liderazgo como, por ejemplo, la “autenticidad” y la “visión”.

Liderazgo sistémico

En una publicación reciente titulada Leadership, Gender, and Organizations (Werhane y Painter-Morland 2011), varios especialistas relacionan las últimas tendencias en el liderazgo relacional o liderazgo de la complejidad con la forma en la que las mujeres lo ejercen en las organizaciones. Uno de los puntos más interesantes comentados por estos especialistas es el hecho de que a pesar de que el liderazgo de la complejidad parece describir el estilo “femenino” de liderazgo construido socialmente, se trata de un modelo que también encaja en gran medida con las preferencias de liderazgo de muchos hombres.

Desde la perspectiva del liderazgo sistémico, este no se limita necesariamente a los individuos nombrados para ocupar puestos de autoridad. En este contexto, en gran medida se dejan atrás las llamadas “teorías del gran hombre”, con todos los supuestos sexistas que llevan implícitos. El liderazgo sistémico se ve alentado y respaldado por varios discursos, desde el trabajo de Peter Senge sobre el aprendizaje organizativo y el cambio hasta las teorías de construcción del sentido (sense-making) de Karl Weick. La premisa básica es que una organización no puede aprender, cambiar o crear debidamente significado si no comparte información y cierra acuerdos de colaboración. Senge y Kaufer (2000) hablan de “comunidades de líderes”, mientras que otros autores hacen referencia al “liderazgo distribuido” (Friedman 2004) o liderazgo relacional (Maak y Pless 2006).

Una definición influyente del liderazgo sistémico es la aportada por Collier y Esteban (2000, 208), que lo describen como “la capacidad sistémica, distribuida y fomentada por toda la organización, de encontrar la dirección organizativa y generar la renovación mediante el aprovechamiento de la creatividad y la innovación”. Comprender el liderazgo como una propiedad emergente, interactiva y dinámica nos permite distribuir las responsabilidades y los privilegios del liderazgo por toda la plantilla de la organización (Edgeman y Scherer, 1999). El liderazgo sistémico conlleva una serie de dinámicas diferentes. Uhl-Bien, Marion y McKelvey (2007, 311) las describen como liderazgo “administrativo”, “adaptativo” y “habilitante”. Los líderes administrativos desempeñan los papeles de liderazgo más formales de planificación y coordinación de las actividades organizativas. Es importante tener en cuenta que aunque las funciones de liderazgo sistémico se comprendan en términos más distribuidos, esto no implica necesariamente que los puestos y jerarquías formales se vuelvan obsoletos o deban eliminarse. De hecho, es muy importante fomentar la sensibilidad al género en y a través de las tareas clave de dirección, tales como la determinación de objetivos de rendimiento, la realización de evaluaciones de rendimiento y la práctica de actividades de tutelaje. Como tal, es importante que las personas nombradas para ocupar puestos formales de liderazgo sean sensibles al género y que jueguen un papel activo en la consideración en profundidad de todas las implicaciones de género de sus decisiones profesionales diarias. El hecho de garantizar horarios de trabajo flexibles y ofrecer instalaciones para el cuidado de los hijos tanto a las madres como a los padres trabajadores puede en gran medida distribuir de una forma más equitativa las responsabilidades respecto al cuidado de los hijos. Establecer objetivos de rendimiento realistas para ascender y retener a mujeres líderes, comprometerse a una determinada cuota de mujeres candidatas para cada vacante que surja, considerar la composición de los equipos de selección y comunicar de forma más transparente las oportunidades de liderazgo son algunas de las maneras ya mencionadas de comunicar la participación y el compromiso de la alta dirección con el liderazgo de mujeres (PricewaterhouseCoopers 2007). También se ha mencionado el tutelaje como un factor de suma importancia en el éxito de las mujeres líderes, debiendo los ejecutivos, tanto hombres como mujeres, comprometerse a ofrecerlo (PricewaterhouseCoopers 2007).

Aunque está fuera de duda la importancia del papel de los líderes administrativos, el cambio real de las prácticas y sistemas de creencias exige reconocer y cultivar otras formas de liderazgo. El liderazgo llamado “adaptativo” funciona como un “movimiento de cambio colaborativo” que permite la aparición no lineal de resultados adaptativos como consecuencia de las interacciones dinámicas de agentes interdependientes. Así, se desarrollan tanto la orientación como las prioridades que guían las actividades de la organización sin que nos demos cuenta, como consecuencia imprevista e imprevisible de las interacciones cotidianas que se dan entre muchos miembros diferentes de la organización, en lugar de emanar de los que se encuentran en lo alto de la jerarquía de dirección. Este enfoque permite que cualquier miembro de una organización tome la iniciativa y asuma responsabilidades (es decir, asumiendo un papel de liderazgo) cuando y donde sea preciso. Permite a los individuos aprovechar sus puntos fuertes para liderar a su manera. El liderazgo adaptativo no imita las conductas estereotípicas de liderazgo, sino que requiere una respuesta única adaptada específicamente para una situación concreta y una serie de relaciones determinadas. A este respecto, ofrece más opciones a las mujeres líderes para desarrollar su propio estilo. Sin embargo, el reto es conseguir que este tipo de liderazgo se reconozca y que los líderes adaptativos no se vean explotados por la expropiación de los resultados positivos de sus esfuerzos sin el debido reconocimiento o recompensa. Lamentablemente, esto es lo que sucede a las mujeres líderes que desempeñan tareas de liderazgo espontáneamente sin exigir ningún tipo de reconocimiento a cambio.

La tercera forma de liderazgo mencionada por Uhl-Bien et al. (2007) es el “habilitante”, que proporciona el catalizador para facilitar la aparición del adaptativo dentro de las organizaciones. Muchas veces conlleva una interacción compleja entre el administrativo y el adaptativo. El liderazgo habilitante suele exigir cierta autoridad, pero también conlleva una participación activa en las situaciones límite que deben afrontar los miembros de la organización. Los líderes habilitantes deben ser capaces de comprometerse con estrategias de colaboración, fomentar la interacción, apoyar y mejorar la interdependencia, y estimular las tensiones adaptativas que posibilitan la aparición de nuevos patrones. Por ejemplo, Vivienne Cox, consejera delegada de BP Energía Alternativa, se ha descrito a sí misma como una “catalizadora”, que aunque no instaura el cambio, sí permite su aparición.

Uhl Bien et al. (2007) dejan claro que en el seno de las organizaciones coexisten necesariamente las tres formas de liderazgo. Sin embargo, queda por resolver la cuestión de cómo reconocer y retribuir el liderazgo adaptativo y habilitante dentro de las organizaciones. Desafortunadamente, podría convertirse fácilmente en el “trabajo no remunerado” que realizan las mujeres y los hombres con estilos de liderazgo alternativos sin que les sea reconocido formalmente. Como tal, podría inadvertidamente provocar la explotación de estas personas en el lugar de trabajo. No obstante, el modelo sistémico de liderazgo es importante porque nos reta a replantear ciertos estereotipos de liderazgo que muchas veces se perpetúan en las organizaciones sin ser cuestionados.

Replanteando la autenticidad

La “autenticidad” se suele asociar con la forma coherente en la que una persona actúa de acuerdo con sus características o creencias personales. Sin embargo, en la práctica esto puede representar una especie de inflexibilidad que incapacita a la persona a la hora de adaptarse a situaciones y relaciones diferentes o dinámicas. Desde la perspectiva del liderazgo sistémico, hace falta otro planteamiento: que las formas de liderazgo y, como consecuencia, las respuestas de liderazgo, sean fluidos. Esta idea está bien representada en las referencias bibliográficas contemporáneas sobre liderazgo. Por ejemplo, Porras et al. (2007, 198) explican que los mejores líderes saben que su papel podría cambiar con el tiempo: una persona que en la actualidad trabaja para ti puede llegar a ser tu supervisor en el futuro. Con el tiempo, esa misma persona podría incluso convertirse en cliente o proveedor. Es importante mantener la relación como una especie de “equipo virtual” aunque cambien los roles. Esto no constituye un ejemplo de “falta de autenticidad”, sino que requiere una elevada capacidad de receptividad relacional. Dicho de otra manera, para ser “auténtica” una persona debe responder adecuadamente a la situación tal y como realmente es en cada momento. Esto conlleva además la necesidad de reconocer que la realidad, en cuanto a la dinámica relacional entre las personas en un contexto organizativo y en cualquier otro entorno profesional en general, no es estática, sino compleja y dinámica en todo momento.

Las personas nombradas para ocupar puestos formales de liderazgo deben ser sensibles al género y jugar un papel activo en la consideración de las implicaciones de género de sus decisiones diarias

A muchas mujeres se les acusa de “falta de autenticidad” cuando imitan un estilo de liderazgo estereotípicamente masculino o al menos procuran ajustarse a las expectativas tácitas sobre la manera en la que un líder debe hablar, andar y tomar decisiones. El problema suele ser que las mujeres se encuentran entre la espada y la pared. Si adoptan el estereotipo masculino de liderazgo, se las considera faltas de autenticidad, y si no, o no se reconoce su liderazgo o este se considera inferior al de un hombre (Eagly y Carli 2007, 64). Por eso es tan importante replantear lo que se entiende por “autenticidad”. Las mujeres pueden responder de una forma bastante “auténtica” a las expectativas no articuladas que subyacen en una situa- ción determinada, a la vez que pueden resistirse a esas mismas expectativas en otras situaciones.

No se trata de falta de autenticidad, sino de una reflexión sobre los prejuicios institucionalizados a los que se ven expuestas las mujeres con frecuencia, además de las formas en las que ciertas personas desafían, resisten y se orientan en torno a ellos. Es importante que las organizaciones presten atención a esta dinámica para entender mejor las prácticas tácitas de discriminación que determinan las interacciones entre sus empleados, así como para buscar formas de afrontarlas y cambiarlas. Desde la perspectiva del liderazgo adaptativo, es importante permitir que cada persona aproveche sus propios puntos fuertes, sensibilidades y perspectivas, además de adoptar un estilo propio a la hora de asumir responsabilidades y tomar la iniciativa al desempeñar papeles de liderazgo.

El reto para los que teorizamos sobre el género es cuestionar simultáneamente los estereotipos de género construidos socialmente y los prejuicios esencialistas, así como abogar por la inclusión y consideración de perspectivas exclusivamente femeninas en los discursos de liderazgo. Para lograrlo, estamos obligados a argumentar en contra de la rígida y excesiva simplificación de los papeles y características de género, así como a insistir en que las mujeres son capaces de ofrecer diferentes perspectivas y sensibilidades cuando se les permite acceder a puestos de liderazgo. Linstead y Pullen (2006, 1287) hacen referencia al trabajo de Deleuze y Guattari, en el que analizan las realidades y las prácticas sociales que perpetúan la discriminación de género. De esta manera, pueden alejarse del género como una construcción social sin dejar de considerarlo un proceso social. Más concretamente, rompen los binomios de género al resaltar las diferencias individuales. Sugieren que es necesario profundizar en la variedad de experiencias de las mujeres. Cada persona está involucrada en el proceso de producción de deseo, a través del cual se produce la “realidad” social. Al centrarnos en las diferentes interacciones y conexiones entre individuos únicos que se producen a lo largo del tiempo, nos centramos en la multiplicidad que se deriva del concepto del deseo como fuerza de proliferación. En términos de la teoría de liderazgo, este trabajo sugiere que es importante investigar la experiencia concreta de los líderes individuales en el lugar de trabajo, profundizando en las múltiples formas de liderazgo que ejercen. A continuación, analizaremos esta posibilidad en un aspecto determinado del liderazgo (la visión), particularmente porque ha sido señalada como un campo en el que los líderes masculinos típicamente rinden mejor que sus homólogas femeninas (Ibarra y Obodaru 2009).

Replanteando la visión

En el tercer apartado hablamos de una encuesta que reveló que en el ámbito empresarial se considera que a las mujeres líderes les falta “visión”. En el transcurso de nuestro análisis sugerimos que debido a la predisposición de las mujeres a la cooperación, el hecho de compartir información y poder, y su temor a prometer demasiado y no rendir lo suficiente, no suelen reivindicar el reconocimiento de una gran idea como el producto de su propia “visión”. En este contexto, puede que las líderes femeninas no siempre reciban todo el mérito que se merecen. Una forma de solucionar este problema sería replantear la “visión” del liderazgo en unos términos que impliquen en mayor medida el género.

Esto podría lograrse, al menos en parte, reconociendo simplemente las aportaciones singulares con visión de futuro de las líderes femeninas, ayudando de esta manera a ampliar la definición de la “visión” de liderazgo. Por ejemplo, las personas que trabajan con Vivienne Cox han calificado su estilo de liderazgo como “orgánico”. Según parece, ella diseña incentivos y objetivos de tal manera que la organización alcanza de forma natural sus propias soluciones y estructuras. Cox anima a todas las personas de la organización a ser consideradas innovadoras y autorreguladoras. Su estilo de liderazgo es colaborativo, recurre a líderes de pensamiento ajenos a la organización y a ejecutivos de otras unidades de negocio. Por tanto, su “visión” aparece a través de sus interacciones con otras personas, en vez de esbozar una imagen fija del aspecto que debería tener el futuro de la organización.

Este ejemplo sugiere que no debemos necesariamente entender la “visión” como la representación del futuro previsto. De hecho, plantear la visión como algún estado futuro al que hay que llegar fija en términos inflexibles las operaciones y actividades de cualquier organización, lo que dificulta a sus miembros el ofrecer una respuesta adecuada a las oportunidades y desafíos futuros, así como la correcta comprensión de la importancia de hechos pasados. Es más, en vez de una “visión” centrada en la lucidez, las representaciones claras y las estrategias miméticas, sería mejor considerar la intuición consagrada que algunos filósofos relacionan con la creatividad y la innovación. Refiriéndose a Bergson, Deleuze (2006, 15) explica que corresponde a la intuición enseñar a la inteligencia las preguntas que no son preguntas realmente, en comparación con aquellas que merecen una respuesta. Esto es así precisamente porque presupone una duración y con esta finalidad ofrece una matriz analítica y una metodología a la que la inteligencia no puede acceder.

Desde esta perspectiva, el liderazgo con visión de futuro ya no requiere solo la capacidad de poder cambiar la perspectiva de una persona respecto al mundo, o de cambiar el mundo para adaptarlo a las percepciones que tenemos de él, sino que también exige la aceptación de un concepto radicalmente nuevo de tiempo y experiencia (Linstead y Mullarkey 2003, 1). La realidad no está estancada, y por eso los líderes deben ser capaces de formar parte de las variaciones cualitativas de experiencias a lo largo del tiempo, procesándolas y asumiéndolas. Refiriéndose a Henri Bergson, Linstead y Mullarkey (ibíd., 9) sugieren que el “élan vital”, el espíritu vital, que aparece en el ámbito de nuestra vida es el impulso humano de organizar. Pero puesto que el élan vital es un proceso de improvisación creativa, este no responde a las típicas estrategias organizativas de localización, división y control. Estos autores (ibíd., 6) dejan claro que la comprensión especializada del tiempo como algo medible y representable en unidades homogéneas no nos permite captar la experiencia consciente de duración, que es heterogénea, cualitativa y dinámica. Desde esta perspectiva, no se puede reducir algo como la “visión” a la creación de objetivos medibles determinados por el tiempo, porque cada unidad de tiempo, vista desde la perspectiva de la duración, es múltiple y única, y como tal no puede medirse en trozos. El liderazgo con visión de futuro exige la aceptación de un concepto radicalmente nuevo de tiempo y experiencia.

Las características más frecuentemente asociadas a un liderazgo deficiente, como el hecho de ser emocional, sensible y dependiente de los demás, se replantean como formas legítimas de desenvolverse en el ámbito del liderazgo. De nuevo, aquí podemos encontrar apoyos filosóficos para la inclusión de estas formas de estar en el mundo en nuestro concepto de liderazgo valioso. Deleuze y Guattari (1996, 161) celebran el impredecible e incontrolable desbordamiento de fuerzas que nos permite captar de forma intuitiva la existencia de otras posibilidades de llegar a ser, es decir, formas diferentes de estar en el mundo y, por tanto, formas diferentes de “liderar”. Mientras que el liderazgo con visión de futuro “eficaz” puede dirigir la trayectoria de las personas o de las organizaciones hacia un objetivo predeterminado basado en las representaciones, la visión afectiva se deriva de lo que aún no es evidente dentro del orden establecido y por tanto no puede representarse. Esta forma de visión procede de fuerzas que existen pero que siguen siendo imperceptibles. Deleuze y Guattari (1996, 161) utilizan a menudo el ejemplo de Uexkull de la garrapata, que es ciega, sorda y muda, pero que es capaz de determinar su dirección con bastante acierto. La garrapata responde a los signos y significados de su Umwelt. No hay ningún condicionante que lleve a la garrapata a actuar, la suya es una respuesta creativa ante una compleja gama de percepciones. La percepción que un líder tiene de hacia dónde se dirige su organización se basa en su inmersión en las relaciones, de su participación en la sociedad, de su experimentación con puntos de vista multidisciplinares y de una constante apertura a la persona en la que se está convirtiendo durante el proceso. Todo esto sugiere la necesidad de desarrollar prácticas de resistencia en nuestras organizaciones para cuestionar los prejuicios de género y ampliar nuestro concepto de lo que debe ser un buen liderazgo.

El liderazgo con visión de futuro exige la aceptación de un concepto radicalmente nuevo de tiempo y experiencia

Conclusión

En este texto ha quedado claro que los orígenes de las prácticas discriminatorias en las organizaciones yacen ocultos en nuestras prácticas, costumbres e interacciones cotidianas. No cabe duda de que los estereotipos de género siguen vivos y coleando en el seno de las organizaciones, y que abordar estos prejuicios no es en absoluto una tarea fácil. En primer lugar, debemos reconocer las arraigadas prácticas sociales y creencias acerca de las capacidades tanto de los hombres como de las mujeres, que desempe- ñan un papel desde edades muy tempranas y que se consolidan en nuestro lugar de trabajo. Para abordar estos prejuicios, todos y todas debemos empezar a pensar en las respuestas y los consejos que damos a nuestros hijos y alumnos en las primeras fases de su desarrollo y educación. En el ámbito de las organizaciones, debemos desarrollar nuevos modelos a seguir y buscar a mentores que hayan encontrado sus propios estilos de liderazgo. Y lo que es más importante, debemos prestar atención a cómo las prácticas de género han formado y moldeado a personas concretas. Gran parte de esta tarea consiste en dejar de ver la naturaleza y la educación como dos procesos distintos. En su lugar, necesitamos darnos cuenta de que nos estamos formando y reformando continuamente a nosotros mismos como cuerpos que piensan, sienten y perciben en nuestras prácticas profesionales cotidianas y a través de ellas.

Por lo tanto, abordar el tema del género en el ámbito de las organizaciones requiere un solo tipo de investigación, es decir, una investigación que nos permita observar a las personas en sus diferentes entornos, seguir los pasos de su desarrollo y escuchar sus reflexiones sobre sí mismas. Además, debemos crear un espacio donde puedan aparecer diferentes tipos de prácticas de liderazgo. Hemos visto que los modelos sistémicos de liderazgo permiten la coexistencia de diferentes funciones y estilos de liderazgo en el seno de una organización. El reto consiste en reconocer estas múltiples funciones y asegurarnos de que no se quedan sin identificar o compensar. Durante este proceso, puede que encontremos historias muy inspiradoras acerca de las respuestas auténticas de las personas ante los retos. También puede que descubramos cómo hombres y mujeres han dado intuitivamente con ideas y prácticas visionarias en el transcurso de sus interacciones con otras personas. Necesitamos entornos organizativos en los que las personas tengan libertad para convertirse en la clase de líderes que llenan el mundo de soluciones y prácticas nuevas y creativas. La posibilidad de convertirse constantemente en un nuevo tipo de líder es lo que puede permitir a hombres y mujeres profundizar en toda la gama de sus capacidades individuales. Hacerlo les permitirá, sin duda, servir a sus organizaciones, a sí mismos y a la sociedad en general aprovechando al máximo sus múltiples habilidades.

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