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Casi treinta y cinco años después del nacimiento del primer “bebé probeta”, la controversia en torno al tratamiento de fecundación in vitro se ha reducido de forma notable, aunque la ética de la embriología sigue siendo compleja. ¿Qué estatus moral se debería conceder al embrión humano vivo in vitro? escubrimientos más recientes relacionados con la clonación han despertado encendidas polémicas. Sin embargo, existen razones fundadas para permitir la clonación terapéutica: el horizonte que se abre ante nosotros mediante la investigación con células madre podría revolucionar la medicina. El futuro bien podría aportarnos técnicas de clonación que evitasen tener que recurrir a embriones. Sea como sea, las células indiferenciadas del embrión humano deberían recibir un estatus moral basado en la biología del desarrollo.

En 1978 nació el primer bebé probeta del mundo en Oldham, Reino Unido. Hasta entonces, la mayorí­a, médicos aparte, sabí­a poco o nada sobre embriologí­a; y aunque vení­a precedido de años de investigación e intentos fallidos de fecundar óvulos humanos en el laboratorio, casi nadie habí­a oí­do hablar de la fecundación in vitro. La primera reacción de la prensa popular fue recibir al bebé, Louise Brown, como un milagro; y entonces, los hombres que habí­an trabajado en ese milagro, Patrick Steptoe, un cirujano, y Bob Edwards, un investigador, fueron aclamados como héroes. No obstante, pronto quedó claro que la práctica de la fecundación in vitro no habí­a sido bien acogida por todo el mundo. Por supuesto, a las parejas estériles les dio nuevas esperanzas (a menudo para llevarse una triste decepción, debido a que los primeros í­ndices de éxito eran muy bajos y no todos los tipos de infertilidad eran aptos para este tipo de tratamiento); pero, por otro lado, muchos encontraron esta idea un tanto desagradable o antinatural y las fuerzas de la Iglesia católica romana, al igual que los judí­os ortodoxos, mostraron su rotundo rechazo.

Ahora que tantos miles de bebés han nacido mediante fecundación in vitro en todo el mundo, es difí­cil recordar aquellos tiempos. Quizás resulte especialmente duro comprender a quienes simplemente reaccionaron con horror o disgusto ante el carácter antinatural del procedimiento. Pero desde el primer momento, hubo quienes invocaron la analogí­a de Frankenstein y el monstruo que creó en el laboratorio (un personaje de ciencia ficción inventado en el siglo XIX por Mary Shelley), y entonces, de un modo más serio, se produjo una oposición moral por parte de algunos órganos religiosos, no de todos, y concretamente, de la Iglesia católica romana. Esta oposición se ha mantenido, para aferrarse a otros usos de la embriologí­a desarrollados en los últimos treinta y cinco años.

Los católicos estrictos se opusieron al hecho de que la fecundación in vitro implicase la masturbación masculina para generar el esperma que debí­a ser introducido en la trompa de Falopio de su pareja, y esto suponí­a un pecado que ningún fin deseado podrí­a justificar. Pero incluso aquellos que no siguieron esta lí­nea purista presentaron objeciones todaví­a mayores, como por ejemplo, que la fecundación in vitro conllevaba la destrucción de embriones humanos. En primer lugar, si la práctica de la fecundación in vitro se fuese a convertir en un tratamiento establecido para la infertilidad, se debí­a mejorar su í­ndice de éxito, y esto suponí­a llevar a cabo experimentos. La investigación tení­a que llevarse a cabo con la mejor composición y temperatura del fluido en el que iba a ser fecundado el óvulo, y con la mejor forma de congelación y almacenamiento del esperma y de los embriones, y posteriormente, de los óvulos. Cada uno de los elementos de dicha investigación implicaba la destrucción de los embriones que habí­an sido utilizados en los ensayos. No podí­an ser introducidos de forma segura en el útero de una mujer estéril en caso de haber sido dañados. Por ello, como hemos escuchado a menudo, se tiraban por el fregadero, una atrocidad para la santidad de la vida humana. En segundo lugar, además de la investigación, una parte del procedimiento de la fecundación in vitro consistí­a en dar a la mujer medicamentos para la superovulación en el momento adecuado de su ciclo menstrual, de forma que produjese una gran cantidad de óvulos, de los cuales se fecundaba in vitro el mayor número posible, se seleccionaban los más sanos para su inserción, y el resto se destruí­an, salvo que fueran donados a una mujer que no pudiese producir óvulos. Así­ que, una vez más, después de cada procedimiento de fecundación in vitro existí­a un excedente de embriones que serí­an desechados, algo contrario a la doctrina de la santidad de la vida.

La Iglesia católica romana siempre habí­a prohibido el aborto, así­ que cuando se acercaba el momento de su legislación a finales de la década de los ochenta, tuvieron que dejar claro a los miembros de la Iglesia qué lí­nea debí­an seguir respecto a la fecundación in vitro; lo que, de hecho, debí­a ser el estatus moral del embrión humano vivo en el laboratorio, un ente que, después de todo, era nuevo y nunca habí­a existido antes de 1978. Así­ que en 1989, el Vaticano emitió una Instrucción en la que declaraba que la vida humana se debí­a tratar como un derecho inviolable de la persona desde el momento de la concepción, es decir, desde el momento en el que el óvulo humano era fecundado, tanto si esto se producí­a dentro del útero como in vitro. El rabino jefe también compartí­a esta visión. Fue asimismo la lí­nea seguida por un grupo denominado The Society for the Protection of the Unborn Child [Sociedad para la protección del niño no nacido], muchos de cuyos miembros aunque no todos, de los cuales eran religiosos, y se mostraban igual de contundentes en sus campañas para criminalizar el aborto.

En el transcurso de nuestras deliberaciones en el comité de investigación, naturalmente habí­amos previsto los desacuerdos éticos que iban a surgir; de hecho, los miembros del comité tení­an diferentes puntos de vista morales y pertenecí­an a distintas religiones. No se nos podí­a acusar de crear el comité exclusivamente con personas del ámbito cientí­fico o médico, o en exceso solidarias con quienes padecen infertilidad, aunque en ocasiones hemos recibido tales crí­ticas contra nosotros, puesto que el debate ético se extendió según se acercaba el momento de legislar. De hecho, la composición del comité reflejaba de forma imparcial la división de opiniones de la sociedad en general, tal y como descubrimos a partir de las pruebas que manejamos.

Dedico cierta atención a los trabajos detallados del comité, no solo por sus buenos resultados, ni siquiera porque esté orgullosa de haberlo presidido, sino porque fue el primero de este tipo en todo el mundo y, por ello, tuvo una significativa influencia en las reflexiones posteriores sobre la ética de la embriologí­a, quizás a nivel mundial, pero con toda certeza en Europa. Los miembros no médicos del comité, una mayorí­a en la que me incluyo, éramos increí­blemente ignorantes sobre el desarrollo natural del embrión; así­ que antes de poder aconsejar a los ministros sobre el asunto de la posible legislación, tuvimos que aprender lo máximo posible sobre el tema. Decidimos en primer lugar, que no estábamos dispuestos a prohibir la fecundación in vitro, incluso sabiendo que no í­bamos a lograr el acuerdo de todos los miembros sobre esta cuestión. Pero la gran mayorí­a sostuvo que el peso de los pros respecto a los contras era demasiado grande. No creí­amos que solucionar la esterilidad fuera un asunto trivial, y en cualquier caso, cada vez quedaba más claro que la fecundación in vitro se podrí­a utilizar para parejas fértiles con riesgo de tener niños con enfermedades congénitas, pudiendo fecundar in vitro los óvulos de la madre y examinar los embriones resultantes, seleccionando únicamente los sanos para su implantación (volveré a las objeciones éticas planteadas contra esta práctica más adelante).

Pero dado que estábamos a punto de realizar recomendaciones que eran claramente morales en lugar de meramente legales o polí­ticas, debí­amos conocer los hechos; los juicios morales no se pueden basar en la ignorancia, aunque esto no siempre se reconozca. Afortunadamente, contamos con una brillante psicóloga, la fallecida Anne McLaren, quien además de una gran cientí­fica fue una magní­fica profesora. Nos enseñó que, en fecundación, el embrión consiste en una colección de células ligeramente unidas (un cigoto) que se multiplica por cuatro y luego por dieciséis células no diferenciadas. Una célula no diferenciada puede desarrollarse en uno de los ciento veinte tipos de células que conforman el cuerpo humano, tales como la piel, los músculos…; y algunas no pasarí­an a formar parte del cuerpo, sino de la placenta o del cordón umbilical. No obstante, a partir del decimo- cuarto dí­a, aproximadamente, empieza a aparecer, entre esta colección de células, una especie de zona densa en el centro, conocida como lí­nea primitiva. Después de esto, el embrión se desarrolla con rapidez, convirtiéndose la lí­nea primitiva en el inicio de la médula espinal, y el sistema nervioso central comienza a formarse. Esta es la última fase en la que los gemelos pueden separarse y desarrollarse como dos embriones. Por este motivo decidimos que hasta los catorce dí­as desde la fecundación, el embrión no podrí­a considerarse igual que un feto posterior (o dos fetos), sino como una colección de células humanas que todaví­a no podí­an tener ninguna experiencia, al no encontrarse vestigio alguno de un sistema nervioso para organizarlas. Su uso en investigación y su posterior destrucción podrí­an por tanto estar moralmente justificadas, siempre y cuando el procedimiento completo tuviese un fin beneficioso. No obstante, conservar un embrión vivo en el laboratorio durante más de catorce dí­as desde la fecundación debí­a ser un delito penal. He insistido en esta decisión porque fue crucial para la aceptación a nivel mundial de la fecundación in vitro y otras investigaciones que utilizan embriones humanos. La norma del decimocuarto dí­a ha sido incluida en la mayor parte de las leyes europeas, si no en todas. La postura legal no está tan bien definida en Estados Unidos, en gran medida a causa de la influencia de los puntos de vista fundamentalistas religiosos en la legislación federal, así­ como la libertad de regulación de numerosas prácticas médicas.

La cuestión del estatus moral que se deberí­a otorgar al embrión humano vivo in vitro era y continúa siendo la única y más fundamental fuente del desacuerdo ético en la embriologí­a general desde la década de los años setenta. Sin embargo, incluso dentro de la esfera aún más reducida de la fecundación in vitro, muchas otras cuestiones sociales han resultado controvertidas. Puesto que la fecundación in vitro, aunque ahora más o menos rutinaria, sigue necesitando una intervención quirúrgica compleja, han surgido dudas sobre si los médicos tienen derecho a negarse a tratar a ciertos tipos de personas. ¿Se deberí­a tratar a quienes no están casados? ¿Se deberí­a tratar a mujeres solteras, o a mujeres que formen parte de una pareja lesbiana con esperma donado? ¿Se deberí­a tratar a mujeres que actúen como madres de alquiler para hombres solteros o parejas homosexuales? En general, y a mi juicio correctamente, la profesión médica no desea realizar juicios morales sobre aquellos que se ofrecen para el tratamiento, ni juicios a largo plazo sobre los efectos en la sociedad de las familias poco comunes. De forma que, por lo general, están preparados para tratar a cualquier persona que cumpla los requisitos clí­nicos para recibir dicho tratamiento y que pueda pagarlo (la medida en la que las compañí­as aseguradoras o la sanidad pública deberí­an cubrir los costes es otra cuestión moral o polí­tica, pero difí­cilmente una cuestión relacionada con la embriologí­a). No obstante, el concepto de idoneidad clí­nica conduce a una nueva cuestión ética. ¿Resulta moralmente aceptable tratar a mujeres menopáusicas? ¿Ser el hijo de alguien lo suficientemente mayor como para ser su abuela serí­a perjudicial a nivel fí­sico o psicológico para el niño o solo ocasionalmente incómodo? Las respuestas a dichas preguntas deben ser hipotéticas y, sin pruebas que lo respalden, no se pueden alcanzar juicios con la suficiente confianza. Quizás, para formar un juicio de valor, un médico necesitarí­a indagar en los motivos de la futura madre (hubo una mujer mayor tratada mediante fecundación in vitro en Francia cuya razón fue asegurarse una herencia, y dejar a su hermana sin ella).

La cuestión del estatus moral que se deberí­a otorgar al embrión humano vivo in vitro era y continúa siendo la única y más fundamental fuente del desacuerdo ético en la embriologí­a general desde la década de los años setenta.

Más inmediato que dicha especulación ética es la ansiedad ampliamente expresada en la actualidad sobre el riesgo de embarazos múltiples que conlleva la fecundación in vitro. En el siglo XX, cuando la fecundación in vitro era algo nuevo, se aceptaba que insertar hasta cuatro embriones en el útero en un único ciclo ofrecí­a la mayor posibilidad de implantación con éxito y el consiguiente embarazo. Un embarazo múltiple era un riesgo, pero merecí­a la pena correrlo. ¿No preferirí­a una pareja estéril hasta el momento tener dos o tres bebés en vez de uno? Sin embargo, ahora, nuevos estudios han sembrado dudas sobre la efectividad de insertar más de un embrión; también que los efectos negativos de los partos múltiples, tanto para la madre (y probablemente el padre) como para los bebés, son demasiado serios como para tomárselos a la ligera. Quizás resulte necesaria una legislación en esta área, o por lo menos, directrices más restrictivas.

Por último, como ya he mencionado, se han planteado dudas morales sobre la ética de la evaluación previa de embriones fecundados in vitro antes de la implantación. Algunas personas discapacitadas sostienen que el intento de eliminar el riesgo de que un niño nazca con, por ejemplo, fibrosis quí­stica es despectivo para los discapacitados. Veo esto como un argumento tan pobre que no insistiré más en esta cuestión. Pero algunas personas también argumentarí­an que se podrí­a abusar de un proceso como ese: según ellos, los padres, querrí­an otro bebé con un grupo sanguí­neo concreto, como un hermano salvador, para salvar la vida, mediante un trasplante de órganos, de un hermano o hermana gravemente enfermo. En su opinión, esto implicarí­a que el segundo hijo no era deseado por sí­ mismo, sino solo como el medio para un conseguir un fin. También considero muy débil este argumento. Alguien puede ser querido por sí­ mismo e incluso más por ser un posible salvador de su hermano. Por último, se sostiene que la selección previa a la implantación se puede utilizar para seleccionar el sexo deseado de un bebé (selección de género); y que esto llevarí­a inevitablemente a una preponderancia de niños respecto a niñas. Sin embargo, no creo que esto suponga una auténtica amenaza. La mayorí­a de las personas no pasarí­an por el doloroso y agotador proceso de la fecundación in vitro solo por tener un bebé del sexo elegido (aunque puedo imaginar que lo hicieran, si fuese a ser su único hijo, o si ya hubieran tenido muchas hijas, y quisieran un heredero varón). Pero discutir cuestiones como estas más a fondo implica rí­a invadir otros asuntos éticos que serán desarrollados en este texto, el de los llamados Bebés de Diseño y otras formas de mejora.

Ha habido enormes avances en embriologí­a desde la década de los años setenta. Posiblemente, lo más destacable ha sido descubrir que los embriones podrí­an formarse por otros medios además de la fecundación del óvulo por el esperma, una forma de clonación. La clonación es una forma de reproducción no sexual en la que todos los vástagos son genéticamente idénticos al padre/madre del que se derivan y entre sí­. Todos los organismos idénticos constituyen conjuntamente un clon, y cada uno dentro del conjunto es un clon de todos los demás, siendo semejantes el padre y los vástagos. Muchas plantas, como las fresas, se reproducen tanto sexualmente como esparciendo semillas y deshaciéndose de los chupones que se convierten en plantas que son extensiones reales de la planta madre. Los seres humanos han intervenido durante mucho tiempo en la reproducción de las plantas al coger esquejes que, al fin y al cabo, son clones.

Se han realizado investigaciones durante muchos años para estudiar la posibilidad de la clonación artificial de animales de granja, con el fin de encontrar una forma rápida para reproducir una raza especí­fica de vaca u oveja. Hace más de cincuenta años, un biólogo llamado John Gurden consiguió, tras muchos fracasos, células transferidas de renacuajos a huevos de ranas a los que se les habí­a extraí­do el núcleo, y logró crear nuevos renacuajos que sobrevivieron hasta la madurez. Pero era relativamente sencillo trabajar con ranas o salamandras que tienen huevos de gran tamaño, y cuya fecundación y desarrollo se produce fuera del cuerpo. Se creyó durante mucho tiempo que la clonación de mamí­feros era imposible. Cuando en 1990 el Reino Unido, como parte de la ley sobre fecundación humana y embriologí­a, convirtió la clonación humana en un delito penal, pensaban en la posibilidad de dividir un embrión humano en el laboratorio para crear artificialmente dos embriones a partir de un único cigoto, es decir, crear gemelos idénticos.

Pero en 1997, cientí­ficos del Roslin Institute, en Escocia, anunciaron que habí­an clonado con éxito una oveja, llamada Dolly, mediante un método diferente. Habí­an extraí­do una célula mamaria de una oveja adulta y la cultivaron en el laboratorio para que se empezara a dividir; mientras tanto, recogieron un óvulo de una segunda oveja y le extrajeron el núcleo, utilizando una pipeta. A continuación, insertaron la célula divisible completa de la primera oveja en la cápsula enucleada del óvulo de la segunda oveja, y mediante una breve exposición a corriente eléctrica, consiguieron fusionarla en un embrión, que posteriormente insertaron en el útero de una tercera oveja, una madre de alquiler, donde se implantó, y el embarazo llegó a término. No obstante, la oveja resultante no era completamente idéntica a la primera oveja, como los gemelos formados de manera natural son el uno del otro, porque heredó de la segunda oveja una pequeña pero significativa cantidad de ADN contenido en las células mitocondriales que habí­a continuado revistiendo la cápsula de su óvulo y siempre se transmiten por ví­a materna. El procedimiento completo estuvo lleno de dificultades, ya que los embriones reconstruidos eran excesivamente frágiles. En Roslin, los cientí­ficos reconstruyeron 277 embriones. Solo veintinueve se consideraron lo suficientemente fuertes como para ser transferidos a madres de alquiler, de los cuales trece fueron utilizados. De todos ellos, solo uno llegó a término. Dolly se convirtió en una oveja adulta, con cierto sobrepeso y sufrió artritis en sus últimos años de vida. Murió a los seis años, que es algo más de mediana edad para una oveja.

Tan pronto como se anunció el nacimiento de Dolly, empezaron las especulaciones sobre la posibilidad de clonar otros mamí­feros, incluidos seres humanos (las técnicas han mejorado en los últimos veinticinco años y se han producido muchas vacas y ovejas, algunas de ellas con modificaciones genéticas en su fase embrionaria, para fines médicos o la crí­a de animales). La idea de clonar seres humanos da lugar a un escándalo moral extendido aunque no universal. Inmediatamente después del nacimiento de Dolly, y antes de la aprobación de la nueva legislación prohibitiva, un tocólogo italiano, ya conocido por provocar un embarazo mediante fecundación in vitro a una posmenopáusica, anunció que iba a ir a Inglaterra para crear clones humanos, y que ya tení­a doscientas mujeres haciendo cola para ser madres de alquiler de los embriones reconstruidos. El Gobierno del Reino Unido se apresuró a modificar la legislación para prohibir la clonación de seres humanos, porque aunque habí­a sido prohibida en virtud de la ley sobre fecundación humana y embriologí­a de 1990, o así­ lo habí­a asumido todo el mundo, una organización dedicada a prevenir el uso de cualquier embrión humano en la ciencia o en la medicina llevó el asunto ante los tribunales. Entonces un juez, de manera sorprendente, dictaminó que un embrión humano reconstruido no serí­a un embrión en los términos recogidos en la ley de 1990, que cubrí­a únicamente a los embriones creados mediante la fecundación de los óvulos por el esperma, es decir, por medios normales, aunque fuera del cuerpo. Así­ que se consideró que resultaba necesaria una legislación renovada (el juez revocó posteriormente esta resolución).

Si el procedimiento de crear embriones clonados mediante transferencia nuclear de células se volviese seguro, yo, por mi parte, puedo imaginar casos en los que su uso podrí­a estar justificado como remedio para determinados tipos de esterilidad humana, de forma que la pareja podrí­a tener un hijo que, al menos en parte, fuera genéticamente suyo. No tomo demasiado en serio los argumentos de aquellos que alegan que un niño nacido como un clon serí­a menos humano, o que padecerí­a por ser genéticamente idéntico a alguien de una generación diferente. Después de todo, un niño así­ serí­a criado y educado en circunstancias bastante diferentes, y contemporáneas. Si alguien quisiera, como aparentemente sucede a algunos, reproducirse a sí­ mismo en pro de futuras generaciones, tal arrogancia por sí­ sola podrí­a hacer que algo así­ resultase indeseable, aun siendo seguro y conforme a las leyes. Sin embargo, sospecho que la repulsión ética que muchos podrí­an sentir respecto a la clonación reproductiva humana se explica en gran medida por el sentido de que es la cosa más antinatural que existe. La naturaleza exige que, para que un niño exista, haya tenido que ser concebido, y para que se conciba, debe haber un padre y una madre. Nada está más arraigado en nosotros que esta creencia. Pero Dolly no tení­a padre. Un niño sin padre serí­a un monstruo antinatural, como la famosa creación de Frankenstein.

Los argumentos basados en el supuesto de que lo que es natural es bueno, y lo que es antinatural es malo, han sido muy comunes al menos desde la época de Jean-Jacques Rousseau. Pero están viciados por el hecho que lo natural y lo antinatural son susceptibles de tener multitud de interpretaciones distintas. Especialmente en el campo de las intervenciones médicas, difí­cilmente habrá alguien que crea que se deba dejar a la Naturaleza seguir su curso si alguien sufre una apendicitis aguda, que puede ser tratada quirúrgicamente, o insuficiencia cardí­aca, para la que se puede insertar un marcapasos. Es, pues, irracional oponerse a la reproducción humana asexual por el mero hecho de que no sea la forma natural.

La posibilidad de que las células trasplantadas puedan regenerar las células de la médula ósea del receptor constituye un avance médico fascinante
Y, como explicaré, existen muy buenas razones para permitirlo, siempre y cuando no se lleve a cabo directamente para la implantación en el útero humano. Debemos distinguir aquí­ entre clonación reproductiva y terapéutica. La clonación reproductiva es el proceso ya descrito, el que llevó al nacimiento de Dolly. La clonación terapéutica, tal y como su nombre implica, es la creación de embriones únicamente con vistas a desarrollar terapias basadas en el uso de células antes de que hayan sido diferenciadas, extraí­das de los embriones pocos dí­as antes de su creación, y conocidas como células madre. Las células madre se caracterizan por dos propiedades principales: cuentan con la capacidad de autorrenovarse indefinidamente, y aún no están diferenciadas, pero son capaces de convertirse en otros tipos distintos de células. En la naturaleza, se diferencian gradualmente, comenzando a los cuatro o cinco dí­as desde la fecundación, pero si se extraen de un embrión en una fase de desarrollo tan temprana como esta, se puede provocar su desarrollo en uno de los tipos de células que podrí­an ser necesarios para retirar y sustituir a las células del cuerpo del paciente dañadas por una enfermedad o lesión. Esto se conocerí­a como trasplante celular, concepto que retomaré dentro de un momento.

Se puede hacer que las células madre extraí­das de embriones en fase temprana se diferencien en cualquier tipo de célula. También resultan fáciles de obtener, ya sea de un embrión de repuesto creado mediante fecundación en el laboratorio en el transcurso de un tratamiento de fecundación in vitro, pero no necesario para su implantación, o bien mediante transferencia nuclear, el método que dio lugar a Dolly. Pero existen otras fuentes de células madre, todos los adultos conservan células madre en su cuerpo. Aunque las células madre adultas ya están parcialmente diferenciadas y son capaces de desarrollarse únicamente en unos pocos tipos de células de los que se compone el cuerpo, y en cualquier caso, son difí­ciles de conseguir. Hay células madre presentes en el cordón umbilical y en la placenta, así­ como en fetos abortados, pero ninguna de ellas es tan versátil como las que se encuentran en los embriones en fase temprana de desarrollo. Aquellos que se oponen en principio al uso de embriones humanos en investigación y sostienen que no se deberí­a crear en el laboratorio ningún embrión que no vaya a ser implantado en el útero, de forma que al menos tenga la oportunidad de nacer, creen, de manera comprensible, que se deben aceptar estos inconvenientes, como el precio que hay que pagar por la protección de la vida embrionaria. Prefieren, de mala gana, utilizar embriones de repuesto como fuente de células madre para la creación deliberada de embriones con el único objetivo de recolectar células; pero no aprueban ninguno de ellos. Así­ que recomiendan insistentemente que, si se busca un trasplante de células con fines terapéuticos, deberí­a limitarse al uso de células madre adultas (o células madre procedentes de la médula o de la placenta).

El trasplante de células, al igual que el trasplante de órganos, lleva consigo el riesgo de rechazo por parte del receptor. Las células, como los órganos completos, contienen una estructura de ADN única, y deben, al igual que un órgano para trasplante, ser lo más parecidas posible al ADN del receptor, quien probablemente tenga que tomar medicamentos inmunodepresores para evitar el rechazo por parte de su sistema inmunológico. No obstante, la posibilidad de que las células trasplantadas se conviertan en, por ejemplo, células de médula ósea y puedan regenerar las células de la médula ósea del receptor, constituye un avance médico fascinante, que se está llevando a cabo actualmente. Y, al menos, en el Reino Unido, se están creando lí­neas de células madre embrionarias que se depositan posteriormente en un banco de células madre supervisado por el British Medical Council, para su uso en investigación o terapia.

El siguiente paso es superar el problema del rechazo de forma radical. Es posible, al menos en teorí­a, extraer una célula, una célula somática ordinaria, de un paciente que sufra, por ejemplo, una lesión en la médula espinal o insuficiencia cardí­aca, cultivarla y tratarla como si se diese marcha atrás al reloj, y la célula regresa a una forma anterior, no diferenciada, de vida. Entonces puede diferenciarse y convertirse en una célula del tipo deseado, pero serí­a una célula del propio cuerpo del paciente, por lo que no habrí­a posibilidad de rechazo. Si esto se convirtiese en una terapia práctica y viable, no serí­a necesario extraer células madre de nuevos embriones creados. Las células madre podrí­an ser creadas artificial e individualmente, según las necesidades de cada paciente. Si este tipo de procedimiento pasase a estar disponible para toda la población, supondrí­a un gran avance para la medicina.

Esta es, sin lugar a duda, la manera de seguir progresando en la investigación sobre células madre y en su aplicación. Resulta difí­cil determinar los avances conseguidos hasta la fecha a nivel mundial. Pero uno de los numerosos méritos de tales avances extraordinarios es que ya no requiere la creación mediante concepción in vitro o transferencia nuclear celular, de embriones humanos en el laboratorio. Mientras tanto, hasta que un avance como este se pueda considerar una rutina, o darse por sentado, la investigación que utiliza embriones sigue siendo parte de la investigación médica, aunque sea solamente con el objetivo de entender mejor los detalles de la diferenciación celular (y de la desdiferenciación) en ellos. Y obviamente, para poner remedio a la esterilidad mediante la fecundación in vitro, se deben crear embriones a través de concepción in vitro y desechar los sobrantes. Por ello, al final, los problemas éticos seguirán siendo los mismos que al principio. ¿Qué estatus moral deberí­amos asignar al embrión humano en sus fases más tempranas? Creo que resultarí­a cierto decir que en la mayorí­a de los paí­ses desarrollados, incluso algunos que son predominantemente católico romanos, como Irlanda, la fecundación in vitro ha sido aceptada y esto significa que la creación y la destrucción de embriones en fase inicial se considera aceptable, inevitable y un procedimiento rutinario. Esto implica a su vez que, a efectos prácticos, se ha desestimado la Instrucción del Vaticano (aunque por supuesto no se puede obligar a nadie a someterse a un tratamiento de fecundación in vitro o a practicarlo, tal y como no se puede obligar a nadie a someterse a un aborto o a utilizar anticonceptivos). Esto podrí­a interpretarse como un signo de secularización general de la sociedad que, a su vez, implica que la gente debe encontrar cada vez más justificaciones distintas al dogma religioso para sus juicios éticos. Necesitan encontrar argumentos que convenzan a los ateos.

Son muchos los que comparten esta postura. El estatus ético de cualquier medida, incluida una investigación cientí­fica o procedimiento médico, se debe juzgar siguiendo el criterio de si ofrece más ventajas que inconvenientes para la sociedad en general, en otras palabras, siguiendo el criterio del bien común. Los legisladores siempre se han visto obligados a utilizar este criterio a la hora de decidir si prohibir una determinada práctica, regularla o permitir que se lleve a cabo libremente. Nunca es fácil realizar un juicio como este, y puede que siempre resulte una mala decisión, con consecuencias tan claramente negativas que deba ser revocada. Pero aquellos que celebran abiertamente los avances en el conocimiento cientí­fico y el desarrollo de la tecnologí­a médica y terapéutica, o quienes están interesados en la reputación de su propio paí­s en materia de investigación cientí­fica reconocen que se deben asumir riesgos si la investigación se encuentra ante demasiados obstáculos. Por otro lado, algunos temen que si la sociedad se acostumbra demasiado al uso de los embriones humanos para el tratamiento de la esterilidad, al igual que se usan otros tejidos humanos (como, por ejemplo, el uso de sangre en transfusiones), se habrá perdido algo importante. Esta inquietud no tiene nada que ver con ninguna creencia religiosa. Podrí­a surgir de la reflexión de que una sociedad humana civilizada debe contar con la protección de la vida humana como uno de sus valores fundamentales, y que los embriones en fase inicial, como quiera que se hayan creado, mediante concepción u otro método, son humanos y están vivos, y tienen el potencial, en el entorno adecuado, de convertirse en seres humanos plenos. Si se permite socavar este respeto por la vida humana, temen que la sociedad se vuelva inevitablemente menos sensible, más indiferente y, en última instancia, más bárbara. Esta ansiedad es algo serio y debe tratarse seriamente.

Así­ que volvemos al principio. Existen, como espero haber mostrado, ciertos problemas sociales que deben ser resueltos por los médicos, o por los beneficiarios de la embriologí­a avanzada, por lo que la cuestión ética fundamental sigue siendo el estatus moral que una sociedad deberí­a asignar a cada embrión humano en fase inicial. Dos consideraciones podrí­an aportar algo de tranquilidad a aquellos que tienden a pensar que deberí­amos volver la espalda a todo esto, dejar de desarrollar la fecundación in vitro como remedio para la esterilidad y no ir más allá en la búsqueda de una terapia derivada de las células madre embrionarias. La primera consideración es: los cientí­ficos que utilizan y a continuación destruyen embriones humanos, malgastando vida humana en potencia, no están solos. La propia naturaleza es increí­blemente despilfarradora a la hora de crear y destruir no solo esperma y óvulos, sino embriones reales que llegan a crearse y sufren un aborto tan prematuro que la propia mujer que los lleva dentro de ella ni siquiera sabe que han existido. La segunda consideración es posiblemente más seria. Si se permite avanzar la investigación hacia su objetivo actual, cuando las células de un adulto puedan ser extraí­das y tratadas para convertirlas en células totipotentes, y utilizarlas entonces para la reparación de células dañadas en el propio cuerpo del adulto, la necesidad de emplear embriones llegará a su fin. Esto, aunque algo lejano, es el objetivo último de la investigación sobre células madre embrionarias y, por supuesto, nunca se podrá conseguir si no se permite que la investigación continúe. En mi opinión, esta es la justificación para permitir tal investigación, a pesar de las cuestiones éticas que se deriven de ella en la actualidad.

El presente estudio se ha basado necesariamente en la experiencia obtenida en el Reino Unido. No resulta difí­cil descubrir lo lejos que ha llegado la investigación en materia de células madre en otras partes del mundo (posiblemente menos avanzada en otros paí­ses europeos, que han sido más reacios que el Reino Unido a la hora de desarrollar una legislación reguladora). En Estados Unidos no existe más financiación federal para las nuevas investigaciones que almacenarí­an bancos de células con lí­neas celulares que las generadas antes de 2002, muchas de las cuales no resultaron especialmente útiles. Así­ que, efectivamente, lo que suceda con la investigación sobre células madre deberá estar financiado a nivel privado, y sobre dicha investigación es bastante difí­cil encontrar informes fiables y es poco más que un rumor para decir cómo de avanzadas están las investigaciones o incluso cuál es la situación de las mismas en Sudamérica, Singapur o China. Pero se usen donde se usen los embriones para investigación, y sean cuales sean las técnicas utilizadas para la creación de los mismos, la cuestión ética fundamental sigue siendo la misma: cómo vamos a valorar estas diminutas entidades, a nivel moral. ¿Se parecen más a bebés que han nacido o a desechos de tejido humano? Creo que deberí­amos considerarlas más como tejido humano, basándonos en que no pueden sentir más dolor o placer que un trozo de uña o un pelo humano. Y por ello, no les hacemos daño al privarlas de la vida en la forma en que dañarí­amos a un bebé nacido, pero a quien decidiéramos destruir. El estatus moral que les asignamos se basa en la biologí­a de desarrollo.

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