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Artículo del libro Fronteras del conocimiento

El lugar de la ciencia en nuestra cultura en el fin de la “era moderna”

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Nota introductoria

La esencia misma de la democracia es que cualquier intento de imposición de medidas autoritarias por parte de una institución invita a su examen casi automático con una contra argumentación razonada. Eso también es cierto, y lo ha sido durante siglos, para la autoridad que se le ha otorgado a la ciencia y para el lugar que ocupa en nuestra cultura.

Pero en ocasiones ocurre que esas contra argumentaciones razonadas se han visto oscurecidas por una marea de ataques encendidos, irracionales e incluso sensacionalistas al lugar que debe ocupar el conocimiento científico (uno piensa aquí, por ejemplo, en el movimiento conocido como «bancarrota de la ciencia» que se produjo en el siglo xix). Hace algunos años pareció iniciarse un proceso idéntico, justo cuando las páginas que siguen fueron escritas con el propósito de ilustrar y comprender este fenómeno social, así como para alertar a sectores de la, por lo general, plácida comunidad científica del peligro y animarles a actuar contra él.

Entonces existía la esperanza de que —en parte debido a los extraordinarios avances que constantemente se producían en la ciencia moderna y a sus aplicaciones prácticas en la vida diaria— esas voces extremistas fueran silenciadas. No ha sido así. De hecho, una combinación de distintas fuerzas ha estado activa (al menos en Estados Unidos y algunos países europeos) para poner en marcha el péndulo del antagonismo en contra de la autoridad de la ciencia en los círculos académicos, en la cultura popular, entre políticos de gran visibilidad e incuso entre algunos teólogos. Han aparecido un número cada vez mayor de libros con títulos como El fin de la ciencia; de publicaciones especializadas cuyos argumentos centrales son que la esencia del método científico «surgió a partir de la tortura humana trasladada a la naturaleza»; de ataques altamente fundados a la biología evolutiva; un sentimiento creciente entre determinados filósofos y sociólogos posmodernos que aducen que estamos asistiendo al «fin de la modernidad» y que el concepto de «naturaleza», al carecer de validez, convierte el ejercicio de la ciencia en un mero intento de hacer carrera, y un intento de silenciar, por parte de altas esferas de gobierno, hallazgos científicos consensuados relativos a los peligros que amenazan el medioambiente y la salud pública.

En suma, las observaciones y conclusiones expuestas a continuación acerca del lugar de la ciencia de nuestra cultura cobran hoy una relevancia especial.

Detrás de cada acción en la vida de un científico —ya sea la elección de un proyecto de investigación o su interacción con los estudiantes, el público y los medios de comunicación, o la búsqueda interminable de fondos, o consultas solicitadas por representantes del gobierno— siempre hay un factor oculto que en gran medida determina el resultado. Ese factor es cómo la sociedad en general interpreta el lugar de la ciencia en la cultura. La mayoría de quienes practican la ciencia afirmarían que carecen del interés o del conocimiento suficientes como para preocuparse de un problema tan complejo y amorfo en apariencia, al menos no hasta que llega el momento —como periódicamente sucede— en el que empiezan a percatarse de que sus suposiciones en gran parte inconscientes sobre las relaciones entre ciencia y el conjunto de la sociedad están siendo gravemente puestas en tela de juicio.

Esos días han vuelto. Aquí y allá los intelectuales empiezan a enfrentarse al hecho de que, cada vez más, conceptos como «el fin de la era moderna», «el fin del progreso» y «el fin de la objetividad», procedentes de ciertos sectores académicos, de divulgadores particularmente elocuentes e incluso de miembros del Congreso se están asentando en la mentalidad popular con sorprendentemente escasa oposición por parte de los líderes de la comunidad científica. Pero, lejos de tratarse de una fase pasajera, este movimiento —diferente de la ola «anticiencia» que he analizado en otros escritos—(1) marca el resurgir de una rebelión ya antigua y recurrente contra algunos de los presupuestos de la civilización occidental que tienen su origen en la Ilustración, en especial contra la afirmación de que la ciencia puede conducir a una clase de conocimiento que es progresivamente no susceptible de ser probado, universalmente accesible (es decir, intersubjetivo) por principio y potencialmente valioso y civilizador. El impacto de este sentir colectivo en la vida del científico, en la comprensión pública de la ciencia en general y en la legislación que la regula crece cada día y resulta evidente hasta para los más despistados.

El objeto de este ensayo es ayudar a la comprensión de este movimiento, de sus principales fuentes y los propósitos que lo impulsan. Para ello empezaré con un repaso de algunos de los principales teóricos sobre la cuestión de qué papel debe desempeñar —si es que debe desempeñar alguno— la ciencia en nuestra cultura y de sus efectos en la legislación sobre este tema en Estados Unidos, que en este momento está rediseñando los objetivos y la práctica de la disciplina científica. Para ello es necesario mirar al pasado, más allá del llamado «contrato» implícito entre ciencia y sociedad fraguado en el periodo inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial.

Dicho contrato, que continúa siendo el mito dominante entre la mayoría de los científicos aunque a duras penas se corresponde con la realidad de hoy, fue el resultado de una fase de inocencia, cuando durante unas pocas décadas la búsqueda del conocimiento científico se consideraba en líneas generales —y en especial por los científicos— la encarnación de los valores clásicos de la civilización occidental, empezando por las tres virtudes primarias de verdad, bondad y belleza; cuando la ciencia era alabada por su afán por la verdad y vista como un proceso de iluminación en la cultura moderna, una especie de búsqueda newtoniana de la omnisciencia; cuando se pensaba que la ciencia encarnaba una escala de valores positivos dentro de un mundo imperfecto, tanto a través de su tradicional práctica del comportamiento honorable como por su tendencia a desembocar en aplicaciones capaces de mejorar la condición humana y alejar a los enemigos que amenazaban nuestro modelo de sociedad: una búsqueda baconiana de una forma benigna de omnipotencia. Cuando el descubrimiento de la verdad en la estructura, coherencia, simplicidad y racionalidad del mundo era considerado, en suma, una suerte de hechizo kepleriano, la más alta recompensa a tan ardua tarea.

Antes del fin de la euforia

La última vez que la descripción optimista que acabo de hacer ha sido dada por cierta de forma generalizada, al menos en Estados Unidos, fue durante el periodo que siguió al fin de la Segunda Guerra Mundial. También estaba resumida en el famoso informe de Vannevar Bush, titulado Science, the Endless Frontier [Ciencia. La frontera interminable], de 1945, que se convirtió en la principal fuerza impulsora de la ciencia en este país. Puesto que resulta un ejemplo especialmente esclarecedor del optimismo pos-Ilustración acerca del papel de la ciencia en la cultura, y uno que muchos científicos siguen considerando vigente, resulta interesante examinar algunas de sus ideas principales.

En noviembre de 1944 el presidente Franklin D. Roosevelt solicitó a Vannevar Bush, director de la Oficina de Investigación y Desarrollo Científicos durante la guerra, un informe que resumiera cómo, en el mundo de la posguerra, la investigación de las ciencias de la naturaleza —él las llamó «las nuevas fronteras de la mente»— podían ser fortalecidas y puestas al servicio de la nación y de la humanidad en general. Roosevelt estaba particularmente interesado en tres objetivos: librar una «nueva guerra de la ciencia contra las enfermedades», «descubrir y desarrollar el talento científico entre los jóvenes estadounidenses» y diseñar un nuevo sistema de fuerte apoyo federal a la investigación científica en los sectores público y privado. Más allá de estos resultados concretos, aducía que las aplicaciones de la ciencia, tan útiles durante la terrible guerra para salvar al mundo de la amenaza fascista (en alusión al éxito que supusieron el radar y los mecanismos antisubmarinos de los aliados), podían ahora reconducirse «en un uso más completo y fructífero» que dotara a la ciencia de «una vida más completa y fructífera» también.

La respuesta detallada de Vannevar Bush a esta solicitud llegó menos de ocho meses después, el resultado de un programa de urgencia desarrollado por un deslumbrante comité de 40 expertos procedentes de la industria, el mundo académico y el gobierno. Para entonces Roosevelt había muerto, pero con el final de la guerra a la vista, la administración estadounidense se mostró especialmente receptiva a las ideas propuestas en el informe. Si bien algunos detalles eran en exceso optimistas y otros tuvieron que ser modificados en la práctica (a menudo para escándalo de Bush), es un hecho generalmente aceptado que la visión de éste sentó los cimientos para el desarrollo de nuevas instituciones en apoyo a la ciencia durante las décadas siguientes y gozó de la actitud popular favorable necesaria para llevar a cabo las acciones. Así, se sentaron las bases para un liderazgo global en muchas ramas de la ciencia básica. Hasta el recrudecimiento de la guerra de Vietnam no hubo un descontento significativo del pueblo hacia la autoridad del gobierno y también hacia la evidente aplicación de avanzadas tecnologías en una guerra inútil e impopular, y por ende hacia la ciencia que, supuestamente, había hecho posibles tales abusos. Aquello marcó el fin de lo que podría considerarse una fase de euforia en las relaciones entre ciencia y sociedad en el siglo xx.

El informe Bush, así como las propuestas rivales del senador Harley Kilgore, fueron ejemplos históricos del progresismo basado en la ciencia que reinaba en aquel momento, según el cual ciencia y democracia eran aliadas naturales al servicio del ideal de fortalecimiento e instrucción de la sociedad en su conjunto. En este sentido formaban parte del sueño americano que se remontaba a Benjamin Franklin y sus contemporáneos, hombres de Estado aficionados a la ciencia. El mismo Vannevar Bush así lo apuntaba en el breve prólogo a su informe, en el que afirmaba inspirarse para su empresa en «el espíritu de los pioneros, aún vivo en nuestra nación». Y para hacer aún más explícita la relación con la tradición encarnada por Condorcet, añadía una frase que, aunque representaba la opinión dominante de un ciudadano de mediados de la década de 1940, hoy sería rechazada por muchos que se consideran hijos de las de 1960 y 1970. Bush escribió: «El progreso científico es la llave a la seguridad nacional, a una mejor salud, a mejores empleos, a un nivel de vida más alto y al progreso cultural». En dicha afirmación resuenan los ecos de la fórmula de Thomas Jefferson: «Las verdades esenciales [son] que el conocimiento es poder, el conocimiento es seguridad, el conocimiento es felicidad».

Bush y sus contemporáneos habrían difícilmente imaginado que para principios de la década de 1990 esas creencias empezarían a ser rechazadas, incluso en las más altas esferas. Tampoco habrían concebido que, por ejemplo, un importante miembro del Congreso de Estados Unidos para política científica llegaría a sugerir (como después veremos con más detalle) que la ciencia y la tecnología son las verdaderas culpables de la triste lista de fracasos producto de décadas de liderazgo político equivocado. Dijo: «El liderazgo global en ciencia y tecnología no se ha traducido en liderazgo en salud infantil, esperanza de vida, índices de alfabetización, igualdad de oportunidades, productividad de los trabajadores o ahorro de energía. Tampoco ha servido para mejorar nuestro maltrecho sistema educativo, la decadencia de nuestras ciudades, la degradación del entorno, el deficitario sistema de sanidad y la mayor deuda nacional de la historia» (2). Y otro observador de gran prestigio, en otro tiempo director de la Fundación Nacional para la Ciencia (National Science Foundation), anunciaba exultante: «Los días de Vannevar Bush se han ido para siempre… el mundo entero está cambiando».

El cambiante equilibrio de los sentimientos

Tras este breve repaso de la visión mundial predominante a mediados del siglo xx, antes de que la generación que ocupa hoy los puestos de responsabilidad llegara a escena, debemos descender del ámbito de los caprichos pasajeros para comprender mejor los mecanismos causales responsables de los cambios en el lugar asignado a la ciencia en periodos determinantes de la historia intelectual de los últimos cien años. Ya que sólo conociendo las causas generales de la variación en la ideología subyacente podremos comprender los cambios en la política científica en momentos determinados.

En este punto debemos enfrentarnos a la cuestión de si estos cambios son graduales y forman parte de una evolución necesaria, o son por el contrario tan repentinos que, como en una revolución política, el tránsito del final de una era al inicio de otra nueva se produce con solución de continuidad. Si éste es el caso, entonces ahora estaríamos atravesando un periodo de ruptura histórica, en que hemos dejado atrás la «modernidad» y vivimos rodeados de «posmodernidad». Aunque dudo de que éste sea el caso —ciertamente no resulta evidente en los contenidos de la ciencia, pero sí en los escritos actuales sobre ciencia—, existe una tendencia dentro de la historia propiamente dicha que lleva algún tiempo tratando de identificar el advenimiento de una nueva era. La periodización, la clasificación del flujo de los acontecimientos en etapas claramente diferenciadas es una herramienta de uso común, aunque se aplica más sabiamente desde la seguridad que proporciona la visión retrospectiva. Así es como nacieron capítulos de los libros de texto tales como «La edad de la razón» o «La era progresista en Estados Unidos» a finales del siglo xix.

Un ejemplo aleccionador de ese género nos lo proporcionó el historiador norteamericano Henry Adams. A comienzos del siglo xx quedó gratamente impresionado con las publicaciones del físico y químico J. Willard Gibbs de la Universidad de Yale acerca de las reglas de fase necesarias para comprender los equilibrios heterogéneos. A Adams también le fascinaba la extraña idea de algunos físicos de la época de que las reglas de fase pudieran servir, por analogía, como medio para clasificar en orden jerárquico los siguientes elementos: sólido, fluido, gas, electricidad, éter y espacio, como si constituyeran fases de una secuencia. Estimulado por estas ideas, Adams creía que también el pensamiento atravesaba distintas fases en el tiempo, cada una de las cuales representaba un periodo diferente. En su ensayo de 1909 «Las reglas de fase aplicadas a la Historia», Adams llegó a una notable conclusión acerca del fin inminente de la modernidad: «El futuro del Pensamiento —escribió—, y por tanto de la Historia, está en manos del físico, y […] el historiador futuro debe buscar su educación en el mundo de la física matemática… [Si es necesario] los departamentos de Física tendrán que asumir solos esta tarea». La conclusión de Henry Adams pudo muy bien en su día considerarse una definición de cómo se pensaba entonces que sería la futura era posmoderna.

La formulación actual es más bien la opuesta. Cito este ejemplo —aunque me vienen a la mente otros muchos— para hacer notar la incomodidad que me producen estos intentos de dividir la historia en periodos estancos. Una noción menos rígida y más plausible sería reconocer que en cualquier tiempo y lugar, incluso durante un periodo en que una civilización parece encontrarse en una situación más o menos estable de equilibrio dinámico, coexisten varias ideologías en competición y conflicto dentro de la argamasa momentánea y heterogénea de perspectivas. Como apuntó Leszek Kolakowsky: «Es seguro que la modernidad tiene tan poco de moderna como los ataques a la modernidad […] El choque entre lo antiguo y lo moderno es probablemente eterno y nunca nos desharemos de él, porque expresa la tensión natural entre estructura y evolución, y esta tensión parece tener raíces biológicas; podemos afirmar que es una característica inherente a la vida» (3)

En ocasiones es posible, en retrospectiva, identificar uno de los puntos de vista en liza como dominante por un periodo de tiempo más o menos prolongado. Pero también es probable que, a tiempo real, esto tenga dos efectos. El primero es que cada uno de los grupos en competición trabaja fervientemente por elevar su ideología a una posición donde sea aceptada como «el sentir de una época» o «el clima de opinión» que caracteriza una etapa y una región determinadas. La última y más ambiciosa también intentará, como parte del programa de actuación, deslegitimizar las reivindicaciones de sus principales rivales. Especialmente cuando el equilibrio previo comienza a resquebrajarse, la algarabía de voces antagónicas se vuelve ensordecedora. Algunos triunfadores parciales pasan a convertirse en adalides, y hasta puede ocurrir que uno de ellos sea reconocido por un tiempo como el representante de una nueva visión del mundo o del «sentir» de la sociedad. El segundo efecto será, dentro de este constante ir y venir de fuerzas históricas cambiantes, que la tendencia innata en la humanidad a perderse en la ambición desmedida o en el sectarismo infecte a algunos de estos adalides (que ocasionalmente pueden ser también científicos). Esta tendencia a (como lo expresó Hegel) «perpetuarse ad infinitum» o simplemente a ceder a los excesos puede a su vez generar, como reacción, la misma clase de excesos por parte de las voces contrarias. Reconocer estos dos hechos es, en mi opinión, central a la hora de comprender el curso de la cultura de nuestro tiempo,

En esta lucha continua, que empieza con el enfrentamiento entre Apolo y Dionisos en la antigua Grecia y se prolonga hasta nuestros días, la cuestión específica y más limitada del lugar asignado a la concepción científica del mundo siempre ha estado presente. En ocasiones este lugar ha ocupado el corazón de la visión del mundo triunfante o dominante, como he explicado antes; en otras ha estado con los perdedores, e incluso ha sido acusada de alimentar una gran variedad de pecados en contra del bien de la humanidad.

Los historiadores de las ideas han cartografiado las formas cambiantes de las tendencias generales antagónicas. Líderes políticos también han observado a veces con lucidez y aprensión cómo el equilibrio de los sentimientos prevalentes se trastocaba porque, como dijo Jefferson, «son la manera y el espíritu de un pueblo lo que permite que un república siga viva. Una degeneración de los mismos es un cáncer que pronto devora el corazón de las leyes y la constitución». Académicos de peso han documentado cómo una de las concepciones del mundo, y la postura científica que la sostenía, ganaron predominancia sobre las otras durante algunas décadas en segmentos significativos de la cultura occidental. Un ejemplo es el estudio pionero de Robert K. Merton sobre ciencia y el puritanismo del siglo xvii. También existe documentación abundante que demuestra que estos sentimientos con el tiempo desaparecieron, conforme el equilibrio general entre bonanza y crisis se inclinaba en el sentido contrario durante algunas décadas más. En cuanto a los científicos mismos, la mayoría ha prestado poca atención a esta continua marea de sentimientos, excepto para intervenir ocasionalmente asignándose el mérito de los vaivenes positivos, o para declararse víctimas de los negativos.

Hoy, este espectáculo de continuo ir y venir, tan apasionante para el estudioso, ha dejado de ser únicamente sujeto de estudio para historiadores. El equilibrio general entre los elementos en liza, y con él la actitud de sus adalides, está cambiando ante nuestros ojos. Estudiar ese proceso resulta tan fascinante y provechoso para un historiador de las ideas —que es el papel que adopto aquí— como la aparición de una supernova para un astrónomo. Pero en ambos casos el estado actual de las cosas es el producto de un proceso histórico, la última adquisición de una progresión variopinta de los acontecimientos.

Hacia un «siglo monista»

Echemos pues un vistazo a aquellos que se decían representantes del sentir de su época desde hace cien años hasta el presente, en una secuencia de ejemplos seleccionados con la intención de que sean análogos a las etapas observables en el crecimiento de una célula bajo la lente del microscopio. Nuestro primer ejemplo concierne a un acontecimiento sucedido cuando empezaba un nuevo siglo: la Exposición Mundial de Columbia celebrada en Chicago en 1893. Esta exposición había sido concebida como la celebración triunfal del progreso social y humano en todos los campos, pero sobre todo en la industria, la ciencia y la arquitectura. Las grandes atracciones eran el Vestíbulo de la Maquinaria, el Edificio de la Electricidad, la Fuente eléctrica y las salas dedicadas a Transportes y a Minería. En el día de la inauguración, el presidente de Estados Unidos Grover Cleveland pulsó un botón que encendió un gran número de luces eléctricas y motores (las bombillas eléctricas y los motores de corriente alterna eran entonces aún relativamente nuevos). Esto causó que los miles de espectadores avanzaran al unísono presas de la excitación y muchos se desmayaron en el tumulto. Creo que podemos afirmar sin miedo a equivocarnos que pocos de entre los 37 millones de visitantes que tuvo la exposición se preocupaban entonces de los efectos negativos de la rápida industrialización. Y pocos, si es que hubo alguno, adivinaron que un siglo más tarde, en la Feria Mundial organizada en Corea del Sur, la exposición oficial de Estados Unidos, como obedeciendo a un nuevo zeitgeist, estuvo dedicada por entero a los detritus del mundo posindustrial, con montículos de maquinaria rota y fotografías de pútridos vertidos nucleares; o que la exposición permanente en el Smithsonian Museum of American History de Washington titulada «La ciencia en la vida en Estados Unidos» dedicaría la mayor parte de su espacio a ilustrar los riesgos de la ciencia y el supuesto descontento popular con la tecnología.

Otra indicación de hasta qué punto cambió la visión del mundo en el transcurso de un siglo es que uno de los grandes acontecimientos de la exposición de 1893 fue el espectacular Parlamento de las Religiones. Las creencias religiosas personales son, y siempre lo han sido, algo cercano a los corazones de los norteamericanos. Sin embargo, ahora nos sorprende que en un escenario dedicado a glorificar la ciencia y la industria, cientos de líderes religiosos procedentes de todas las partes del mundo se reunieran para presentar sus ideas en el transcurso de 100 sesiones repartidas en 17 días. Fue un acontecimiento de lo más coloristas, con hindúes, budistas, jainitas, judíos, protestantes, católicos, seguidores del sinto y de Zoroastro, etcétera, todos reunidos con sus vistosas túnicas «en un encuentro fraternal», en palabras de presidente del parlamento J. H. Barrows. El propósito era claro. Al igual que el de la Exposición en su conjunto, el lema del Parlamento de las Religiones tenía que ver con el progreso y la unidad armónica entre las gentes. Por tanto la Exposición, explicaba Barrows, no podía excluir la religión como no podía tampoco excluir la electricidad. La ciencia se invocaba como un aliado en el afán por alcanzar una unidad mundial, al tiempo que servía a las necesidades de la humanidad.

Uno de los más apasionados defensores de la idea de que la ciencia, la religión y la cultura son aspectos de un gran programa de unificación entre los pueblos fue uno de los organizadores del Parlamento de las Religiones, Paul Carus, un editor hoy recordado fundamentalmente por haber acercado los escritos de Ernst Mach a los lectores estadounidenses. El título de su presentación (4) era, nada menos que «La ciencia, una revelación religiosa». El suyo era esa clase de deísmo anticlerical y poscristiano, que en gran medida habría resultado atractivo para algunos filósofos-estadistas de cien años antes. La dignidad del individuo, pensaba Carus, sólo puede encontrarse a través del descubrimiento de la verdad, y ésa es la misión de la ciencia. Por tanto, anunciaba, «Dios nos habla a través de la ciencia». No se trataba de tener que elegir entre la Virgen María y la dinamo, sino más bien que los laboratorios eran las verdaderas catedrales y viceversa. Tal y como rezaba en la mancheta de su revista The Open Court, Carus estaba «entregado a la ciencia de la religión [y] a la religión de la ciencia».

Carus encarnaba un universalismo popular y partidario de la ciencia de aquella época que hoy está gravemente cuestionado tanto por la izquierda como por la derecha. Le he elegido porque la visión que pintaba del mundo constituye un buen ejemplo del entonces boyante movimiento Monismo moderno, que se basaba en la creencia de una «concepción unitaria del mundo». Surgió básicamente como reacción al dualismo cartesiano materia/mente y contra la multiplicidad de la experiencia del sentido común que partía de la individualidad de cada uno. El movimiento defensor del monismo tenía la enorme ambición, en palabras de Carus, «de dirigir todos los esfuerzos hacia la reforma y de regenerar por completo nuestra vida espiritual en todas sus manifestaciones». Ello implicaba por supuesto sustituir la religión convencional con lo que Carus llamaba la «Religión de la Verdad», donde la Verdad se define como «la descripción del hecho […] comprobable de acuerdo a los métodos de la investigación científica». En este sentido, la ciencia es «revelación»; y de esta manera era posible superar el antiguo e inaceptable dualismo verdad científica/verdad religiosa.

A la cabeza de un reducido pero ambicioso movimiento monista internacional estuvo el gran químico alemán Wilhelm Ostwald (premio Nobel, 1909). Aunque la mayor parte de los científicos modernos son muy conscientes de los límites existentes incluso en su campo de investigación —como Max Planck dijo en 1931, «una ciencia nunca está en situación de resolver por completo y de manera exhaustiva el problema al que se enfrenta»— las publicaciones del movimiento monista demuestran que aspiraba a resolver todos y cada uno de los aspectos de la cultura, desde la educación de los niños hasta la economía de las naciones y, por supuesto, empleando métodos de investigación científica. Así Ernst Haeckel, otro impulsor del movimiento, predijo que las ciencias físicas con el tiempo reducirían el origen de la materia «a un único elemento».

A pesar de la ingenuidad filosófica de sus líderes, el movimiento atrajo durante un tiempo entusiastas seguidores. En Alemania tuvo representaciones en 41 ciudades e incluso organizó manifestaciones multitudinarias contra la Iglesia. El éxito del movimiento puede explicarse en parte por el hecho de que sus seguidores habían tenido que vivir bajo el clericalismo político y reaccionario de Alemania. Pero he elegido expresamente este ejemplo de excesivo «cientificismo» por parte de una pequeña minoría de científicos como primera ilustración de la retórica de una ambición polarizadora de muchos movimientos antes, después y en posturas contrarias. Llevado por su fervor, Ostwald, con un orgullo desmesurado y jamás igualado por los escasos partidarios de cientificismo que sobreviven en la actualidad, alcanzó las más altas cotas de ambición desmedida con reivindicaciones tales como éstas, que hizo en 1911: «De la ciencia esperamos lo más elevado que la humanidad es capaz de producir […] Todo lo que la humanidad, en términos de deseos y esperanzas, objetivos e ideales, resume en el concepto de Dios, la ciencia lo cumple». Y, por último: «La ciencia ahora y con éxito inconmensurable ocupa el lugar de lo divino». Ostwald añadía la profecía de que «asistimos a la llegada del Siglo Monista […] que inaugurará una nueva época para la humanidad, del mismo modo que hace 2.000 años la predicación del amor a la humanidad había inaugurado una época» (5).

Poco después de esta publicación la llamada a la bondad y al amor al prójimo que el monismo y el cristianismo promulgaban estaban lejos de haber triunfado. En su lugar lo había hecho la guerra, que William James llamó «la sanguinaria enfermera de la Historia». Por extraño que parezca, fue Henry Adams quien presintió el fin del siglo monista. En su autobiografía, escrita en 1905 y titulada La educación de Henry Adams, señalaba que el curso de la historia se alejaba de la Unidad y caminaba hacia la fragmentación y la multiplicidad. Ciertamente, en el periodo inmediatamente posterior a la Primera Guerra Mundial la idea de progreso y el optimismo acerca del lugar de la ciencia en la cultura habían muerto. La balanza se había inclinado hacia el lado contrario. El único movimiento de envergadura con ambición política que continuaba reivindicando una base científica era por supuesto el marxismo, en especial como lo defendía Lenin en su libro de 1908 Materialismo y empiriocriticismo. La afirmación de que el marxismo-leninismo, la ideología fundadora de la Unión Soviética, tiene algo que ver con la verdadera ciencia es un mecanismo retórico, uno más de las grandes falsedades de aquel periodo histórico, incluso si se trataba de propaganda enseñada a todos los niños de los países comunistas. Está demostrado que no es cierta, tanto por el análisis defectuoso que de la ciencia y de la filosofía hace el propio libro de Lenin, como por el maltrato generalizado de que fueron víctimas los científicos soviéticos cuando sus teorías no eran del agrado de sus gobiernos.

La predicción de Spengler del fin de la ciencia

Lo que probablemente constituye el ataque más difundido contra la reivindicación optimista de la ciencia se publicó cuando la Gran Guerra tocaba a su fin, en 1918: un libro que más tarde influyó a teóricos de la historia como Arnold Toynbee y Lewis Mumford. Se titulaba La decadencia de Occidente y lo escribió un profesor de matemáticas alemán llamado Oswald Spengler. Un breve resumen no puede hacer justicia a aquella obra densa y barroca, pero la cuestión que me interesa subrayar aquí es lo que el libro afirmaba acerca del tema que nos ocupa. Spengler venía a decir que en todos los sectores de la humanidad, en todas las épocas desde Egipto, Grecia y Roma, la historia de la civilización había seguido básicamente un mismo curso, y que así sería siempre. Por tanto el destino inevitable de Occidente era terminar reducido a cenizas en un plazo de tiempo que, afirmaba, él podía calcular a partir de los precedentes existentes. Spengler predijo que el fin de Occidente se produciría en el año 2000.

El ocaso de toda civilización, escribió, puede detectarse examinando sus ideas científicas: por la adopción de una noción de causalidad en lugar de destino, por la atención prestada a abstracciones tales como el espacio infinito y la relación causa-efecto en lugar de a «la naturaleza viva». La primacía del alma es reemplazada por el intelecto; las matemáticas impregnan más y más actividades y la naturaleza se reinterpreta como un entramado de leyes dentro del corpus que Spengler llama «irreligión científica». Aquí es donde introduce su idea más sorprendente, una que, revestida de matices modernos, vuelve a sernos familiar. Advierte que una de las características del periodo crepuscular de una civilización es que cuando precisamente la alta ciencia es más fructífera, las semillas de su destrucción comienzan a dar fruto. Ello se debe a dos razones: la autoridad de la ciencia fracasa dentro y fuera de sus límites como disciplina y un elemento destructivo y anticlerical surge dentro del cuerpo científico mismo y termina por engullirlo.

El fracaso de la autoridad de la ciencia fuera de los laboratorios, dice, se debe en gran medida a su tendencia a aplicar de forma errónea las técnicas de pensamiento que son apropiadas exclusivamente para el ámbito de la naturaleza. Spengler sostiene que el estilo de pensamiento propio del análisis científico, fundamentalmente «razón y cognición», fracasa en áreas en las que lo que en realidad hace falta es la «práctica de la percepción intuitiva», del tipo que él identifica con el alma apolínea y con la filosofía de Goethe. Al defender la existencia de una brecha insalvable entre una «racionalidad» pura de ciencia abstracta y la vida intuitiva tal como se vive, Spengler cae en el mismo error que todos los críticos anteriores y posteriores a él, de los cuales muy pocos parecen haber profundizado en la ciencia más allá de sus libros de texto del colegio. Por tanto ignoran la enorme diferencia entre, por un lado, la «ciencia pública», el resultado final de negociaciones intersubjetivas para llegar al menos a un consenso temporal y global basado en la experimentación y la lógica, y por otro el trabajo científico previo y «privado», en el que las preferencias intuitivas, estéticas y en definitiva no lógicas pueden ser la clave del progreso individual más allá del nivel de la ciencia pública. La complementariedad entre estas dos fases bien diferenciadas del desarrollo real de cualquier proyecto científico explica por qué, en cualquier campo, los hallazgos de los científicos que operan en culturas y estilos muy diferentes terminan enjaezados y empaquetados como productos corrientes de validez global (aunque con fecha de caducidad).

Todo esto puede resultar evidente para científicos practicantes. Pero, continúa Spengler, incluso dentro del cosmos de la naturaleza hay un ataque a la autoridad de la ciencia, el cual surge del corazón de sus propios dominios. Cada concepción es, en su base, «antropomórfica» y cada cultura incorpora este peso en la concepción clave y en los exámenes a su propia ciencia, los cuales por tanto devienen ilusiones culturalmente condicionadas. Nuestro afán de progreso científico en el siglo xx tan sólo oculta el hecho —piensa Spengler— de que, como en el periodo clásico, la ciencia está destinada una vez más a «morir por su propia espada» y dar paso así a una «segunda religiosidad».

Lo que Spengler consideraba la orgía de dos siglos de ciencias exactas estaba tocando a su fin, junto con todo lo demás de valor en la civilización occidental. A modo de posdata, en un segundo libro titulado El hombre y la técnica (1931) Spengler añadió que las tecnologías avanzadas, con sus productos en constante proliferación, también terminarán por socavar los cimientos de la civilización occidental porque, profetizaba, el interés y su apoyo por la ciencia y la ingeniería disminuirán: el «metafísicamente exhausto Occidente» no seguirá avanzando en estos campos. En su lugar, las antes explotadas razas del resto del mundo, «tras haberse colocado ya a la altura de sus mentores», los superarán y «forjarán un arma contra el corazón de la civilización fáustica [occidental]». Las naciones no caucásicas alcanzarán la destreza técnica, sobresaldrán en ella y la emplearán contra sus creadores caucásicos. En suma, tal y como lo explica H. Stuart Hughes, la predicción de Spengler era que Oriente triunfaría gracias a una tecnología superior, primero en el comercio, y después en el terreno militar (6).

Una concepción científica del mundo: el Círculo de Viena

La primera reacción al diagnóstico de Spengler fue, como cabía esperar, doble: por un lado estaba la aceptación generalizada y entusiasta, presente todavía hoy en personas que nunca han leído a Spengler pero que, por así decirlo, han mamado sus ideas. Por otro, entre los detractores de las predicciones de Spengler figuraron por supuesto muchos preeminentes científicos. Algunos de éstos habían formado un grupo de estudio que se denominaba a sí mismo Círculo de Viena, que se reunía en la década de 1920 y principios de la de 1930 para discutir ideas y publicarlas. Incluía a Moritz Schlick, Rudolf Carnap, Philipp Frank, Kurt Gödel y Otto Neurath. Entre sus simpatizantes se encontraban Hans Reichenbach y Richard von Mises en Alemania, y B. F. Skinner, P. W. Bridgman, Charles Morris y W. V. Quine en Estados Unidos.

La publicación más influyente del núcleo duro del Círculo fue un breve panfleto lanzado en octubre de 1929 a modo de manifiesto del movimiento y cuyo título principal era nada menos que La concepción científica del mundo (7), un auténtico toque de trompeta en la lucha por inclinar de nuevo la balanza, por devolver a la ciencia al centro de la cultura moderna, y en contra de lo que el texto definía, ya en su primera línea, como la alternativa principal, la tendencia hacía el pensamiento metafísico y teologizante, viejo pilar del movimiento romántico.

Aunque la mayoría de los estudiosos que participaron en el Círculo de Viena se preocupaban fundamentalmente por el estudio de cuestiones epistemológicas y lógicas presentes en los cimientos de la ciencia, subyacía en ellos una clara corriente de ambiciones culturales, sociales, políticas y pedagógicas. Porque, tal y como decía el manifiesto: «La atención a las cuestiones de la vida está más estrechamente relacionada con la concepción científica del mundo de lo que a simple vista podría parecer […] Por ejemplo, los esfuerzos por la unificación de la humanidad hacia una reforma de la escuela y de la educación muestran todos ellos un íntimo vínculo con la concepción científica del mundo […] Debemos recurrir a las herramientas intelectuales en la vida diaria […] La vitalidad que se manifiesta en los esfuerzos por llevar a cabo la transformación racional del orden social y económico también está presente en una concepción científica del mundo».

Los miembros del Círculo se asociaban de forma explícita no con los platónicos o los pitagóricos, sino con los sofistas y epicúreos, «con aquellos que defienden un ser terrenal, el Aquí y el Ahora». Una ciencia libre de la metafísica sería una ciencia unificada; no se enfrentaría a enigmas irresolubles; instruiría el pensamiento de modo que pudiera discernir con claridad entre el discurso relevante e irrelevante, entre intelecto y emoción, entre las áreas de estudio científico por un lado y el mito, por otro. Del mismo modo que este enfoque clarificaría, por su formulación misma, los fundamentos de la matemática, de la física, de la biología y la psicología, también desmitificaría los fundamentos de las ciencias sociales, «y, en primer lugar […] de la historia y la economía». Esta actitud empírica y antimetafísica ayudaría a rechazar concepciones tan peligrosas como «el espíritu popular» y nos «liberaría de prejuicios inhibidores».

Así, de los «escombros del milenio» surgiría «una imagen unificada del mundo», libre de creencias mágicas. Las luchas económicas y sociales de la época se atemperarían porque «el público en masa» rechazaría las doctrinas que lo habían conducido por el camino equivocado. Además de todo esto, el espíritu de la concepción científica del mundo penetraría «en un grado cada vez mayor en la vida pública y privada, en la educación, la crianza, la arquitectura y la configuración de la vida económica y social de acuerdo a principios racionales». Y el manifiesto para una nueva modernidad terminaba con la encendida afirmación, en letra cursiva: «El mundo de la ciencia sirve a la vida, y la vida lo recibe».

Tal vez la más cuidada de las publicaciones que expresaban la postura del Círculo de Viena respecto a la ciencia y el racionalismo como vía para una concepción más cuerda del mundo fue el libro de Richard von Mises, científico, matemático, ingeniero y filósofo (además de estudioso de Rainer Maria Rilke) austriaco. Von Mises tituló la que está considerada como su obra más importante, no sin cierta ironía, Kleiner Lehrbuch des Positivismus [Pequeño manual del positivismo] (8). Su objetivo era no sólo demostrar en qué consistiría una concepción científica, empírica y racionalista del mundo, qué herramientas emplearía y qué problemas sería capaz de resolver dentro del ámbito de las ciencias, desde las matemáticas y la física hasta la biología y las ciencias sociales. Todo ello se hace en gran detalle; pero otro propósito igualmente poderoso del libro era presentar una alternativa a las entonces dominantes opciones en la Europa de habla germana: el kantismo en Alemania y el clericalismo metafísico en Austria, que por entonces se empezaban a teñir de ideologías totalitarias. Von Mises hacía notar su asaz explícita oposición a lo que el llamaba «negativismo», en el que incluye a los antintelectualismos sistemáticos, filosóficos y políticos que permanecen presentes en el panorama actual. Entre los ejemplos que citaba estaba de hecho Oswald Spengler y el otrora popular filósofo alemán Ludwig Klages, cuyo punto de vista resultaba evidente ya desde el mismo título de su obra principal, La mente como enemiga del alma.

A modo de indicación de que su objetivo principal era situar a la ciencia en el centro de una cultura saludable en el sentido más amplio del término, el libro de Von Mises hablaba largo y tendido sobre la forma en que la concepción científica del mundo iluminaría la comprensión de la metafísica, la poesía, el arte, las leyes y la ética. La univocidad subyacente en los distintos logros culturales se debía, a juicio de Von Mises, a la similitud de sus métodos, siempre que éstos se aplicaran de forma racional y prudente. Los lectores originales del libro debieron de sentirse en presencia de un seguidor moderno de Auguste Comte. La última frase es, por así decirlo, el resumen de todo el proyecto: «Del futuro esperamos que gracias al aumento continuado del conocimiento científico, es decir, al conocimiento científico formulado de una manera coherente, podremos regular la vida y la conducta del hombre».

Freud: pasiones instintivas frente a intereses razonables

Pero ahora veremos cómo el peso de los sentimientos inclina una vez más la balanza, y además en la cuestión misma de si el conocimiento formulado de manera científica puede llevar a la humanidad a una conducta más racional. En 1929, el mismo año en que se publicó el optimista manifiesto del Círculo de Viena, Sigmund Freud escribió y dio a conocer en esta misma ciudad un libro producto de sus años de madurez en el que ofrecía su respuesta sombría y pesimista a idénticas cuestiones. Para el fundador del psicoanálisis, la función de la ciencia en nuestra cultura había sido una preocupación constante, y en 1911 aún había sido lo suficientemente optimista como para firmar el Aufruf (proclama) de la Sociedad de Filosofía Positivista. Pero en aquel libro de finales de 1929, El malestar de la cultura, Freud encontraba que la ciencia, aunque se contaba entre las manifestaciones más visibles de la civilización, era como mucho una influencia benigna en una lucha titánica de la cual dependía el destino de nuestra cultura. Esta lucha, afirmaba, se centraba en el —a menudo condenado al fracaso— esfuerzo humano por dominar «el instinto de agresión y autodestrucción». Freud afirmaba ver, y así lo explica en el último párrafo de su libro, que «los hombres han obtenido el control de las fuerzas de la naturaleza hasta tal extremo que, con ayuda de éstas, puede que no les resulte difícil exterminarse los unos a los otros hasta que no quede ninguno».

Freud sostenía que las restricciones que la humanidad impone a las exigencias de nuestros instintos generan un antagonismo irremediable entre dichas restricciones y el «instinto destructivo» o «instinto de muerte» innatos, la tendencia que está permanentemente en lucha con el proyecto civilizador para elevar la condición moral del hombre. Escribió «[…] el instinto agresivo propio del hombre, la hostilidad que siente un hombre hacia todos los demás y la que sienten todos contra todos se opone a este programa civilizador. Este instinto agresivo es consecuencia y principal representante del instinto de muerte que encontramos junto al de Eros, y que comparte con este último el control sobre el mundo. Y ahora, creo, el significado de la evolución de la civilización ya no nos resulta tan oscuro. Debe contener la lucha entre Eros y la Muerte, entre el instinto de vida (Lebenstrieb) y el de destrucción (Destruktionestrieb), tal y como se da en la especie humana. Esta lucha es la esencia de la vida, y la evolución de la civilización puede por tanto describirse sencillamente como la lucha de la especie humana por vivir. Y es una batalla contra molinos de viento, esa que nuestras niñeras tratan de dulcificar cantándonos nanas que hablan de la gloria celestial».

En este conflicto, la actividad científica y otras manifestaciones culturales resultan de una satisfactoria, si bien incompleta, «sublimación de las metas instintivas» que convierten a la ciencia a primera vista en una «vicisitud impuesta por la fuerza a los instintos de la civilización». Los logros de la ciencia y la tecnología se originaron y fueron saludados como herramientas que contribuirían a proteger al hombre frente a las fuerzas hostiles de la naturaleza; hoy se han tornado «adquisiciones culturales» que «no sólo suenan a cuento de hadas, sino que son, de hecho, la realización de todos —o casi todos— los deseos de un cuento de hadas» y casan con nuestras ideas de «omnipotencia y omnisciencia». El hombre «se ha, por así decirlo, convertido en una suerte de Dios prostético».

Pero he aquí el problema. La felicidad está todavía lejos. «El hombre de hoy no se siente feliz dentro de su personaje conformado a imagen y semejanza de Dios», ya sea individualmente o en grupo. Ello, una vez más, se debe a que la «civilización está construida sobre la renuncia de los instintos», tales como la sexualidad o la agresividad, y «presupone precisamente la no satisfacción (a través de la supresión, la represión u otros medios) de instintos poderosos». De ahí la frustración cultural (Unbehagen), que domina por completo el ámbito de las relaciones sociales entre seres humanos.

La pesimista conclusión de Freud es la siguiente: «Como consecuencia de esta hostilidad mutua primaria entre seres humanos, la sociedad civilizada vive bajo la amenaza perpetua de desintegración. El interés del trabajo en común no basta para mantenerla unida; las pasiones instintivas son más fuertes que los intereses razonables […] A pesar de todos los esfuerzos, los intentos de la civilización han sido prácticamente vanos […] Siempre es posible unir a un número considerable de gente en la amistad, mientras que queden personas suficientes para recibir las manifestaciones de su agresividad», como ocurre en las persecuciones religiosas o étnicas.

Durante las décadas transcurridas desde que esto se escribió la historia moderna ha resultado ser, en demasiadas ocasiones, la prueba tangible de las sombrías teorías de Freud, según las cuales ni la ciencia ni ninguna otra actividad cultural pueden desplazar por completo nuestra naturaleza animal de su posición central, y sólo pueden retrasar el fin último que se cierne sobre nosotros.

Los científicos como «traidores a la verdad»

Examinemos ahora un periodo más reciente. Estamos familiarizados con las fluctuaciones de opinión entre expertos y el público en general respecto a las interacciones entre ciencia y sociedad durante las décadas de 1960 y 1970. Pero a principios de la de 1980 entró en el debate un nuevo y poderoso elemento que es objeto cada vez más de atención e institucionalización, al menos en Estados Unidos. Este nuevo elemento, esta nueva fuerza que contribuye a minar la credibilidad de la ciencia es la insistencia por parte de algunos sectores —aunque cada vez recluta más adeptos entre la población general— de que la búsqueda de la ciencia es, y ha sido siempre, desde los días de Hiparco y Ptolomeo, algo esencialmente corrupto y retorcido. En consecuencia deben aplicarse severas medidas a la práctica de la ciencia procedente del exterior. Esta afirmación, que se ha hecho oír más y más durante los últimos años en libros, informes oficiales y cientos de artículos, se ha extendido a lecturas dramatizadas, a determinadas agencias gubernamentales, a la burocracia universitaria y a distintas profesiones. La salvaguarda de la práctica ética y de los usos de la ciencia, que goza de una larga tradición dentro de la comunidad científica, debe ponerse ahora, parece ser, en manos mejores y más preparadas.

Un ejemplo sorprendente y revelador de esta afirmación fue el libro escrito por dos editores científicos neoyorquinos de gran influencia, William Broad y Nicholas Wade. Su intención está ya explícita en la cubierta: Betrayers of de Truth: Fraud and Deceit in the Halls of Science (9) [Traidores de la verdad. Fraude y engaño en la ciencia] y continúa con un verdadero bombazo ya en la primera línea: «Éste es un libro sobre cómo la ciencia funciona en realidad». Más allá de la necesidad de poner en evidencia las relativamente escasas manzanas podridas presentes en cualquier cesto, algo que la propia comunidad científica reconoce como necesario por puros motivos de salud, el hecho es que este tipo de retórica se ha convertido en algo común. Tal y como proclaman este libro, y sus muchos seguidores, los relativamente pocos y tristes casos de mala práctica científica real o supuesta son la excepción que confirma la regla. El fraude y el engaño se describen como algo inherente a la propia estructura de la investigación científica.

De manera similar, el informe al Congreso realizado por el Servicio de Investigación del Congreso titulado «Mala práctica en la academia científica» afirmaba que, en grado cada vez mayor, «la ausencia de evidencia empírica que indica claramente que la mala práctica científica no constituye un problema […] sugiere que sí es una posibilidad». Entre todos los sospechosos de dañar a nuestra república con sus malas prácticas, la ciencia es culpable mientras no se demuestre lo contrario. Es más, la tendencia ha sido recientemente a incluir en la acusación de mala práctica científica no sólo la falsificación de datos, el plagio y prácticas similares, también el catálogo de fechorías comúnmente asociadas a la humanidad en general, como «el uso inapropiado de los recursos económicos de las universidades, acoso sexual, discriminación racial, etcétera, consideradas ahora casi delitos comunes» (10).

Por su parte, la Oficina de Supervisión de Integridad Científica (OSIR por sus siglas en inglés) perteneciente al Departamento de Salud y Servicios Humanos de Estados Unidos incluyó en su definición de «mala práctica» en la ciencia, aparte de la falsificación y el plagio, aquellas «prácticas que se desvíen de forma sustancial de las comúnmente aceptadas dentro de la comunidad científica» (Código Federal: 42 C.F.R. 50.102). La intención aquí puede haber sido imitar la definición que ofreció el Tribunal Supremo de lo que constituye «obscenidad», valorando la mala práctica en relación con los estándares de conducta de la comunidad.* Sin embargo, cuando se trata del progreso científico, algunas prácticas contrarias a las en ese momento mayoritarias han resultado llevar el sello de las verdaderas innovaciones: desde introducir las matemáticas en la física en el siglo xvii pasando por la introducción de la mecánica cuántica (que tantos quebraderos de cabeza trajo a su originador, Max Planck) a la más reciente innovación del trabajo en equipo. La definición de mala práctica que proponía la OSIR es un ejemplo más de la brecha existente entre la cultura científica y la cultura fuera del laboratorio. Deberíamos añadir aquí que, para ser justos, la directora del National Institutes of Health intervino en ese punto, objetando que una ampliación así de las prácticas consideradas delictivas «implicaría incluso al inventor de la penicilina, quien descubrió por causalidad las propiedades terapéuticas de las bacterias que crecían en un recipiente de laboratorio contaminado» (11).

El poder de las acusaciones generalizadas contra la conducta científica tiene dos componentes. El primero es la pasmosa afirmación de que gran número de investigadores en ciencia básica son intencionadamente traidores a su misión fundamental, a saber, la búsqueda de verdades. En otras palabras, que no sólo hay unas pocas manzanas podridas, sino que todo el cesto lo está.

Sin embargo, aun con los ocasionales escándalos protagonizados por un número relativamente pequeño de investigadores científicos de los millones que hay en el mundo, esta acusación generalizada de fraude y engaño como algo inherente a la ciencia ha sido tomada tan en serio que periódicos, cursos universitarios, cursos de formación de científicos y médicos, comisiones, comités, sociedades científicas, etcétera, en Estados Unidos están intensamente preocupados y dedicados a la institucionalización de la prevención de la mala práctica científica. Los innumerables relatos de incidentes específicos, muchos de ellos escandalosos per se, pero la mayoría manipulados por el sensacionalismo, han creado en parte del público y en algunos legisladores la sensación de que los laboratorios académicos han caído víctimas de una gran plaga de deshonestidad. Tal y como apuntaba con osadía la revista Nature, la tendencia actual está resultando en «una lenta —y apoyada por Hollywood— erosión de la imagen pública [de los científicos] […] [y está siendo sustituida] en la imaginación popular por la de un artista del engaño que sólo busca ganar dinero» (12). La revista Time contribuyó con un artículo sobre científicos que empezaba diciendo: «Los científicos, parece, se están convirtiendo en los nuevos villanos de la sociedad occidental». Una oleada de libros superventas aportaron nuevas acusaciones en forma de diatribas que tenían por objeto, en palabras de Bryan Appleyard en su polémico libro Understanding the Present: Science and the Soul of Man [Comprender el presente. La ciencia y el alma humana] que la ciencia necesita «una lección de humildad». Por lo que parece, nos encontramos aupados a hombros de enanos.

Lo que esta auténtica avalancha de euforia, y también las generalmente pobres y autoflageladoras respuestas a ella por parte de las instituciones científicas están impidiendo es que se lleve a cabo una rigurosa indagación de la tasa real de mala práctica entre los científicos, una verdadera investigación empírica que arroje una estimación razonable de la probabilidad de tales incidentes. Hasta donde sé, sólo se han emprendido algunas acciones dispersas en esta dirección, pero incluso éstas sugieren que la tasa real de mala práctica (real, es decir, no supuesta, o «percibida sin pruebas concluyentes») en notablemente baja. Entre los datos obtenidos está por ejemplo que en la Biblioteca Nacional de Medicina, durante el periodo que va de 1977 a 1986, de los 2.780.000 artículos publicados en revistas biomédicas, sólo 41 hubieron que ser retirados porque incluían datos fraudulentos o falsificados (lo que está muy por debajo del 1% del total de las publicaciones científicas por década) (13).

Otros datos vienen a confirmar este punto. Así, la Food and Drug Administration, organismo encargado de regular la industria alimentaria y farmacológica de Estados Unidos, en respuesta a acusaciones o indicios de mala práctica en investigaciones científicas con fármacos en experimentación remitió 20 casos de sospecha de fraude y otras violaciones de la ley a la oficina del Fiscal General, que resultaron en 13 condenas a investigadores clínicos, una media de uno por año (14).

Cierto. No debería tolerarse ni un solo caso. Pero incluso si la tasa actual de mala práctica fuera cien veces mayor que la que indican estas cifras, las preguntas más interesantes desde el punto de vista intelectual serían: en primer lugar, ¿por qué la ciencia en general continúa avanzando a pesar de ser la obra de seres humanos?; en segundo: ¿cómo de reducido es este índice de mala práctica en el campo de la ciencia si se compara con el de otros, desde el mundo de las finanzas y las leyes, hasta la industria, el periodismo y, por supuesto, la política? Y en tercer lugar: ¿por qué los pocos aunque ampliamente publicitados casos de mala práctica pueden hasta tal punto socavar la confianza del público y sus representantes políticos en la integridad de la investigación en general?

La ciencia como mito

La respuesta a estas preguntas es en gran parte que existe, además, otra razón para el éxito generalizado de los ataques a la credibilidad de la investigación científica. Esta segunda línea de asalto la abrió un grupo misceláneo de filósofos de la ciencia contemporánea y otros humanistas, algunos de ellos pertenecientes al llamado «núcleo duro» de la sociología constructivista, una pequeña porción de los medios de comunicación y un también pequeño pero creciente número de representantes del gobierno y aspirantes a políticos, así como de un segmento de críticos literarios y analistas políticos asociados con el movimiento vanguardista del posmodernismo. Se trata de un colectivo poderoso y elocuente del tipo de los que, en el pasado, han desafiado con éxito las visiones del mundo de su tiempo.

En líneas generales, el mensaje que pretenden transmitir no está ya basado únicamente en historias de comportamiento inaceptable por parte de algunos científicos. La acusación se ha generalizado y es ahora más seria. Por expresarlo crudamente, lo que afirman es que ciertos miembros de la comunidad científica son culpables de defender la existencia de verdades científicas. Así pues, en realidad no hay en la ciencia nada susceptible de ser falsificado o traicionado; la ciencia es en sí misma incorregible, incluso sin la existencia de mala práctica.

Desde ese punto de vista, el negocio de la ciencia es principalmente interesado. Un ejemplo sería la creación y puesta en marcha de costosas instituciones que dicen estar dedicadas a la búsqueda de información susceptible de ser medida en cuantos y bosones y que en realidad no son más que «constructos sociales». Frente el realismo ingenuo que la mayoría de los científicos siguen practicando, y al agnosticismo de los más sofisticados, estos nuevos críticos proponen una solución radical: tal y como lo expresó un sociólogo de la ciencia: «La naturaleza no existe; tan sólo una red de comunicaciones entre científicos». La literatura académica está ahora llena de afirmaciones del tipo: «La ciencia es un mito útil» o «debemos abolir la distinción entre ciencia y ficción», o también «la ciencia es otra forma de hacer política» (15).

Los científicos han tendido a adoptar la noción baconiana de que la adquisición de conocimientos básicos sobre las causas e interrelaciones entre fenómenos —debidas a procesos que no son fácilmente predecibles ni comprehendidos— puede darnos control sobre aquellas fuerzas de la naturaleza responsables de nuestros males. Pero ahora, el nuevo consenso nos dice que la flecha va precisamente en sentido contrario: es decir, no desde el conocimiento hacia el control, sino desde el control hacia el conocimiento, y a un conocimiento en gran medida cuestionable. Los intentos por encontrar un conocimiento de la realidad práctico y susceptible de ser compartido —mediante el uso de las facultades racionales e intuitivas de científicos individuales y por medio de sus intentos escépticos aunque colaborativos por alcanzar algún tipo de consenso— no sólo estaban condenados a fracasar, sino que, irónicamente, han conducido a los grandes desastres que han marcado el siglo xx. La era moderna, publicitada bajo la bandera del progreso, sólo ha conducido a la tragedia. El exceso de optimismo de un Herbert Spencer o un Friedrich Engels no podrán ser nunca reemplazados por una concepción más cauta del progreso, ya que el progreso no es más que una ilusión. El proyecto globalizador de la ciencia —encontrar unidades básicas y la armonía que trasciendan la variedad y la discordancia aparentes en la naturaleza— se considera contrario al impulso posmoderno que celebra la variedad individual y el derecho a la igualdad de todo estilo y manifestación posibles, de cada grupo, de cada conjunto de intereses. Asistimos, pues, al fin de la búsqueda de las causas últimas, al «Fin de la era moderna». Estamos sumidos en una «crisis de objetividad», la frase de moda para títulos de conferencias y documentos oficiales que examinaremos en breve.

Juntos, estos eslóganes del nuevo sentimiento emergente indican que el objetivo no es simplemente llamar a la mejora de la práctica científica o a una mayor responsabilidad en su ejercicio, algo que resulta apropiado y de hecho se está llevando a cabo con gran entusiasmo. En el fondo, la meta es, para la rama principal de este movimiento crítico, la deslegitimación de la ciencia como una de las fuerzas intelectuales válidas y la remodelación del equilibrio cultural, como veremos enseguida en mayor detalle. A este respecto existe una gran diferencia en comparación con los movimientos históricos de protesta interna, tales como el positivismo en filosofía, los impresionistas o dadaístas en el terreno del arte, los compositores modernos en el de la música, etcétera. Aquí la fuerza impulsora no es la renovación desde dentro, sino la imposición de políticas culturales radicales venidas desde fuera (16).

El desafío del movimiento romántico

Aquí nos encontramos ante un hecho esclarecedor: el enfrentamiento que presentamos no es algo nuevo, sino heredero de fuerzas históricas poderosas y duraderas. Por tanto será de utilidad repasar alguna de las fases en este sorprendente desarrollo de la nueva actitud ante la ciencia, para que así nos resulte más fácil extrapolar y prefigurar lo que nos depara el futuro. Aunque por razones de espacio sólo puedo incluir aquí algunos de los hitos más recientes, buscaré documentación en los escritos recientes de algunos de los más distinguidos pensadores antes que en, digamos, los representantes de la corriente dionisiaca.

Nuestro primer guía será Isaiah Berlin, ampliamente considerado como un historiador intelectual especialmente sensible y humano. Su colección de ensayos, publicada como quinto volumen de sus escritos reunidos (17), abre con una sorprendente dicotomía. Berlin escribe: «Hay, en mi opinión, dos factores que, por encima de todos los demás, han moldeado la historia de la humanidad en este siglo [xx]. Uno es el desarrollo de las ciencias de la naturaleza y la tecnología, sin duda el gran éxito de nuestra era y al que se ha prestado gran y creciente atención desde todos los ámbitos. El otro lo constituyen, sin duda, las grandes tormentas ideológicas que han alterado las vidas de prácticamente todos los seres humanos: la revolución rusa y sus consecuencias: las tiranías totalitarias tanto de derecha como de izquierda y la eclosión del nacionalismo y el racismo así como, en ciertos lugares, de la intolerancia religiosa, que, interesantemente, ninguno de los más perceptivos pensadores del siglo xix supo predecir» (18). A continuación añade que si la humanidad sobrevive, en el transcurso de dos o tres siglos estos dos fenómenos se habrán convertido en las dos características principales de nuestro siglo, las que mayor grado de análisis y explicación requieran.

¿Qué puede pretender el autor yuxtaponiendo estos dos «grandes movimientos»? De entrada uno se siente tentado a ver una conexión en el hecho de que durante la Segunda Guerra Mundial el ingenio y el trabajo frenético de científicos al servicio de las tropas aliadas hizo posible poner fin a la tiranía, que podía de otro modo haber triunfado sobre las democracias y extenderse, al menos, en gran parte de Europa.

Pero una explicación así está fuera de lugar aquí. Lo que Isaiah Berlin tiene en mente es bien distinto. Conforme avanza en su sutil y elocuente análisis, el lector se percata de que la ciencia y la tiranía, los dos movimientos en principio diametralmente opuestos que, según Berlin, han definido y perfilado la historia del siglo xx, están de alguna manera interrelacionados, y que el desarrollo de las ciencias naturales modernas y de la tecnología ha podido, mediante las reacciones en su contra, contribuir de forma indirecta y no intencionada al ascenso de dichas «tiranías totalitarias».

Esta pasmosa asociación no está, por supuesto, expresada de forma explícita. Pero conforme avanzamos en la lectura del libro podemos atisbar el argumento implícito dentro del capítulo de título tan significativo como «La apoteosis de la voluntad romántica: la rebelión contra el mito de un mundo ideal». Aquí Berlin resume la cronología de algunos de los conceptos y categorías básicas del mundo occidental, en concreto los cambios en «los valores, ideales y metas seculares». Lo que le llama la atención es el abandono de la creencia en «el núcleo central de la tradición intelectual […] desde Platón» y su sustitución por «una rebelión profunda y radical contra la tradición central del pensamiento occidental», una rebelión que en épocas recientes ha intentado forzar la conciencia occidental a emprender una nueva senda.

El núcleo central del antiguo sistema de creencias, que perduró hasta el siglo xx, estaba basado en tres dogmas que el autor resumía sucintamente de la manera que sigue: el primero es que «para todas las preguntas auténticas sólo existe una respuesta verdadera y las otras son falsas, y esto es aplicable también a cuestiones de comportamiento y forma de sentir, a cuestiones de teoría y observación, a cuestiones de valor tanto como a cuestiones de hecho». El segundo dogma es que «las verdaderas respuestas no pueden chocar unas con las otras». No pueden ser inconmensurables, sino que «deben formar un todo armónico», cuya integridad venga avalada por la lógica interna o por la total compatibilidad entre sus componentes.

Las religiones institucionalizadas y las ciencias se desarrollaron hasta adoptar su forma actual a partir de estos tres antiguos dogmas (aunque aquí cabría añadir que los científicos modernos, en la práctica, se han vuelto conscientes de la necesidad de proceder de manera antidogmática, es decir por el método de conjetura, experimentación, refutación y ensayo de probabilidades). En su estado puro, estos sistemas son en principio utópicos, puesto que están imbuidos de la creencia optimista, inherente a sus dogmas, de que «una vida formada de acuerdo a las respuestas verdaderas constituiría la sociedad ideal, la era dorada». Todas las utopías, nos recuerda Isaiah Berlin, están «basadas en la capacidad de llegar a conclusiones verdaderas susceptibles de ser descubiertas y armonizadas, que sean ciertas para todos los hombres y en cualquier momento y lugar». Y, por extensión, lo mismo puede decirse del progreso científico y técnico, que forma parte de nuestro viaje a lo que él llama «la solución total: es decir, que a su debido tiempo, ya sea por obra de Dios o por los esfuerzos del hombre, el reino de la irracionalidad, la injusticia y la miseria tocarán a su fin; el hombre será liberado y dejará de ser un juguete a merced de fuerzas que escapan a su control [tales como] la naturaleza salvaje». He aquí una creencia que comparten los epicúreos, Marx, Bacon y Condorcet, el Manifiesto Comunista, los tecnócratas modernos y los «buscadores de sociedades alternativas».

Sin embargo, nos explica a continuación Isaiah Berlin, este importante componente de la visión del mundo moderno es precisamente lo que rechazaba el movimiento de rebelión de dos siglos de duración y que hoy se conoce como Romanticismo. Desde sus inicios en el movimiento alemán Sturm und Drang (tormenta e ímpetu) a finales del siglo xviii, se propagó rápidamente por la cultura occidental, con su promesa de sustituir los ideales del programa optimista basado en el racionalismo y la objetividad por la «entronización de la voluntad del individuo o de las clases sociales; [con] el rechazo de la razón y el orden en tanto que carceleros del espíritu».

Mi ejemplo favorito de la desvalorización de la ciencia promovida por la literatura del siglo xix es el antihéroe de la apasionante novela de Iván Turguéniev Padres e hijos. Una de las grandes figuras de la literatura rusa junto con Gogol, Dostoievski y Tolstói, Turguéniev fue un poeta enmarcado en gran medida en la tradición romántica del siglo xix inspirada en Goethe, Schiller y Byron, entre otros. Padres e hijos se publicó en 1861. Su personaje principal es Evguéni Vasílievich Bazárov, un universitario que estudia ciencias naturales y que espera sacarse pronto el título de médico. Al ser un científico «que lo examina todo desde el punto de vista crítico», se confiesa a sí mismo ser, ideológica y políticamente, un nihilista, consecuencia natural de no reconocer ningún tipo de autoridad externa. Toda conversación sobre el amor, o «sobre la relación mística entre un hombre y una mujer» es para él sólo «romanticismo, tontería, cursilería, arte». Más valdría estudiar el comportamiento de los escarabajos. Incluso cuando se marcha de vacaciones se lleva consigo el microscopio y pasa «horas y horas» sentado ante él. Leer a Puschkin, dice, es cosa de niños pequeños y opina que sería mucho mejor empezar con Fuerza y materia, de Ludwig Büchner, un libro publicado en 1855 y que defiende una visión tan materialista del mundo que su autor se vio obligado a dimitir de su plaza de profesor en Alemania (es, como luego se vio, un libro que Albert Einstein anotó en sus notas autobiográficas como uno de los dos o tres que más le habían impresionado de niño y que le inspiró dedicarse a la ciencia).

Lo que importa, dice Bazárov, «es que dos y dos son cuatro, y todo lo demás son tonterías». Cuando conoce a una mujer hermosa e inteligente, deja perplejo a su amigo diciéndole que sería un cuerpo hermoso para examinar… en la mesa de disección. Pero ¡ay! el destino se venga de él y termina conduciéndole hasta el lecho de muerte de un aldeano enfermo de tifus, y se ve obligado a colaborar en su autopsia. Pero se corta con el escalpelo y pronto se encuentra al borde de la muerte, víctima de una infección quirúrgica, Mientras agoniza trata de aferrarse a la realidad preguntándose en voz alta: «¿Cuánto es 8 menos 10?». En suma, es un personaje caricaturesco y además recurrente en la literatura, excepto que en otros casos de científicos emocionalmente disfuncionales, desde el doctor Frankenstein hasta Stragelove, éstos provocan sepsis quirúrgica no sólo a sí mismos, sino también a quienes los rodean.

Volviendo a Isaiah Berlin, resulta curioso que, como él señala, nadie predijera que la visión del mundo que trajo consigo el Romanticismo sería la dominante «durante el último tercio del siglo xx». Para los «rebeldes» de nuestro tiempo, la búsqueda ilustrada de la generalización y el orden racional sólo tuvo como resultado la patética figura del científico encarnada por Bazárov, y, por tanto, debe reemplazarse por la celebración del individuo, por un antirracionalismo radical, por «la resistencia a las fuerzas externas, ya sean sociales o naturales». En palabras de Johann Gottfried von Herder, el rebelde grita: «¡No estoy aquí para pensar, sino para ser, para sentir, para vivir!». La verdad, la autoridad y la nobleza se alcanzan a través del sufrimiento heroico.

La afirmación de la voluntad individual sobre la razón colectiva ha minado lo que Isaiah Berlin considera los tres pilares básicos de la civilización occidental. La revolución romántica, por supuesto, también nos ha legado obras de arte intemporales en el terreno del arte, la música y la literatura. Pero fue el origen, por así decirlo, de un reflejo antitético, surgido como reacción a la concepción el mundo ilustrada. En la apoteosis de la voluntad romántica de nuestra época dicho reflejo se ha convertido en la alternativa, en «la autoafirmación romántica, el nacionalismo, el culto a los héroes y a los líderes y, por extensión… en el fascismo, el irracionalismo brutal y la opresión a las minorías». Además, en ausencia de «reglas objetivas», las nuevas reglas son aquellas que los propios rebeldes formulan: «Las metas no son […] valores objetivos […] las metas no se descubren sino que se construyen; no se encuentran, se crean».

Como resultado de ello «esta guerra en contra del mundo objetivo, en contra de la noción misma de objetividad» propuesta por filósofos pero también en novelas y en obras de teatro, infectó la concepción del mundo moderna. Los «románticos han asestado un golpe mortal» a las certidumbres del pasado, y han «alterado de forma permanente la fe en lo universal, en la verdad objetiva que determina la conducta humana». Y —podría haber añadido— también la ciencia. Como toda revuelta, ésta nos enfrenta a elecciones que parecen mutuamente excluyentes. Al igual que en los casos de excesos éticamente cuestionables, como el de Ostwald, se trata una vez más de la disyuntiva y/o, antes que de la necesaria complementariedad entre las funciones racionales, pasionales y espirituales de la humanidad. Uno no puede evitar recordar el hecho de que los extremos tienden a encontrarse. Así el poeta William Blake, epítome de la rebelión romántica que calificó la obra de Bacon, Newton y Locke de «satánica», compuso en su El matrimonio del cielo y el infierno (1790) uno de los «Proverbios» que reflejan el credo de muchos de los actores en liza en esta historia hasta el día de hoy: «El camino del exceso conduce al palacio de la sabiduría».

La rebelión romántica impregna la política

Otros autores han trabajado para verificar y elaborar las implicaciones de los descubrimientos de Isaiah Berlin, y en especial el ominoso encuentro entre los extremos de la revolución romántica y las doctrinas políticas de irracionalidad. Esto se hizo evidente en la Revolución Cultural del la China maoísta, en la URSS y en otros regímenes totalitarios. En un intento por documentar al menos un ejemplo revelador, el historiador Fritz Stern ha estudiado las fases tempranas de la expansión de nazismo en Alemania cuando en la década de 1920 surgieron los que él llama «ludditas culturales, quienes, resentidos contra la modernidad, buscaban hacer pedazos la maquinaria de la cultura en su totalidad». La furia que les provocaba una parte esencial del programa de la modernidad, «el creciente poder del liberalismo y el laicismo», se extendió de forma natural también contra la ciencia. Julius Langbehn fue uno de los ideólogos alemanes más leídos en la década de 1920, y Stern escribe de él: «El odio a la ciencia impregnaba todo su pensamiento […] Para Langbehn, la ciencia equivalía a positivismo, racionalismo, empirismo, materialismo mecanicista, tecnología, escepticismo, dogmatismo y especialización».

Mucho antes de que los nazis llegaran al gobierno algunos científicos alemanes y otros estudiosos exigieron que se creara una nueva ciencia que sustituyera a la existente, que ellos ponían en tela de juicio. Sería una nueva «ciencia aria», basada en conceptos intuitivos antes que en aquellos derivados de la teoría; en el éter, considerado residencia del Geist (espíritu); en el rechazo a aceptar concepciones abstractas o formalistas, vilipendiadas como señales de identidad de la «ciencia judía», y en la adopción, en la medida de lo posible, de avances científicos «obra de alemanes».

En un estudio ya clásico (19) Alan Beyerchen identifica algunos de los pilares básicos de la ciencia aria. Entre ellos encontramos temas inquietantemente similares a los que están en boga en la actualidad. Uno de los principios básicos de la ciencia aria era, por supuesto, que la ciencia, como dirían algunos, es en esencia un constructo social, de manera que la herencia racial del observador «afecta directamente la perspectiva de su obra». Científicos de razas indeseables, por lo tanto, no estaban cualificados para trabajar. Más bien debían dedicarse a escuchar a aquellos que estaban en armonía con las masas, con el Volk. Además, este enfoque popular o Völkisch animaba a no expertos ideológicamente aleccionados a participar en juicios de valor sobre cuestiones técnicas (como los Volksgerichte o tribunales populares). El carácter internacional del mecanismo de consenso también resultaba abominable a los ideólogos nazis. El materialismo mecanicista, denunciado como fundamento del marxismo, debía ser erradicado de la práctica científica y la física debía reinterpretarse en relación no con la materia, sino con el espíritu. «Los defensores de la física aria descartaron así la objetividad y la internacionalidad en la ciencia […] La objetividad en la ciencia no era más que un eslogan inventado por profesores universitarios para defender sus intereses». Hermann Rauschning, presidente del senado de Danzig, cita así unas palabras de Adolf Hitler:

Asistimos al fin de la Edad de la Razón […] Una nueva era caracterizada por la explicación mágica del mundo está surgiendo, una explicación basada en la voluntad antes que en el conocimiento: la verdad no existe, ni en el sentido moral ni en el científico […] La ciencia es un fenómeno social, y por tanto está limitada por la utilidad o por el daño que produce. Con su eslogan sobre la objetividad de la ciencia, la comunidad universitaria sólo busca liberarse de la tan necesaria supervisión del Estado.

Eso que llaman crisis de la ciencia no es más que los hombres empiezan a descubrir por sí mismos que han tomado el camino equivocado abrazando la objetividad y la autonomía. La sencilla pregunta que antecede a toda empresa científica es: ¿quién quiere saber algo, quién quiere orientarse en el mundo que le rodea? (20).

También estaba la cuestión de cómo podía la tecnología, tal útil para el Estado, encajar en la idea romántica. En épocas recientes muchos movimientos antimodernistas, incluyendo algunos fundamentalistas, han abrazado la tecnología. Pero Philipp Lenar, un destacado físico a la par que héroe cultural de la propaganda nazi, hablaba en representación de al menos una minoría cuando afirmaba que la tendencia de los resultados científicos a preparar el terreno para avances prácticos ha conducido a una peligrosa noción, aquella del «dominio» del hombre sobre la naturaleza. Dicha actitud, sostenía, tan sólo ponía de manifiesto la influencia de «grandes técnicos espiritualmente empobrecidos» y de su «espíritu alienado y esencialmente destructivo». Esta idea hundía también sus raíces en la secular trayectoria de la formación del pensamiento romántico. Alan Beyerchen resume este hecho con la observación de que «el rechazo romántico al materialismo mecánico, al racionalismo, a la teoría y al pensamiento abstracto, a la objetividad y a la especialización llevaba tiempo relacionado con la creencia en un universo orgánico, con el énfasis en el misterio [y] en la subjetividad».

Puesto que todos estos excesos venían envueltos en un discurso en el que resuenan los ecos del empleado en la actualidad para deslegitimar la autoridad intelectual de la ciencia, es necesario recordar que hay un único ancestro común a estas visiones del mundo, antes que una relación causal entre ellas. Ello es cierto también en el caso que presentaré a continuación, la postura adoptada por otro distinguido icono del humanismo contemporáneo, aunque tiene más de adalid que de analista real. Sus escritos sobre el tema son —como los de Ostwald Spengler o los positivistas— de interés aquí no porque representen posturas mayoritarias, que no es el caso, sino porque encierran el potencial de alcanzar una amplia resonancia llegado el caso de un punto de inflexión en el sentir de la época. También aquí veremos que la relación entre las ciencias de la naturaleza modernas y el ascenso de los totalitarismos, que Isaiah Berlin consideraba tan sólo el producto de una obscena reacción histórica, ahora es objeto de una interpretación mucho más siniestra: ambos fenómenos han pasado a vincularse de forma directa y causal.

Este inquietante vínculo ha sido apuntado repetidamente en los escritos del poeta, dramaturgo, combatiente en la resistencia contra la opresión marxista-leninista y estadista checo Václav Havel. En los pasajes que examinaremos aquí comprobaremos que Havel suscribe muchos de los puntos discutidos en el análisis de Isaiah Berlin; pero la idea central que propone es que el totalitarismo del siglo xx no fue más que el perverso resultado de una tendencia ideológica encarnada en el programa científico mismo. En este sentido, la ciencia occidental habría hecho posible el nacimiento del comunismo y, con la caída de éste, se ha visto gravemente comprometida.

Al repasar la historia del siglo xx, otros pensadores centroeuropeos podrían muy bien definirla como la liberación de las fuerzas de la brutalidad y la bestialidad irracionales, una reversión de las despiadadas autocracias en las que el destino de millones de individuos dependía de los caprichos del káiser Guillermo, de Hitler, Stalin y de sus secuaces, en lugar de ser el producto de un escepticismo organizado y de la búsqueda de consenso razonado, que están en el corazón de la ciencia. Pero para Havel las principales causas de los conflictos del siglo xx han de buscarse en precisamente lo opuesto: en el hábito —dicho en sus propias palabras— de «pensamiento racional y cognitivo», en la «objetividad deshumanizada» y en el «culto a la objetividad». Nos recomienda buscar refugio en la experiencia personal intransferible, en la intuición y el misterio y en los otros rasgos principales de la rebelión romántica. Debo dejarle defender su causa con sus propias palabras, porque si bien evita la documentación o el relato equilibrado propios del estudioso, domina muy bien el arte de la persuasión, de la suspensión de la incredulidad. El efecto en muchos de sus lectores es la aceptación hipnótica sin cuestionar las posibles generalizaciones o lagunas presentes del discurso. «El fin del comunismo», escribe Havel en uno de sus ensayos más citados:

… ha traído el final no sólo de los siglos xix y xx, sino de la era moderna en su conjunto. La era moderna ha estado dominada por la creciente creencia, expresada de distintas maneras, de que el mundo —y por tanto el Ser— es un sistema totalmente reconocible gobernado por un número finito de leyes universales que el hombre es capaz de comprender y moldear en beneficio propio. Esta era, que comenzó en el Renacimiento y se desarrolló desde la Ilustración hasta el socialismo, desde el positivismo al cientificismo, desde la Revolución Industrial hasta la revolución de la información, se caracterizó por el rápido avance del pensamiento racional, cognitivo. Ello a su vez desembocó en la orgullosa creencia de que el hombre, en tanto pináculo de todo lo que existe, era capaz de describir de forma objetiva, de explicar y controlar todo lo que existe, y de poseer la única verdad sobre el mundo. Fue ésta una era en la que se dio el culto a la objetividad despersonalizada, una era en la que el conocimiento objetivo se amasó y explotó tecnológicamente, una era de sistemas, instituciones, mecanismos y estadísticas. Fue una era de información gratuita, transferible, existencial. Una era de ideologías, doctrinas, interpretaciones de la realidad, una era en la que el objetivo último consistía en encontrar una teoría universal del mundo, y con ella, la llave a la prosperidad universal.

El comunismo fue el resultado de una perversión extrema de esta tendencia […] La caída del comunismo puede interpretarse como una señal de que el pensamiento moderno —que se basa en la premisa de que el mundo es susceptible de ser objetivamente conocido— ha llegado a su crisis última. Esta era ha creado la primera civilización global o planetaria, técnica, pero ha llegado al límite de sus posibilidades, al punto a partir del cual empieza el abismo.

La ciencia tradicional, con su característica frialdad, puede describir las maneras diferentes en que podemos destruirnos a nosotros mismos, pero no es capaz de ofrecer instrucciones verdaderamente efectivas y practicables para evitar que lo hagamos (21).

Llegado este punto alguien podría argumentar que las ideas aquí expresadas están construidas a partir de generalizaciones excesivas y saltos temporales ilógicos, que adolecen de los mismos defectos que las ideas de los monistas extremos; o al menos que la autodesignación de la ideología comunista como «científica» fue ciertamente un fraude. Sobre este último punto el estudioso de la historia y filosofía de la ciencia durante la Unión Soviética Loren Graham hizo la siguiente mordaz observación: «En 1992 el dramaturgo y presidente de la República Independiente de Checoslovaquia, Václav Havel, escribió que la caída del comunismo marcó el fin de una era, la desaparición del pensamiento basado en la objetividad científica […] ¿Acaso la construcción del canal mar Blanco-Báltico en el lugar equivocado, con métodos primitivos y que causó la muerte a cientos de miles de prisioneros simboliza el auge de la racionalidad? ¿Acaso ignorar los consejos de los mejores técnicos del momento en la constru-cción de Magnitogorsk, el embalse de Dniéper y la línea férrea de Baikal-Amur supuso una victoria similar de la objetividad? ¿Fue la formación del mayor ejército de ingenieros jamás visto en el mundo, personas que llegarían a controlar por completo la burocracia soviética y que no sabían prácticamente nada de economía o de política un logro científico? […] e incluso mucho tiempo después de muerto Stalin, entrada ya la década de 1980, ¿qué fue la insistencia soviética por mantener un sistema de granjas estatales ineficaces y gigantescas fábricas estatales sino una expresión de dogmatismo voluntarista que hacía caso omiso a una auténtica montaña de datos empíricos?» (22).

Pero cabe dudar de si Havel reconsideraría su postura, ya que el objeto de su ensayo es, nada menos, presentar «el camino de salida de la crisis del objetivismo», como él la llama. Sólo un cambio radical en la actitud del hombre hacia el mundo servirá. En lugar de los métodos que, mediante la generalización y la objetivización, son capaces de producir explicaciones compartibles, repetibles, inter o trans subjetivas, debemos volver ahora la vista al extremo contrario, que, presumiblemente «la ciencia» ha desterrado por completo de este mundo; es decir, a «fuerzas como la experiencia natural, única e irrepetible del mundo, al sentido elemental de la justicia, a la capacidad de ponernos en el lugar de los demás […] Coraje, compasión y fe en la importancia de medidas particulares que no aspiran a convertirse en la llave a la salvación universal […] Debemos ver el pluralismo presente en el mundo […] Debemos esforzarnos más para comprender que para explicar». El hombre necesita «espiritualidad individual, conocimiento personal y de primera mano de las cosas […] y, sobre todo, confiar en su propia subjetividad como su lazo principal de unión con la subjetividad del mundo…».

A pesar de que Havel alude, como de pasada, a una posible fusión entre «la construcción de soluciones sistémicas universales» o a «la representación y el análisis científico» con la autoridad de la «experiencia personal» para así conseguir dotar a la política de «un rostro nuevo y posmoderno», su anuncio del «Fin de la era moderna» no debe ser entendido únicamente como una llamada al compromiso o a la coexistencia entre planteamientos rivales; así lo aclaraba en una versión anterior y más afilada de este ensayo, en la que trataba sobre el lugar de la ciencia moderna sin ninguna clase de ambigüedades y que por tanto merece leerse con atención:

[La nuestra] es una época que niega la importancia determinante de la experiencia personal —incluida la experiencia del misterio y de lo absoluto— y que sustituye la experiencia del misterio y de lo absoluto con una nueva visión del mundo, hecha exclusivamente por el hombre, libre de misterio, libre de los «caprichos» de la subjetividad y, por tanto, impersonal y deshumanizada. Es el absoluto de la llamada objetividad, la cognición racional del modelo científico del mundo.

La ciencia moderna, en su construcción de una imagen del mundo universalmente válida, rompe así los límites del mundo natural, el cual concibe sólo como una cárcel de prejuicios de los cuales debemos desprendernos para encontrar la luz de la verdad comprobada científicamente […] Con ello por supuesto está destruyendo, puesto que los considera una ficción, los cimientos más íntimos de nuestro mundo natural. Mata a nuestro Dios y ocupa su trono vacante, de manera que a partir de ese momento será la ciencia la que controlará el orden de la naturaleza, en tanto que su único legítimo guardián y en tanto también que único legítimo árbitro de la verdad relevante. Porque, después de todo, sólo la ciencia es capaz de alzarse por encima de las verdades individuales subjetivas y sustituirlas con una verdad superior, transubjetiva y transpersonal que sea auténticamente objetiva y universal.

El racionalismo y las ciencias modernas, a través del trabajo del hombre que, como en todas las tareas humanas, se desarrolla dentro del mundo natural, pueden ahora dejarlo [el mundo natural] atrás, degradarlo y difamarlo, y, por supuesto, al mismo tiempo colonizarlo (23).

Vemos aquí el paso de gigante con el que Havel ha dejado atrás el análisis de Berlin: lo que ha matado la edad moderna es la ciencia moderna en sí misma. Como en respuesta a los excesos de Ostwald, se la considera responsable incluso de deicidio.

Muchos se han sentido conmovidos por la poderosa combinación de Havel de sentimiento poético, florituras teatrales y la manera en que blande con audacia su vieja camisa ensangrentada de víctima de la persecución política. El resumen de sus ideas, publicado con el conspicuo título de «El fin de la era moderna» (24) tuvo una aceptación inmediata y acrítica entre lectores de ideas diversas. Entre ellos estaba una persona particularmente bien situada para ponderar los valores de la ciencia y para sacar conclusiones de importancia para la vida científica de Estados Unidos. Estamos recorriendo ya las últimas etapas en nuestro camino hacia la comprensión del lugar actual de la ciencia en nuestra cultura.

Aquella persona en quien el escrito de Havel dejó tan honda impresión no era otro que el distinguido presidente del comité del Congreso de Estados Unidos para Ciencia, Espacio y Tecnología y uno de los más aguerridos y también eficaces defensores de la ciencia durante su prolongada estancia en la Casa de Representantes: George E. Brown, Jr, congresista por el estado de California, quien, tras reconocer haberse «sentido inspirado» por el ensayo de Havel «El fin de la era moderna», decidió reconsiderar su papel como público defensor de la ciencia. En primer lugar escribió un ensayo largo e introspectivo (25) titulado «La crisis de la objetividad» y a continuación lo presentó a un grupo de científicos sociales en una sesión pública en la reunión anual de la Asociación Estadounidense para el Avance de la Ciencia (American Association for the Advancement of Science), con el título de «La crisis de la objetividad. Repensar el papel de la ciencia en la sociedad» (26).

Persuadido por la versión de Havel de la rebelión romántica, Brown se dedicó a estudiar con afán las consecuencias que ésta debería tener en la práctica científica en Estados Unidos. En su calidad de pragmático líder político, le preocupaba sobre todo cómo podía preservarse la legitimidad de la actividad científica, sirviendo a la nación en términos de «avances sostenibles en la calidad de vida», «el deseo de justicia» (que, afirma, «es considerado como algo externo al ámbito del análisis científico») y el resto de los problemas «reales y subjetivos que afectan a la humanidad». Para entonces veía escasos indicios de que «el conocimiento científico objetivo tenga beneficios subjetivos para la humanidad». La reivindicación de libertad para llevar a cabo investigación básica sin restricciones políticas y morales es inútil también, dijo, porque toda investigación es «contextual» y está sujeta «al curso de la historia».

Además, la ciencia ha usurpado la primacía «sobre otras clases de cognición y experiencia». Aquí Brown citaba la definición que hacía Havel de la «crisis de la objetividad» como resultado de la supuesta subyugación de nuestra humanidad subjetiva, de nuestro «sentido de la justicia […] sabiduría arquetípica, buen gusto, coraje, compasión y fe». Los procesos de la ciencia «no sólo no nos pueden ayudar a distinguir entre el bien y el mal, sino que además –afirma– sus resultados son ciertos o no independientemente de su valor moral». En suma, sostenía Brown, sería demasiado fácil apoyar la investigación científica sin más cuando la solución es «cambiarnos a nosotros mismos». Ciertamente llegó a la conclusión de que «la promesa de la ciencia puede muy bien estar en la raíz de nuestros problemas». Claro está que los científicos continuarán siendo de utilidad, aunque sus investigaciones habrán de ser convenientemente dirigidas al campo de la educación o a trabajar con vistas «a metas específicas que determinen un contexto general para la investigación», tales como el control demográfico. Brown abrazaba así una suerte de baconismo y rechazaba la visión más general de la ciencia de Vannevar Bush, un rechazo al que ya he hecho referencia hacia el comienzo de este ensayo (véase nota 2). Al igual que Havel, la respuesta de Brown a la cuestión de si la ciencia puede ocupar un lugar central en la cultura moderna era, claramente que no.

Cuando Gordon Brown presentó sus ideas a un público de expertos en la sesión que había organizado y para la cual había seleccionado un plantel de científicos sociales (27), tan sólo uno de éstos se atrevió a mostrar abiertamente su desacuerdo, mientras que otro incluso urgió a Brown a ir más allá: tal vez sin darse cuenta de hasta qué punto se estaba acercando a la solución völkische ensayada anteriormente en otros momentos y lugares, incluida la revolución cultural de Mao, sugirió seriamente que, con objeto de filtrar las subvenciones federales a los proyectos de investigación científica, se formara una variante de la National Science Foundation Board (Comité Nacional para la Ciencia), cuyos miembros deberían incluir a no expertos tales como «un sin techo y el miembro de una banda urbana». Ninguno de los asistentes hizo la más mínima objeción audible. Era como tener una visión del futuro. Pero también es importante señalar que más tarde el señor Brown, aparentemente movido por las objeciones intelectuales a sus teorías tales como las expresadas anteriormente y que le transmitieron uno o dos científicos, se distanció de la postura de Havel. Ciertamente uno no puede menos que coincidir con él en que en el contexto inmediatamente posterior a la Guerra Fría resulta «más imperativo alistar a la ciencia y a la tecnología en una campaña en pos de una sociedad más humana y productiva, en la que todos los estadounidenses puedan disfrutar de los beneficios de una calidad de vida mejor» (28).

En este breve recorrido, desde los trémulos pilares de la tradición platónica en Occidente hasta el llamado «fin de la era moderna» y «fin del progreso», hemos identificado algunas de las tendencias históricas principales que han surgido y caído y resurgido de nuevo dentro de la amalgama de ideas de la cual emerge la visión dominante de una época. La versión actual de la rebelión romántica, aunque poderosa en otros campos, representa sólo una seductora pero minoritaria visión dentro de los analistas y legisladores; no nace de las raíces sino de las copas de los árboles. Sin embargo, aunque la sostienen personas de relevancia pública que pueden ciertamente influir en la orientación de un cambio cultural, la reacción de los científicos en general y de las altas esferas científicas en particular ha sido de silenciosa aquiescencia. Si estas tendencias continúan y aquellos que se llaman a sí mismos posmodernos pasan a ser la fuerza dominante, la nueva sensibilidad de la era que empieza será ciertamente muy distinta de la que ha dominado hasta ahora.

Los expertos en ciencia política debaten en la actualidad lo que ellos llaman la renegociación en curso del «contrato social» entre ciencia y sociedad (29). Se podría argumentar que este cambio se ha retrasado por muchas razones, una de ellas que el estatus relativamente protegido de que ha gozado la ciencia durante muchas décadas no tenía tanto que ver con el compromiso de la sociedad como con la Guerra Fría y la amenaza de sus posibles repercusiones, que, como advirtió ya hace tiempo Don K. Price (30), con el tiempo se volverían en contra de lo científicos. Si a ello sumamos preocupaciones por el estado de la economía y la competitividad, la ausencia de una educación científica de calidad, etcétera, no resulta difícil explicar la disposición del público a reconsiderar el papel de la ciencia en la sociedad. Pero en mi opinión estos factores son meros catalizadores del cambio de opinión generalizado que siempre está potencialmente presente en nuestra cultura.

Por supuesto es posible que esta versión reciente de la rebelión romántica se agote por sí sola, aunque dudo que sea así. También puede ganar fuerza, como ocurrió en el siglo xix y de nuevo en distintos momentos del xx, en especial cuando la atención de la comunidad científica se apartó del curso de los acontecimientos. O quizá, con un poco de suerte surja una nueva tendencia, una «tercera vía» basada en un concepto análogo a la complementariedad (y también análogo a la complementariedad entre ciencia personal y pública dentro de la práctica misma de la investigación). Es decir, que al menos se reconozca, tanto por parte de los intelectuales como del público general, que los aspectos científicos y humanísticos de nuestra cultura no tienen por qué representar visiones del mundo contrapuestas y mutuamente excluyentes, sino que son elementos complementarios que pueden coexistir y de hecho coexisten de manera productiva (o, como tan bien resumió Samuel Taylor Coleridge en el capítulo XIV de su Biografía literaria: «En el equilibrio o reconciliación de cualidades opuestas o discordantes»). En todo caso, los historiadores asistirán a las próximas fases en la ya antigua batalla por definir el lugar de la ciencia en nuestra cultura con creciente fascinación, aunque quizá también con el incómodo recuerdo de la profecía de Ostwald Spengler, o el pesimismo de Sigmund Freud, o el sombrío análisis que hacía Isaiah Berlin de nuestra era moderna.

Notas

  1. Gerald Holton. Science and Anti-Science. Cambridge, Massachusetts: Harvard University Press, 1993 [Ed. esp. Ciencia y anticiencia, Nivola, Madrid, 2003].
  2. George E. Brown, Jr. citado en Science, 260: 73, 7 de mayo de 1993.
  3. Leszek Kolakowsky. Modernity on Endless Trial. Universidad de Chicago, 1960, p. 4.
  4. John Henry Barrows (ed.). The World’s Parliament of Religions, v. II. Chicago: The Parliament Publication Co., 1893, pp. 978-981.
  5. W. Ostwald. Monism as the Goal of Civilization. Hamburgo: Comité Internacional de Monismo, 1913, p. 37.
  6. H. Stuart Hughes y Oswald Spengler. A Critical Estimate. Nueva York: Charles Scribner’s Sons, 1952.
  7. Rudolf Carnap, Hans Hahn y Otto Neurath. WissenschaftlicheWeltauffassung: Der Wiener Kreis.Viena: Artur Wolf Verlag, 1929.
  8. Para la edición en inglés accedió a un título más sencillo: Positivism: A Study in Human Understanding. Harvard University Press, 1951.
  9. Simon and Schuster, Nueva York, 1982.
  10. Science, vol. 6: 1203, 1993.                                                                                                                                   (*) [Nota de la Traductora] El Tribunal Supremo de Estados Unidos determina que para que algo sea obsceno tienen que cumplir estos tres requisitos: 1) debe ser de naturaleza lasciva, 2) debe carecer por completo de valor científico, político, educativo o social y 3) debe ir en contra de los estándares de conducta de la comunidad.
  11. Tal y como lo relató el Washington Post el 20 de marzo de 1992.
  12. Nature, vol. 367: 6 de enero de 1994. A diferencia de la mayoría de las publicaciones científicas de Estados Unidos, Nature ha permanecido alerta a las posibles consecuencias negativas de este desequilibrio. Véase por ejemplo la editorial de John Maddox del 17 de marzo de 1994, vol. 368: 185. Es de señalar que otras de las pocas voces que han denunciado la creciente marea de acusaciones gratuitas es también una periodista con formación científica: Barbara J. Culliton, en su ensayo: «The Wrong Way to Handle Fraud in Science», (Cómo no se debe tratar el fraude en la ciencia), Cosmos, 1994, pp. 34-35. Para un análisis de los costes que puede suponer para la ciencia esta incredulidad generalizada véase Steven Shapin, «Truth, Honesty, and Authority of Science» en el informe de la National Academy of Sciences titulado Society’s Choices: Social en Ethical Decision Making in Biomedicine (Las opciones de la sociedad. La toma de decisiones sociales y éticas en biomedicina), National Academy Press, Washington D. C., 1994.
  13. Estos datos me los proporcionó amablemente Donald B. Lindberg, director de la National Library of Medicine. Estos casos están muy lejos de la práctica perfectamente lícita de científicos que publican enmiendas a sus artículos cuando consideran apropiado hacer públicos ciertos errores cometidos. Eugene Garfield, en su artículo «How to Avoid Spreading Error», The Scientist 1:9, 1987, informa de que «de los 10.000 de artículos indexados en el SCI (Science Citation Index) desde su creación, algo más de 50.000 estaban clasificados como correcciones explícitas… Éstas van desde la simple subsanación de erratas hasta retractaciones e incluso disculpas por incluir datos “malos” o datos que no pueden ser verificados». Estas rectificaciones voluntarias suponen una tasa del 0,5%.
  14. Además, la institución encargada de velar por la integridad de la investigación científica, la Office of Research Integrity of the U.S. Public Health Service (PHS), anunció en 1993 que, desde 1992 había encontrado un total de 14 investigadores culpables de mala práctica de entre los 55.000 que recibían subvenciones anuales del PHS. (Comunicación privada de Lyle W. Bivens, director en funciones de la ORI, 20 de julio de 1993). Algunos de estos casos de mala práctica se remontaban a 1977. Para comprender mejor la escasa importancia de las acusaciones y su naturaleza por lo general pedestre, véase el informe: «Office of Research Integrity, Biennial Report 1991-1992», septiembre de 1993. U.S. Department of Health ans Human Services. Para hacerse una idea de la vasta complejidad, de los costes y del trabajo así como de lo frágil del proceso de formular una acusación de mala práctica científica véase, por ejemplo, el documento de 63 páginas, disponible en el U.S. Department of Health and Human Services titulado «Departmental Appeals Board. Research Integrity Adjudications Panel. Subject: Dr. Rameshwar Sharma», Número de documento A-93-50, decisión núm. 1431 del 6 de agosto de 1993.
  15. Para un estudio imparcial y bien documentado sobre los variados intereses de los sociólogos de la ciencia, véase Harriet Zuckermann, «The Sociology of Science», en Neil J. Smelse (ed.). Handbook of Sociology. Beverly Hills, California: Sage Publications, 1998, pp. 511-474.
  16. Para un análisis serio de este asunto véase John R. Searle, «Rationalism and Realism. What is at Stake?». Daedalus, vol. 122, núm. 4: 55-83, 1993. Otro libro que busca dar respuesta a las distintas clases de críticas es: Paul R. Gross y Norman Levitt, Higher Superstition: The Academic Left ans its Quarrels with Science. Baltimore, Maryland: The John Hopkins Press, 1994. Otra lectura estimulante es Frank B. Farrell, Subjectivity, Realism and Postmodernism. Nueva York: Cambridge University Press, 1994.
  17. Isaiah Berlin, The Crooked Timber of Humanity, capítulos sobre Historia de las Ideas, Nueva York: Nueva York, 1992 [ed. esp. El fuste torcido de la humanidad. Barcelona: Península, 2002].
  18. Alan Beyerchen, Scientists under Hitler: Politics and the Physics Community in the Third Reich. New Haven, Connecticut: Yale University Press, 1977.
  19. Ibidem.
  20. Hermann Rauschning. Gespräche mit Hitler. Nueva York: Europa Verlag, 1940, p. 210. Mussolini se expresaba de forma similar. [ed. esp. Hitler, confesiones íntimas 1932-1934, Barcelona: Círculo Latino, 2006].
  21. «Politics and the World Itself». Kettering Review (verano de 1992), pp. 9-11. Este ensayo también se publicó el 1 de marzo 1992 en el New York Times a modo de editorial y bajo el título de «The End of the Modern Era».
  22. Loren R. Graham. The Ghost of the Executed Engineer: Technology and the Fall of the Soviet Union. Cambridge, Massachusetts: Harvard University Press, 1993.
  23. Reeditado en Jan Vladislav (ed.). Vaclav Havel, or Living in the Truth, Faber and Faber, Londres, 1987, pp. 138-139. Este párrafo es de 1984.
  24. El 4 de julio de 1994 Havel aprovechó la ocasión para reiterar en gran medida su argumento anterior, con la excusa de explicar la actual «mentalidad que llaman posmoderna» y «la crisis» a la que la ciencia ha llevado a la humanidad. La única novedad de este discurso (publicado en forma de editorial el 8 de julio en el New York Times) es que nuestra «integridad perdida» puede ser renovada, paradójicamente, por una «ciencia que sea nueva, posmoderna», ejemplos de la cual serían «el principio cosmológico antrópico» o «la hipótesis de Gaia». Esto resultó demasiado incluso para Nicholas Wade, quien escribió un ataque devastador al ensayo de Havel (N. Wade. «Method and Madness: A Fable for Fleas», en el New York Times el 14 de agosto de 1994, p. 18), que terminaba diciendo: «Una concepción del mundo construida sobre el principio antrópico y la hipótesis de Gaia no sería ciencia posmoderna sino más bien una vuelta atrás a la numerología y astrología, de las cuales el racionalismo aún no nos ha rescatado por completo […] Subvertir el significado del racionalismo transformándolo en misticismo sería una cura aún más perniciosa que la enfermedad». La tentación de ser incluidos en las filas de la posmodernidad parece haber atraído incluso a científicos; el mejor ejemplo de ello es el interés posmoderno de éstos en los llamados «límites de la ciencia». El encendido debate sobre este tema se inició nada menos que en la década de 1870 con Emile Dubois-Reymond y también preocupó a los positivistas lógicos. Para otros ejemplos de este ya viejo problema véase G. Holton y R. S. Morison (eds.). Limits of Scientific Inquiry. Nueva York: W. W. Norton, 1978.
  25. Publicado en septiembre de 1992 en American Journal of Physics, vol. 60, núm. 9: 779-781.
  26. Hay una grabación de la sesión (12 de febrero de 1993) disponible en la American Association for the Advancement of Science. Los «Comentarios introductorios», realizados por el mismo George Brown, también se distribuyeron con una nota de prensa de su oficina en Washington.
  27. En la reunión anual del 12 de febrero de 1993 de la American Association for the Advancement of Science.
  28. George E. Brown, «New Ways of Looking at U.S. Science and Technology». Physics Today, 47: 32, 1994. En el transcurso de una charla sobre «The Roles and Responsibilities of Science in Post-Modern Culture» (El papel y la responsabilidad de la ciencia en la cultura posmoderna, 20 de febrero de 1994, con motivo de otra reunión anual de la American Association for the Advancement of Science), el señor Brown dijo: «Déjenme empezar sugiriendo que el término “cultura posmoderna”, en ocasiones empleado para describir la era actual, es una rúbrica que procede de las artes y la arquitectura, donde tiene un significado concreto. En mi opinión, utilizar el término posmoderno para definir un periodo en política, legislación o economía sólo conduce a confusión, y no nos ayudaría a definir un punto de partida para nuestro debate de hoy. Espero que el discurso hoy no derive en una tediosa disección del posmodernismo. Debo señalar, no obstante, que el editorial publicado en el New York Times hace dos años titulado “El fin de la era moderna” por el filósofo y dramaturgo checo Václav Havel contenía varios puntos con los que estoy de acuerdo y que he incluido en charlas mías anteriores. Aunque Havel llega hasta los términos modernismo y posmodernismo por vía de su formación y experiencia artísticas, yo no suscribo esas etiquetas, en gran medida porque no comprendo del todo el uso que hace de ellas». El señor Brown es también uno de los pocos legisladores que ha protestado por el reciente edicto de la senadora Barbara Mikulski solicitando que la subvención de proyectos de investigación básica «inspirada sólo en la curiosidad» sea reducida a favor de una supuesta «investigación estratégica».
  29. Véase sobre todo Harvey Brooks, «Research Universities and the Social Contract for Science», en Lewis Branscomb (ed.). Empowering Technology: Implementing a U.S. Strategy. Cambridge Massachusetts: MIT Press 1993. Brooks ha sido uno de los autores que mejor han observado y predicho el lugar de la ciencia en nuestra cultura. Véase por ejemplo su ensayo «Can Science Survive in the Modern Age?», en Science, 174: 21-30, 1971.
  30. Veáse por ejemplo Don. K. Price, «Purists and Politicians», Science, 163: 25-31, 3 de enero de 1969.
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