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Artículo del libro La era de la perplejidad. Repensar el mundo que conocíamos

El impacto del activismo digital en la política de la Post Guerra Fría

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Este artículo examina los altibajos del activismo digital desde la década de 1990, analizando sus diversas formas y sus efectos en el proceso político posterior a la Guerra Fría. Aunque se han afirmado muchas cosas sobre el potencial revolucionario del activismo digital, su impacto real se ha demostrado algo más limitado de lo que enun momento se esperaba. Sin embargo, la aparición de nuevos métodos de protesta digital, que van desde ciberataques a formas avanzadas de propaganda computacional, plantea nuevos desafíos y revela que el paisaje político tradicional se ha visto notablemente afectado por la digitalización.

Uno de los principales problemas para comprender los múltiples efectos del activismo digital contemporáneo es que en la actualidad, casi tres décadas después del final de la Guerra Fría, la visión de su potencial depende mucho de cómo se interprete el final repentino de dicho prolongado conflicto. ¿Qué fue exactamente lo que derribó el Muro de Berlín?

Quienes ven el final de la Guerra Fría como un producto de la aplicación de fuerzas invisibles y estructurales que empujaron a la Unión Soviética al olvido —por ejemplo, una economía moribunda y empeorada por el excesivo gasto militar en aventuras como la guerra en Afganistán— no serán capaces de ver el final de esa lucha de civilizaciones como la merecida recompensa al paciente trabajo realizado por los movimientos sociales, los disidentes y sus partidarios extranjeros.

Estos últimos actores suelen optar por explicaciones históricas que atribuyen mucha más importancia a la contribución humana, esto es, a sí mismos. Tales explicaciones, involuntariamente, suelen proyectar visiones de futuro bastante esperanzadoras, ya que suponen que las tácticas utilizadas para aplastar al régimen soviético también pueden desplegarse en otras regiones. Según esta lectura, fue la información, o más bien el acceso mucho más sencillo y barato a recursos críticos para crear conciencia y movilización social —ambas posibilitadas por la revolución tecnológica—, lo que socavó el sistema soviético. «Cómo la información terminó con la Unión Soviética» fue el subtítulo de un popular libro de 1994 de un periodista del New York Times, que refleja fielmente esta visión.

Teniendo en cuenta que muchos responsables políticos —sobre todo de Washington, pero también de muchas capitales europeas— creían que la historia estaba terminando y que la democracia liberal se estaba convirtiendo rápidamente en el único juego posible, se comprende lo fácil que era equiparar la marcha global de la digitalización con la marcha global de la democratización: dado que el fax y las máquinas Xerox —y, posteriormente, los ordenadores personales— continuaban conquistando el mundo, era casi inevitable que los fuertes gobiernos autoritarios que habían construido sus imperios limitando el flujo de información fueran socavados y barridos por la historia. Y, para acelerar el proceso aún más, se podían invertir recursos para enseñar a la última generación de activistas —los orgullosos sucesores de los disidentes soviéticos— a usar tales herramientas y celebrar con orgullo la llegada de compañías tecnológicas occidentales, exportadores mundiales de la revolución democrática. Al final, apareció la fórmula que dio forma al activismo digital durante varias décadas:

más información + más capitalismo = más democracia.

A lo largo de la década de 1990, hubo varias campañas y movimientos que no se ajustaban a este patrón; el inteligente uso de los medios electrónicos por parte de los zapatistas en México —que muchos analistas militares de Washington consideraron alarmante— es el caso más llamativo. Del mismo modo, la aparición de Indymedia, una red muy extendida de iniciativas antisistema que desempeñaba un papel esencial en diversas luchas antiglobalización, era otra señal de que el acceso barato y amplio a la tecnología digital no solo podía beneficiar a quienes creían firmemente en el «final de la historia», sino también a muchos de los que intentaban activamente descalificar esa tesis desde cualquier lado del espectro político.

Incluso el uso inteligente de las redes electrónicas por parte de Al Qaeda y grupos relacionados con ella, especialmente cuando la guerra global contra el terrorismo estaba en marcha, no consiguió socavar la tesis de que las redes de información ayudarían a movilizar a la sociedad civil en todo el mundo para exigir más democracia, más globalización y más cosmopolitismo. Hubo ciertos acontecimientos en la década del 2000, —lo que podríamos llamar una oleada de «revoluciones de color», que comenzaron en Serbia en 2000 y culminaron en Ucrania en 2004—, que dieron un poco de razón a tales expectativas.

No llevó mucho tiempo reorganizar el vasto aparato institucional para la promoción de la democracia que el inesperado final de la Guerra Fría había dejado ocioso. Entonces, las redes en constante expansión de las ONG, fundaciones y medios de comunicación como La voz de América o Radio Free Europe empezaron a proporcionar herramientas anticensura a los disidentes, ofreciendo capacitación en comunicaciones seguras y utilizando juegos de ordenador y mensajes de texto para movilizar a multitudes para unirse a manifestaciones antigubernamentales. A medida que los regímenes de línea dura en Serbia y Ucrania caían bajo tan inmensa presión cívica, a muchos les pareció muy lógico creer que la marcha de la democracia y la digitalización continuaría avanzando sin cesar.

Fue la información, o mas bien, el acceso mucho mas sencillo y barato a recursos críticos para crear conciencia y movilización social, lo que socavó el sistema soviético.

Tales aspiraciones, propias de observadores predominantemente occidentales, alcanzaron su apogeo al final de la década pasada, empezando con una serie de «revoluciones de Twitter», primero en Moldavia y luego en Irán. Para éstos, la explicación principal se justificaba en esas grandes multitudes de jóvenes que se reunían en plazas públicas para protestar contra sus gobiernos, era que los responsables de tan impresionante movilización social eran los smartphones en manos de la gente. Siempre ha habido una cierta parcialidad en tales postulados: los éxitos de las campañas de movilización social se atribuyeron siempre a la tecnología, mientras que los fracasos —incluido, dicho sea de paso, el de Irán, donde la «revolución de Twitter» produjo pocos resultados políticos tangibles — se achacaron a factores políticos e históricos, nunca a la fe excesiva en el ilimitado poder de la tecnología.

Además, en medio de toda la utopía tecnológica de esa época, era muy fácil pasar por alto un factor clave: a diferencia de la Serbia de 2000 o la Ucrania de 2004, los gobiernos que sufrían el «activismo digital» contraatacaron con una sofisticada estrategia que combinaba el uso inteligente de propaganda online, una vigilancia extremada y una fuerte dosis de ciberataques. Solían hacerlo con la ayuda de productos y servicios adquiridos a compañías occidentales, que supuestamente trabajaban para la marcha conjunta del capitalismo y la digitalización hacia una democratización cada vez mayor. No importó mucho que, como consecuencia del amplio uso de las redes sociales por parte de los manifestantes iraníes en 2009, el gobierno iraní no tuviera el menor problema para rastrear las plataformas digitales e identificar a todos esos manifestantes para después arrestarlos. La narrativa ciberutópica permanecía inalterada.

Fue necesario el espectacular y desafortunado fracaso de la Primavera Árabe, ampliamente publicitada como otra «revolución» de Facebook o Twitter, para sembrar dudas en la mente de los observadores. A partir de estos acontecimientos se derivan dos tipos de críticas. Una, que opera principalmente en la crítica cultural de los medios, ha tratado de identificar los factores que produjeron la cobertura excesivamente optimista del uso de los medios digitales, por parte de las fuerzas sobre el terreno, formulando el resultado de décadas de movilización social a través de diversos movimientos políticos, como fue el caso en Egipto, como el resultado casi espontáneo de un llamamiento a la acción a través de grupos de Facebook. No es necesario aquí sacar conclusiones sobre la influencia de las herramientas digitales en el resultado de las protestas; lo realmente importante es destacar los factores que hicieron que los observadores extranjeros vieran los acontecimientos a través de una lente que otorgaba una importancia excesiva a Facebook y Twitter.

Pero eso no era necesariamente negativo; la obsesión de los medios occidentales con las redes sociales probablemente también ayudó a llamar la atención sobre algunas causas políticas bastante exóticas que nunca habrían podido recibir una cobertura adecuada si no se las hubiera catalogado como una «Revolución de Facebook». Nadie sabe con certeza hasta qué punto puede durar este tipo de fetiche con las redes sociales —se podría decir que ya está en declive—, pero también es innegable que muchos movimientos y causas se han beneficiado mucho de la malsana fascinación de los medios con las herramientas y plataformas digitales (para algunos, sin embargo, tuvo un coste enorme, como por ejemplo, descubrir las entidades detrás de la campaña «Stop Kony» de Twitter, que tenía como objetivo de atrapar al famoso caudillo Joseph Kony, que atrajeron a millones de personas a su causa).

El otro tipo de crítica proviene, básicamente, de consideraciones estratégicas sobre las ventajas y desventajas de: a) poner las necesidades de las redes sociales por encima de las necesidades organizativas y b) integrar a muchos seguidores entusiastas, pero poco fiables políticamente, encontrados a través de las redes sociales en una operación política más amplia detrás de un movimiento o una causa. El problema con las redes sociales es que, al reducir los costes para unirse a una campaña, se dificulta el ejercicio de un control editorial amplio sobre la dirección de las campañas y las protestas.

La fuerte descentralización que brindan las plataformas digitales podría haber dificultado las actuaciones estratégicas, incluso si ha permitido difundir concienciación sobre causas particulares y atraer a los nuevos partidarios. Sin embargo, a falta de tareas concretas bien formuladas, destinadas a los recién llegados, no resulta obvio cómo podrían ayudar exactamente, y sin tareas inmediatas que puedan estimular un sentimiento de pertenencia y solidaridad, resulta difícil retenerlos a largo plazo. En ocasiones pueden donar dinero o pueden pulsar el «like» en Facebook y Twitter, pero tales contribuciones, ¿realmente valen la pena? El fracaso final de la Primavera Árabe fue decididamente trágico —y algunos podrían argumentar que todavía estamos viendo sus últimas consecuencias en Siria o Yemen—, así que hubo poco tiempo para las conclusiones relevantes a partir de esa experiencia.

No obstante, parece lógico preguntarse hasta qué punto habrían sido más eficaces algunos movimientos sociales y políticos si no profesaran una fe casi ciega en la capacidad del «modelo internet», una fe que encuentra su expresión en consultas persistentes, como si pudiésemos ejecutarlo todo, como si fuese Wikipedia, para resolver contradicciones sociales y políticas que vienen de antiguo. Esto, por supuesto, no significa negar que las redes sociales podrían marcar y han marcado una diferencia; pero deberíamos preguntarnos si el problema principal de la eficacia del activismo digital es que insiste en sacar conclusiones amplias de «internet» para luego remodelar la realidad política en consecuencia. Pero ¿qué ocurre si esas lecciones son ilusorias, en el mejor de los casos, y si el emparejamiento entre el modelo de internet y el mundo real no es tan estrecho como creemos?

El activismo digital, por supuesto, no se limita solo a los disidentes y a los movimientos antisistema; en todo caso, el gran cambio de la última década ha sido la forma en que se ha generalizado; herramientas y técnicas que anteriormente estaban reservadas a movimientos sociales bien organizados, ahora las usan grupos mucho más amplios de personas y para causas que difícilmente pueden considerarse revolucionarias. Desde boicots de bienes de consumo hasta recaudación de fondos para reparar una infraestructura de la ciudad, tales campañas —impulsadas por el bajo coste de organización y un alcance amplio e inmediato, casi totalmente garantizado gracias a su exposición a través de plataformas como Facebook y Twitter— se han convertido en un aspecto normal de nuestra vida cotidiana.

BBVA-OpenMind-Libro 2018-Perplejidad-Morozov-Raqa-Siria-Imagen tomada por un joven sirio en Raqa. Gracias a las nuevas tecnologías, podemos compartir información y mantenernos al día con lo que sucede en el resto del mundo.
Imagen tomada por un joven sirio en Raqa. Gracias a las nuevas tecnologías, podemos compartir información y mantenernos al día con lo que sucede en el resto del mundo.

Sin embargo, se está produciendo un cambio importante en la profundidad y la dirección del activismo digital, especialmente de su variedad cotidiana más local. El compromiso cívico también ha sido redefinido: nos estamos alejando del ideal político republicano de un público completamente comprometido y en deliberación permanente y nos estamos aproximando al de una ciudadanía algorítmica totalmente automatizada, de bajo coste y bajo ancho de banda. En este nuevo modelo, no se espera que participemos regularmente en importantes debates políticos locales; se supone que, simplemente, la gente no tiene ni tiempo ni ganas de tales insignificancias.

Por el contrario, lo que se espera es poder aprovechar una red altamente sofisticada de sensores y algoritmos que está surgiendo a nuestro alrededor, debido, principalmente, al surgimiento del internet de las cosas y la ciudad inteligente, con el fin de informar silenciosamente de algunos de los problemas con los que nos enfrentamos, con la esperanza de que, una vez comunicada a las autoridades pertinentes, dicha información podría hacer innecesaria gran parte de la política tradicional. Pensemos, por ejemplo, en aplicaciones que interactuan con nuestros teléfonos móviles para monitorizar el estado de las carreteras cuando conducimos e informar de cualquier bache a nuestro municipio. Desde el punto de vista del aumento de la calidad de vida al menor coste posible, es una gran mejora: ¿por qué deberíamos desperdiciar nuestra energía cognitiva para informar sobre baches?

Parece lógico preguntarse hasta que punto habrían sido más efectivos algunos movimientos sociales y políticos si no profesaran una fe casi ciega en la capacidad del “modelo internet”

La desventaja, sin embargo, también es muy evidente: al automatizar gran parte del pensamiento deliberativo y causal sobre por qué tenemos baches: ¿es porque los presupuestos municipales se han reducido?, también nos vamos separando de la política tradicional, especialmente de su preocupación por las cuestiones relacionadas con la justicia (esa preocupación en sí siempre ha sido la forma de articular una narrativa histórica causal que explique de dónde provienen nuestros problemas).

No hay respuestas fáciles: podría ser perfectamente que el futuro del «activismo digital» sea precisamente esta forma peculiar de hacer política, totalmente automatizada y basada en sensores, en la que todo lo que se requiere de nosotros como ciudadanos es activar nuestros teléfonos en el modo «siempre encendido / siempre grabar» o dar licencia para compartir los datos que generamos a las autoridades pertinentes, etc. Si bien puede haber algunas cuestiones éticas interesantes en torno a tales prácticas, parece que un giro hacia ese activismo digital totalmente automatizado podría conducir, al mismo tiempo, al empobrecimiento moral y político de los propios activistas.

La tendencia social más amplia que apoya estos desarrollos es que los objetivos y las razones de narrar históricamente nuestra experiencia común, a menudo «colgándola» en una columna vertebral común de causalidad que vincula nuestro estado más actual con una serie de antecedentes, están dando lugar a una agenda pragmática de la gestión de los efectos de nuestros propios problemas. El big data por ejemplo, sigue siendo relativamente impotente cuando se trata de buscar relaciones causales profundas, mientras que el crowdfunding y varios instrumentos, que componen los kits de herramientas de «tecnología cívica», han hecho que sea mucho más fácil mantener los problemas bajo control, incluso sin intentar identificar y resolver sus causas originales.

De ahí el inconveniente de gran parte del activismo digital contemporáneo: se trata principalmente de un activismo dirigido a corregir los efectos de problemas sociales y políticos existentes, en lugar de resolverlos a un nivel más profundo y más esencial. Sin embargo, existe una gran diferencia entre la política digital que trata, fundamentalmente, de encontrar formas más eficaces de adaptarse a los problemas que nos rodean —por ejemplo, a través del crowdfunding, el intercambio de tareas, la instalación de sensores que prometen más eficiencia, etc.— y la política digital que busca eliminar por completo dichos problemas.

Esto nos lleva a otros asuntos problemáticos relacionados con el activismo digital: ¿cómo no va a convertirse en víctima de su propio éxito? En otras palabras, cuando hay tantas herramientas para engancharse al mundo digital, cuando los costes para hacerlo son tan bajos, cuando las capacidades requeridas para conseguirlo también son mínimas, ¿cómo se opta por un conjunto de herramientas y estrategias que tengan un considerable impacto a largo plazo? ¿Cómo se puede resistir la tentación de tomar el camino fácil de la firma de peticiones en Facebook o la recaudación de dinero online en lugar de articular una estrategia más ambiciosa y, con suerte, con mayor capacidad de transformación?

Esta pregunta tiene, hasta cierto punto, una respuesta muy sencilla: para eso está el liderazgo. Al menos así solía ser: los movimientos sociales, aunque estuvieran descentralizados, contaban con un cerebro compuesto por diversos de miembros juiciosos y experimentados, elegidos democráticamente y de confianza para el resto del movimiento. Dicho cerebro del movimiento es el que, supuestamente, debía pensar en las tácticas y estrategias más adecuadas, optimizando el uso de herramientas en función de sus costes y oportunidades a largo plazo.

Pero el liderazgo no es un problema tan fácil de resolver en el ámbito del activismo digital. La mayoría de estos movimientos, en la medida en que la palabra «movimiento» pueda aplicarse a esas redes, muchas de las cuales son efímeras, pueden contar con caras visibles, personas fotogénicas que, habiendo participado en algunas campañas anteriores desde el principio, pueden presentarse en la CNN o en la BBC para explicar las razones del movimiento. Pero ser un portavoz, por muy importante que sea dicho papel, no es lo mismo que ofrecer una orientación estratégica genuina que ayude a elegir entre actuaciones alternativas. El problema, a menudo, se ve agravado por el hecho de que muchos de estos movimientos rechazan explícitamente que puedan tener un líder y prefieren definirse como organizaciones completamente descentralizadas y sin estructura alguna.

No todo el activismo digital contemporáneo es pasivo, por supuesto. Las últimas décadas han sido testigos no solo de una inmensa caída de los costes para ponerse en contacto con nuestros pares, sino también, por ejemplo, del lanzamiento de ciberataques sofisticados. Iniciados por movimientos como Anonymous, tales medidas «hacktivistas» se han convertido en una característica casi permanente del paisaje digital contemporáneo, con muchas plataformas online y webs importantes en ocasiones retenidas como rehenes por oleadas de ciberataques devastadores.

Muchos de esos ataques están vinculados a causas políticas diversas, y a menudo se llevan a cabo bajo la bandera del patriotismo; por lo tanto, son particularmente frecuentes en tiempos de conflicto geopolítico, como sucedió, por ejemplo, con los primeros casos importantes de tales ataques (Rusia contra Estonia y, más tarde, Rusia contra Georgia). En cierto sentido, a menudo combinan una actitud política activa —muchos de estos ataques son claramente ilegales y las personas que participan en ellos están claramente comprometidas con la causa— con bajos costes y poco compromiso; normalmente, uno participa en tales ataques simplemente prestando el ancho de banda y la potencia de computación. Con el avance de la digitalización, la llegada del internet de las cosas y la ciudad inteligente, solo podemos esperar que tales ataques se intensifiquen: por un lado, hay muchos recursos importantes a los que apuntar, y por otro, hay muchos más dispositivos que pueden participar en el lanzamiento de dichos ataques.

Un fenómeno análogo es el aumento de lo que algunos investigadores denominan «propaganda computacional»: se trata del despliegue de bots, big data y algoritmos para difundir noticias falsas y otros tipos de propaganda, casi siempre con fines abiertamente políticos. Entre las consecuencias inesperadas de la revolución digital, sorprendió el descubrimiento de que la producción de propaganda, frente a la profunda crisis de rentabilidad de la industria de noticias tradicional, también se democratizaría. Los tipos de actividades de propaganda, hasta entonces reservadas a los gobiernos, ahora se pueden llevar a cabo a bajo coste y con gran eficacia, especialmente si se combinan con fotos, vídeos y otros tipos de contenido para la transmisión fácil de memes.

Al igual que en el caso de los ataques DDoS, suele haber una dimensión patriótica que impulsa este fenómeno; por lo tanto, no es raro que los movimientos de abajo arriba y altamente descentralizados que apoyan una causa geopolítica particular, favorecida por su gobierno, aprovechen sus habilidades en las redes sociales para impulsar contenido de propaganda profesional producido por los medios tradicionales de dicho gobierno. El término de «propaganda computacional» no debería distraernos del hecho de que muchos de los bots responsables de producirla están programados por alguien; en cierto sentido, este es el equivalente en el terreno de la propaganda de los ataques DDoS distribuidos: personas aburridas, pero apasionadas por las altas tecnologías, que prestan sus destrezas y aprovechan el poder de los ordenadores para orientar argumentos políticos de una forma u otra.

El tremendo éxito online de la campaña de Trump, por ejemplo, debe mucho no solo al trabajo sigiloso llevado a cabo por Cambridge Analytica, sino también al trabajo voluntario ad hoc, realizado en nombre de la campaña, en sitios como Reddit o 4Chan. Parte de él debió de parecer trivial o de aficionados en ese momento, y apenas fue más allá del meme donde comenzó, pero probablemente terminó teniendo en conjunto más impacto del que le atribuimos. Por ejemplo, todavía es relativamente difícil evaluar los daños causados por técnicas como el «secuestro de hashtag», donde las conversaciones online centradas en un tema preciso son secuestradas por los oponentes e inutilizadas mediante la inyección constante de spam o cualquier otro material dañino.

BBVA-OpenMind-Libro 2018-Perplejidad-Morozov-Donald-Trump-Los partidarios sacan fotos mientras Donald J. Trump habla en su discurso presidencial en Everett, Washington.
Los partidarios sacan fotos mientras Donald J. Trump habla en su discurso presidencial en Everett, Washington.

Las tácticas antes mencionadas (ataques DDoS y propaganda computacional) conllevan enormes costes de reputación para los desafortunados objetivos que reciben dichos ataques. Como era de esperar, esto ha llevado a nuevos tipos de ofertas de seguros que muchas compañías e incluso instituciones públicas están empezando a contratar, desde el seguro reputacional que garantizará la ayuda inmediata de los profesionales de relaciones públicas para tratar de compensar cualquier daño en la reputación, hasta el ciberseguro que pagará una indemnización en caso de que los ciberataques interrumpan el flujo comercial habitual o provoquen filtraciones de datos.

A diferencia de las tácticas anteriores, perfeccionadas y practicadas por muchos movimientos activistas, desde boicots de consumidores hasta el bloqueo de entradas a sedes corporativas o depósitos estratégicos, la nueva serie de intervenciones permite una participación remota, barata y bastante modular: las tareas asignadas a los participantes pueden ser únicas, mientras que estos pueden unirse desde cualquier parte del planeta. Es poco probable que este nuevo dolor de cabeza para las corporaciones y las instituciones públicas desaparezca pronto; en todo caso, con el auge de la inteligencia artificial es probable que veamos ejemplos aún más sofisticados de dicho sabotaje algorítmico, básicamente porque también ayuda a llamar la atención de los medios sobre la causa.

No es raro que las empresas movilicen a los usuarios sobre cuestiones que afectan a sus intereses comerciales.

Al examinar los cambios en el panorama de los medios digitales desde una perspectiva histórica, es difícil pasar por alto una gran diferencia entre 2017 y, por ejemplo, 2000. Actualmente, resulta obvio que gran parte del activismo digital, especialmente acciones dirigidas a movilizar multitudes con algún objetivo, depende de la benevolencia de las llamadas «plataformas digitales» como Facebook y Twitter. El activismo digital nunca se ha visto tan intermediado por estas empresas; sus algoritmos crean o ponen fin a ciertas causas, ayudando a desviar la atención de la audiencia global que controlan. Hay muy poca transparencia en este proceso y poco se puede dar por sentado: algunas causas y campañas pueden tener un éxito fenomenal, mientras que otras pueden fracasar o incluso desaparecer por completo si van contra las reglas, explícitas o implícitas, adoptadas por la plataforma.

Y no son únicamente los movimientos sociales o las ONG los que ven a Facebook como la infraestructura digital por defecto para su labor de difusión; los partidos políticos también dependen cada vez más de ella, algo que probablemente lamentarán pronto. Sin embargo, dada la frecuencia de los ciberataques y el papel que ahora desempeñan instrumentos como la inteligencia artificial para ayudar a protegerse de ellos, no es obvio que los partidos políticos puedan, ellos solos, construir sus propias plataformas y sistemas operativos para la comunicación interna: dada la falta de correspondencia entre su propia experiencia en seguridad cibernética y la de Facebook, es posible que finalmente prefieran la salida más fácil y acepten tácitamente el hecho de que ya no controlarán su propia infraestructura digital.

Además, no es raro que estas empresas movilicen a los usuarios sobre las cuestiones que afectan a sus propios intereses comerciales. Por lo tanto, Facebook o Uber, así como los Google o Wikipedia, no dudaron en alertar a sus usuarios cuando era inmimente alguna forma de regulación gubernamental no deseada. Dichos avisos puramente consultivos van acompañados de llamadas y oportunidades para la acción, solicitando a los usuarios que firmen una petición o que su representante político sepa cuál es su postura sobre el tema, todo con solo un clic del botón. Esto, por supuesto, plantea preguntas espinosas sobre la neutralidad de las plataformas en las que se realiza el activismo digital, ya que movilizar a grandes multitudes en apoyo de un problema determinado es mucho más fácil para, digamos, Uber o Airbnb que para el municipio que está tratando de regularlos.

En general, gracias a la digitalización continua de todo, la esfera política se ha vuelto mucho más accesible para las fuerzas sociales, incluidas las antisistema, que anteriormente se quedaban en la periferia. Esto no implica necesariamente que las consecuencias de tal «democratización» sean negativas; también podría conducir a un saludable «rejuvenecimiento» de la esfera pública. Hay, sin embargo, varios factores adicionales, incluido el creciente papel de las plataformas digitales en la intermediación de la mayoría de nuestras actividades online, que no parecen ser un buen augurio para el futuro de la política en el ámbito digital.

La prueba principal de la eficacia del activismo digital radica en saber si, en los próximos diez años más o menos, surgirá una forma de traducir la inmensa cantidad de energía online que se puede cosechar en todo el mundo en planes de acción sostenibles y profundamente transformadores. Para ello tendremos que reconsiderar lo que significa liderar en una era de descentralización, pero también, probablemente, nos haga cuestionarnos cuánto poder nos gustaría continuar delegando en los gigantes digitales. Por otro lado, el más siniestro futuro es aquel en el que, al no encontrar ese camino, nos conformemos con el tipo de activismo digital de baja intensidad pero graves daños que hoy representan los ataques DDoS y las diversas formas de propaganda computacional. Esto no solo sería un giro destructivo de los acontecimientos, sino un tremendo desperdicio de recursos online que podrían aprovecharse para resolver muchos de los más grandes problemas del mundo.

 

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