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A pesar de la importancia de abordar la generalizada destrucción global de la naturaleza, a menudo la ética medioambiental contemporánea confía en dos afirmaciones erróneas. A saber:
1. que la ecología ofrece leyes científicas fiables para dar una solución a la destrucción medioambiental;
2. que la ética medioambiental debería ser biocéntrica y no antropocéntrica, y por lo tanto, que seres no humanos deberían recibir la misma consideración por sus intereses, como ocurre con los seres humanos.
Sin embargo, entre otras razones, 1. resulta científicamente falsa porque la ecología no posee tales leyes deterministas y 2. conlleva un “fascismo medioambiental” y presenta una falta de criterios de segundo orden para arbitrar entre diferentes intereses y derechos de diversos seres. En lugar de dichas afirmaciones cuestionables, el capítulo debate tres nuevos
principios, basados en reglas de incumplimiento ético, en una ética de estudios de caso científicos y en los derechos humanos frente a la contaminación.

Arthur Cooper (1982, 348; Shrader-Frechette y McCoy 1993, 2; véase Hanssen, Rouwette y van Katwijk 2009), antiguo presidente de la Ecological Society of America, apuntaba acertadamente que gran parte de la ética y la política ambiental se basa en la ciencia ecológica. De hecho, para ilustrar esta cuestión, solo tenemos que pensar en casos como la prohibición del DDT, la limitación de la lluvia ácida, la gestión de las zonas costeras y bosques, y la protección de las especies en peligro de extinción. En todas estas políticas ambientales, la ciencia ecológica ha jugado un papel fundamental.

Llamamientos erróneos a las leyes ecológicas entre los especialistas en ética ambiental

Los especialistas en ética ambiental suelen hacer llamamientos erróneos a la ciencia ecológica al tratar de justificar sus conclusiones de éticas y políticas específicas. Por ejemplo, Baird Callicott (1989, 22), Aldo Leopold (1949, 224-225) Holmes Rolston (1988), Stanley Salthe (2005), Paul Taylor (1986, 50) y otros autores presentaron variantes de la tesis del equilibrio natural. Rolston (1988, 231) reivindica que “la ley primordial de la teoría ecológica” es la “homeostasis”, y vincula la ética ambiental al mantenimiento del equilibrio o la estabilidad ecológica, a acciones que “maximicen las excelencias ecosistémicas”. Baird Callicott (1989, 31) dice algo similar, concretamente que el “todo orgánico” de la biosfera tiene derecho a ser considerado moralmente partiendo de la base del “derecho ecológico”. Salthe (2005, 1) considera que el mundo natural biológico se compone de “sistemas espaciotemporales homeostáticos anidados”. De La Plante y Odenbaugh (próxima aparición, 2) consideran que “la bibliografía teórica sobre ecología” respalda “un ‘equilibrio natural’ y que los ecosistemas muestran unas conductas autoorganizadas destinadas al incremento de la complejidad y la estabilidad”. A pesar de que Odenbaugh (2005, 250) admite que los conceptos de estabilidad y equilibrio son vagos, este autor mantiene que la “estabilidad ecológica” proporciona “a los ecologistas un marco conceptual en el que estudiar las comunidades en el campo y el laboratorio”.

Sin embargo, el principal problema que hay con los especialistas en ética ambiental tales como De La Plante, Odenbaugh y Rolston (los cuales hacen un llamamiento a una especie de homeostasis ecológica o equilibrio natural) es que no existe ningún sentido claro ni confirmado en el que los ecosistemas naturales avancen hacia la homeostasis, la estabilidad o el equilibrio. Como consecuencia, los ecologistas han rechazado la visión de diversidad-estabilidad de MacArthur, Hutchinson y otros. De hecho, existen muchos contraejemplos fundamentados empíricamente de diversas reivindicaciones de estabilidad ecológica (véase Paine y Levin 1981), y May (1973), Levins (1974, 123-138), Connell (1978, 1302-1310) y otros (véase Sagoff 1985, 107-110) que los han cuestionado tanto por motivos matemáticos como por motivos de campo. ¿Cuál ha sido el resultado obtenido? Puesto que los ecosistemas naturales no avanzan hacia la homeostasis, la estabilidad o el equilibrio, la única base indiscutible para la condena de acciones tales como la destrucción de especies es específica del caso y preventiva, y por lo tanto antropocéntrica (por ejemplo, el error de la destrucción sin sentido o la falta de cuidado), tal y como veremos más tarde. ¿Por qué motivo? No existe ninguna teoría universal clara y confirmada de “equilibrio” ecológico que pueda utilizarse para condenar los “daños” ambientales. De este modo, puede respaldarse la ética ambiental, aunque sin partir de la base de una determinada teoría predictiva, general y ecológica, algo así como una “ecología dura”. La situación de la ecología es por tanto un poco como en las ciencias médicas, en las que también se puede tratar de establecer criterios sobre lo que es “equilibrado” o “saludable”. Sin embargo, la ecología es diferente a las ciencias médicas, ya que el objetivo de la medicina siempre es el bienestar del paciente individual, mientras que el de la ecología es el bienestar de un sistema o todo determinado: un objetivo bastante más difícil de especificar dado que no se puede definir ese todo que está siendo “equilibrado”. ¿Se trata de una especie, varias especies, comunidades, poblaciones, un ecosistema, ecosistemas seleccionados o la biosfera? Todas estas entidades se encuentran sometidas a un cambio continuo, lo que hace que no puedan modificarse con la especificación exacta, o lo que yo denomino “ecología dura”, en gran medida debido a que los cimientos de la selección natural de la ecología socavan cualquier noción indiscutible de teoría holística del ecosistema, equilibrio, equilibrio natural o especie (Shrader-Frechette y McCoy 1992; Sober 2006; Calsbeek et al. 2009).

Además, al estar la ecología más empírica y teóricamente indeterminada que muchas otras ciencias, esta no puede proporcionar unas directivas claras y precisas para la ética ambiental. Por ejemplo, en la biogeografía de islas hay muchas áreas de indeterminación que exigen tomar decisiones entre los distintos juicios de valor metodológico. Estas decisiones tienen que ver con la manera de interpretar los datos, practicar una ciencia de calidad y aplicar la teoría en determinadas situaciones, como por ejemplo determinar el mejor diseño para las reservas naturales. Este tipo de decisiones tiene carácter evaluativo, dado que nunca están totalmente determinadas por los datos. En el caso de la reserva natural, como ya se ha mencionado, los ecologistas deben decidir si las prioridades éticas y de conservación exigen la protección de una especie individual, un ecosistema o la biodiversidad, cuando no se puede proteger todo a la vez. Para poder proteger a una especie de interés en particular, es necesario tomar distintas decisiones de diseño, en contraposición a preservar un ecosistema específico o una diversidad biótica. Asimismo, los ecologistas suelen tener que elegir con frecuencia entre maximizar la biodiversidad presente y futura. En la actualidad son capaces de determinar únicamente los tipos de reservas, por ejemplo, que incluyen la mayor cantidad de especies en estos momentos, y no cuáles contendrán la mayor cantidad a largo plazo. Además, cuando no disponen de datos empíricos apropiados sobre un taxón en concreto y su autoecología específica, los ecologistas suelen tener que tomar una decisión sobre cómo evaluar el valor de la teoría ecológica general a la hora de establecer el diseño de reserva preferido para un caso en concreto. A menudo también se ven obligados a valorar subjetivamente distintas formas de reserva. A esto hay que añadir que la forma de la reserva, como tal, puede no servir para explicar la variación en el número de especies (véase Hansen y De Fries 2007, Simberloff y Cox 1987; Williamson 1987; Boecklen y Simberloff 1987; Blouin y Conner 1985).

De la misma manera, los ecologistas deben basarse con frecuencia en estimaciones subjetivas y juicios de valor metodológico cuando no se conoce el tamaño de la “población viable mínima” de una zona concreta (Boecklen y Simberloff 1987). Una de las más importantes fuentes de juicios de valor en ecología la constituye el hecho de que la teoría biogeográfica de islas que subyace a los paradigmas actuales en relación con el diseño de reservas se ha probado muy poco y depende principalmente de las correlaciones, en lugar de depender de las explicaciones causales, basadas en asunciones acerca de hábitats homogéneos, así como en tasas de rotación y extinción no fundamentadas. De ahí que siempre que los ecologistas aplican esta teoría deban realizar una serie de juicios de valor metodológico, e incluso a veces ético. Algunos de estos juicios de valor se preocupan por la importancia de factores distintos a los que prevalecen en la biogeografía de islas (por ejemplo, el hábitat de reproducción máxima), unos factores que se han presentado a menudo como indicadores superiores del número de especies. El hecho de realizar juicios de valor en relación con el diseño de la reserva también resulta difícil debido a que los corredores (parte esencial de la teoría biogeográfica de islas) tienen un valor total cuestionable para la preservación de especies. De esta manera, la recomendación del uso de corredores hace que los ecologistas se vean obligados a evaluar subjetivamente su eficacia en situaciones concretas. Además, debido a la gran discrepancia existente en las relaciones entre especies/áreas, las personas que recurren a la teoría biogeográfica de islas suelen verse obligadas a realizar evaluaciones subjetivas de predicciones no comprobables. Algunas de estas evaluaciones subjetivas surgen debido a que las islas difieren en aspectos importantes de las reservas naturales. Como consecuencia, aquellos ecologistas que aplican los datos de las islas a los problemas de dise- ño de las reservas deben adoptar una serie de juicios de valor acerca de la representatividad y la importancia de sus datos concretos (véase Stouffer et al. 2011; Ale y Howe 2010, Shrader-Frechette 1995, Shrader-Frechette y McCoy 1993; Boecklen y Simberloff 1987).

La ecología, más empírica y teóricamente indeterminada que muchas otras ciencias, no puede proporcionar unas directivas claras y precisas para la ética ambiental.

Debido a la indeterminación empírica y teórica mostrada por teorías ecológicas como la biogeografía de islas, así como a los juicios de valor metodológico resultantes que son necesarios para poder interpretarlas y aplicarlas a casos específicos, la ecología no da la sensación de ser lo suficientemente “dura” o sólida como para ser totalmente susceptible de proporcionar un apoyo indiscutible a la política y la ética ambiental. Los juicios de valor de la ecología rompen las conexiones deductivas de la teoría científica. Por supuesto, existen generalizaciones aproximadas y estudios de caso que pueden ayudar a solucionar el problema en situaciones ecológicas específicas, tal como se reconoce en un destacado informe de la United States National Academy of Sciences (Orians et al. 1986) que sigue constituyendo la fuente clásica y última sobre el método ecológico. Sin embargo, las generalizaciones ecológicas aproximadas y los estudios de caso ecológicos no proporcionan ningún respaldo indiscutible a la ética ambiental, debido precisamente al hecho de que pueden ser cuestionados por la subjetividad de los juicios, la falta de teoría general y la incapacidad para reproducir las conclusiones (Shrader-Frechette 1995, Shrader-Frechette y McCoy 1994).

Además de la teoría infradeterminada y cargada de valores, un segundo motivo por el que las leyes exactas, universales e hipotético-deductivas son poco probables en la ecología es que los términos ecológicos fundamentales (como “comunidad” y “estabilidad”) son imprecisos y vagos. En consecuencia, no pueden respaldar leyes empíricas precisas, a pesar de que existan muchos modelos ecológicos de utilidad (véase Clark y Mangel 2000). De la misma manera, aunque el término “especie” posee un significado aceptado comunmente, y a pesar de que la teoría de la evolución otorgue un sentido técnico preciso a dicho término, en el ámbito de la biología no existe un consenso general respecto a la definición explícita de “especie”. No existe consenso respecto a lo que se consideran condiciones causalmente suficientes o necesarias para que un organismo sea considerado una especie, ni tampoco respecto a si las especies son individuos. La taxonomía fenética no ha sido capaz de generar una taxonomía factible, algo que quizás se deba a que las especies no son tipos naturales y a que los hechos no se pueden dividir y reorganizar de acuerdo con las esperanzas de los taxonomistas numéricos (véase Stamos 2003).

También es poco probable que haya leyes hipotéticodeductivas simples, generales y exactas en la ecología debido a la singularidad de los fenómenos ecológicos. Si un evento es único, suele resultar difícil especificar las condiciones iniciales relevantes para dicho evento y saber lo que se entiende por comportamiento relevante. Para poder hacerlo realmente, suele ser necesario disponer de una amplia información histórica. De ahí que desde un punto de vista empírico, la complejidad y la singularidad dificulten la elaboración de un conjunto simple y general de leyes hipotéticodeductivas que permitan explicar todos los fenómenos ecológicos o la mayoría de los mismos.

En el extremo opuesto a la “ecología dura,” la propuesta de la “ecología blanda” tampoco consigue ofrecer una base científica adecuada para la ética ambiental debido a que los conceptos del tipo “integridad” son cualitativos, confusos y vagos. Estos términos de “ecología blanda” subestiman la incertidumbre ecológica que se asocia a estos términos confusos. Arne Naess (1973) reconoció esta cuestión al afirmar que la base normativa provista por la ecología no es más que “intuiciones básicas”. El problema con estas intuiciones no es solo que resultan vagas y cualitativas, sino que además o se tienen o no se tienen. No son el tipo de cosas que puedan someterse a un debate inteligente, y mucho menos al de la confirmación o falseamiento científico. De ahí que las intuiciones le pidan demasiado poco a la ecología. Su incertidumbre hace que nos quedemos cortos cuando los ecologistas necesitan defender sus conclusiones en una sala de lo ambiental.

Para ilustrar las dificultades de esta “ecología blanda” intuitiva, deberíamos considerar algunos de los problemas asociados tanto a la base científica del concepto de integridad ecosistémica como a sus aplicaciones filosóficas. Una gran parte del interés científico y ético en la integridad surgió a raíz del famoso precepto de Aldo Leopold (1949, 224-235): “Una cosa es correcta cuando tiende a preservar la integridad, estabilidad y belleza de la comunidad biótica; es incorrecta si tiende hacia otra dirección”. Numerosos especialistas en ética ambiental han procedido a analizar el concepto de integridad ecosistémica (véase Odenbaugh 2005; De La Plante 2004; Noss, Westra, y Pimentel 2000; Callicott 1982; Rolston 1975), y por ejemplo De La Plante y Odenbaugh (próxima aparición, 2) reivindican “que la teoría ecosistémica legitima nociones como las de ‘salud ecosistémica’ e ‘integridad ecosistémica’”. Lamentablemente, sin embargo, estos estudios se basan en una ciencia problemática o ecología blanda, la cual es incapaz de ayudar de una forma aceptable a la ética ambiental. ¿Qué problemas plantea? Los principales expertos en el campo de la integridad ecosistémica tales como Henry Regier y James Kay (Regier 1992; Waltner-Toews y Kay 2002; Kay y Regier 2000) admitieron que el término se ha explicado de muy diferentes maneras: para referirse a la termodinámica de sistemas abiertos, a las redes, a los sistemas generales bertalanffianos, a los sistemas tróficos, a las organizaciones jerárquicas, a las comunidades armónicas, etcétera. Como es lógico, un concepto científico que presuma de ser claro y operativo no debería poder explicarse de diferentes maneras, algunas de las cuales resultan incluso mutuamente incompatibles, sobre todo si se espera que el concepto cumpla su deber explicativo y predictivo para los ecologistas de campo, y por tanto su deber filosófico y político para los abogados, los responsables políticos y los ciudadanos involucrados en las polémicas ambientales.

El segundo problema con los conceptos de integridad ecológica es que a menudo, cuando las personas intentan definir el término “integridad” de forma precisa, lo más que pueden hacer es especificar las condiciones necesarias, como la presencia de la “especie indicadora” para la integridad ecosistémica. Por ejemplo, el Protocolo de 1987 del Acuerdo de Calidad del Agua de los Grandes Lagos de 1978 establecía formalmente la trucha lacustre como especie indicadora del estado deseado de oligotrofia (Regier 1992). Una de las dificultades de usar estas especies como indicadoras de la integridad ambiental es en parte que el seguimiento de la presencia o ausencia de una especie indicadora es impreciso e inadecuadamente cuantitativo. Una idea mejor podría ser realizar un seguimiento del cambio que se produzca en el número de especies o la composición taxonómica. Otro de los problemas que se han reconocido es que la presencia o ausencia de una especie indicadora por sí sola no es supuestamente suficiente para caracterizar todo lo que se puede entender por “integridad”. De lo contrario, las personas no hablarían de “integridad ecosistémica”, sino que simplemente hablarían de “presencia ecosistémica de la trucha lacustre”. De ahí que, aunque el significado de la palabra “integridad” no quede claro, el hecho de definir el término por medio de diversas especies indicadoras pueda parecer tosco y poco atento a los procesos subyacentes que posiblemente contribuyan a la presencia o ausencia de determinadas especies y a los procesos de mayor tamaño que supuestamente poseen integridad (véase Farr 2002, Shrader-Frechette 1995).

Las objeciones que podrían hacerse en este sentido no tienen que ver con los conceptos filosóficos o éticos de integridad y equilibrio, lo cual lógicamente puede tener un poder heurístico y político. El argumento sería más bien que los filósofos y ecologistas blandos no llaman a las cosas por su nombre. No llaman “blanda” a las ciencias blandas cuando realmente son blandas, y parecen no darse cuenta de que la ecología no puede satisfacer las necesidades de las ciencias “duras”. Tampoco parecen darse cuenta de que, al no existir un consenso político ambiental, las ciencias blandas tienen pocas probabilidades de fortalecerse lo suficiente como para respaldar decisiones precisas sobre política y ética ambiental. Cuando existe un consenso que respalda una serie de valores ambientales concretos, la ecología blanda lógicamente posee valor y resulta útil desde una perspectiva heurística, a pesar de que no haya “ecología dura”. Pero las situaciones de consenso relacionadas con los valores ambientales no son aquellas en las que más necesitamos la ecología. Por todos estos motivos, la teoría ecológica no constituye una base adecuada sobre la que sustentar la elaboración de políticas ambientales. En el mejor de los casos, lo que hace es proporcionar un motivo científico necesario, aunque no suficiente, para la política y la ética ambiental. En la medida en que es difusa y nos exige completar nuestras lagunas de conocimiento con juicios subjetivos, esto nos lleva a una ecología dura incompleta o a una ecología blanda pendiente de respuestas, con lo cual ninguna de ellas permite respaldar debidamente la política y la ética ambiental.

Llamamientos simplistas al biocentrismo y valor intrínseco en la ética ambiental

Puesto que la teoría ecológica no es capaz de aportar una base completa e indiscutible para la ética ambiental, ¿qué otros recursos podrían aportar los filósofos y especialistas en ética? ¿Son adecuados estos recursos filosóficos? Aquí se pretende dar respuesta a ambas preguntas.

A principios de los años setenta, la ética ambiental comenzó a cuestionar la ética tradicional centrada en los seres humanos (también denominada antropocéntrica), así como la supuesta superioridad moral de los seres humanos con respecto a otros seres (véase Stone 1974). Tal como se pone de manifiesto en los párrafos siguientes, muchos de los especialistas en ética ambiental sugerían que, en lugar de seres humanos individuales, los principales sujetos de valor son todos ecológicos, tales como los ecosistemas; otros especialistas en ética ambiental defendían que los principales sujetos de valor son las cosas naturales, desde las cucarachas hasta las rocas, las cuales tienen un valor intrínseco en sí mismas, aparte de las consideraciones humanas o sin valor instrumental, un valor que les aporta algo más que el ser meros medios para fines humanos.

Sin embargo, algunos especialistas en ética ambiental se basaron en la ética tradicional para cuestionar los abusos ambientales, sugiriendo que algunos factores como la codicia y el consumismo dañan tanto a los humanos como al entorno natural (véase Passmore 1974, Shrader-Frechette 1981, Norton 1991, De Shalit 1994, Light y Katz 1996). Muchos de estos especialistas en ética ambiental más tradicionales o pragmáticos son antropocentristas solamente en un sentido reducido por considerar que los seres distintos a los humanos, también tienen valor intrínseco (los antropocentristas consideran en un sentido amplio que solamente los humanos poseen valores intrínsecos o no instrumentales en sí mismos, con independencia de su utilidad para otros). La mayoría de los filósofos considera que si un ser posee valor intrínseco, en ese caso otros tendrán la obligación prima facie de protegerlo y evitar que resulte dañado (O’Neil 1992, Jamieson 2002). Por consiguiente, resulta esencial saber si los humanos son los únicos que poseen un valor intrínseco. Aristóteles (1948, libro 1, cap. 8), por ejemplo, es un antropocentrista radical que reivindica que “la naturaleza ha creado todas las cosas específicamente por el bien del hombre” y que el valor de las cosas de la naturaleza que no son humanas es meramente instrumental. Tomás de Aquino (1975, libro 3, parte 2, cap. 112) también reivindica que todos los animales no humanos “han sido hechos para uso del hombre”. Por su parte, los antropocentristas moderados consideran que los humanos poseen un mayor valor intrínseco que otros seres, o bien, en caso de conflicto, el bienestar humano suele ser superior al de otros seres. Immanuel Kant, no obstante, explica que los humanos (o lo que aquí denominamos “antropocentrismo radical”) necesitan ignorar a los no humanos porque la crueldad con otros animales es mala en tanto que esta puede promover entre las personas su insensibilización respecto a la crueldad con los humanos (Kant 1963).

La teoría ecológica proporciona un motivo científico necesario, aunque no suficiente, para la política y la ética ambiental.

Muchos de los especialistas en ética ambiental, que defienden el valor intrínseco de todos los seres, también están de acuerdo con el “biocentrismo”, es decir, reivindican que el bienestar de la biosfera, en lugar de solamente el de los humanos, es la clave para la ética ambiental. Lo que ocurre es que cada especialista en ética ambiental define el “biocentrismo” de una forma ligeramente diferente. Aldo Leopold (1949, 224-225), por ejemplo, defendía que una acción es correcta cuando tiende a preservar la integridad, la estabilidad y la belleza de la comunidad biótica, pero no ofrecía ninguna teoría ética que justificara su postura. Basándose en Leopold, Richard Routley (1973; Routley y Routley 1980) defendía que la típica ética antropocéntrica occidental equivale al “chovinismo humano”, la “lealtad” ciega o los prejuicios, y que de esta manera discrimina a todos aquellos que están fuera de la clase humana privilegiada. Baird Callicott (1989) defiende un holismo basado en la visión de Leopold según la cual “una cosa es correcta cuando tiende a preservar la integridad, estabilidad y belleza de la comunidad biótica…”, tomando esta afirmación como el principio deontológico supremo para la ética. Según Callicott, solamente la comunidad biótica terrestre posee valor intrínseco, y el valor de los miembros individuales es un mero instrumento para su aportación a la “integridad, estabilidad y belleza” de la comunidad biótica mayor. Sin embargo, el biocentrista Paul Taylor (1986, 1981; véase Agar 2001) defiende una versión más individualista del biocentrismo y el valor intrínseco de la naturaleza. Según este autor, cada ser vivo de la naturaleza es un “centro de vida teleológico” que posee un bienestar por sí mismo y todos los seres que son centros de vida teleológicos poseen el mismo valor intrínseco (algo que él denomina “valor inherente”). Como consecuencia, Taylor defiende que los seres vivos merecen un respeto moral. Por ejemplo, Taylor considera que este “valor inherente” significa que todos los humanos tienen la obligación prima facie (obligación aceptada hasta que existan motivos persuasivos en sentido contrario) de promover el bien biológico (o valor inherente o intrínseco) de todos estos seres, como si fueran fines en sí mismos. De La Plant y Odenbaugh (2005, 2), que también están a favor de estos temas, reivindican que “la bibliografía ecológica teórica” justifica estas “concepciones holísticas de la naturaleza”.

Sin embargo, y a pesar de sus diferencias, los llamamientos de los especialistas en ética ambiental al biocentrismo y la igualdad del valor intrínseco de la naturaleza plantean como mínimo cuatro problemas principales. En primer lugar, como ya se ha explicado en el primer apartado y al contrario de lo dispuesto por especialistas en ética como Callicott, De La Plant y Odenbaugh, la teoría ecológica no justifica claramente ninguna noción de biocentrismo o el valor inherente de la naturaleza. El segundo problema planteado por la teoría biocéntrica es que, al contrario que Taylor, Callicott y muchos otros biocentristas, el “bien biológico” es meramente descriptivo, no preceptivo (véase Williams 1992 y O’Neill 1993, cap. 2). Por lo tanto, no existe ningún motivo moral obvio para desarrollar ese “bien”. El tercer problema consiste en que, si Callicott y otros teóricos estaban en lo cierto, cualquier miembro individual de la comunidad biótica podría ser sacrificado para proteger la supuesta integridad, belleza o estabilidad de la comunidad biótica. En pocas palabras, las primeras opiniones de Callicott, y otras opiniones biocéntricas podrían llevar a un “fascismo ambiental”, que sacrificara seres humanos por el bien de alguna supuesta consideración de bienestar ambiental (Regan 1983, 362; Shrader-Frechette 1996), hecho que llevó a Callicott a afirmar el valor intrínseco de todos los individuos de la comunidad biótica, así como el de la propia comunidad. A pesar de que esta respuesta de Callicott evita las posibles acusaciones de “fascismo ambiental”, también es cierto que introduce a Callicott en el cuarto problema, que se explica más abajo. Sin embargo, Warwick Fox (2007) sigue otorgando prioridad moral absoluta a los ecosistemas y al mundo biofísico, algo que le hace vulnerable a la acusación de fascismo ambiental.

El cuarto problema, una de las dificultades más básicas de todas las éticas ambientales biocéntricas, al menos en el caso de las que reivindican que todos los seres poseen el mismo valor intrínseco, es de tipo operativo. El problema operativo consiste en que estas éticas son incompletas debido a que no proporcionan ningún criterio de segundo orden o ultima facie (criterios, se tienen en cuenta todas las cosas) que adjudicar entre los diferentes intereses de los distintos seres. ¿Qué intereses y de quién deberían considerarse principales en caso de conflictos en la ética biocéntrica? Cuando se trate de conflictos entre humanos, se considera que los humanos son iguales, aunque la consideración del mérito, la culpa, la negligencia, la compensación, etcétera ayudan a los especialistas en ética y a los responsables de la elaboración de políticas a decidir a qué intereses se debería conceder la primacía en una situación dada. En los conflictos entre humanos, animales y plantas, no obstante, no existen principios de segundo orden obvios e indiscutibles debido a que los principios de mérito, culpa, negligencia, compensación, etcétera. se aplican solamente a los seres vivos con libre voluntad que sean capaces de ser agentes morales. A las abejas no se les puede “culpar” por el hecho de picar a la gente, mientras que a la gente sí. Prácticamente todos los filósofos reconocen esto y dado que no existe ninguna definición sencilla y sin excepciones de dichas reivindicaciones ultima facie para proteger los propios intereses, dicha protección deberá basarse simplemente en las reivindicaciones prima facie, las meras reivindicaciones a las que apela la mayoría de los especialistas en ética ambiental. Sin embargo, estas reivindicaciones prima facie no resultan operacionalizables, salvo que se conozca cuándo se convierten en reivindicaciones ultima facie. Por los motivos que se acaban de aducir, no se saben estas cosas, y el biocentrismo y la “igualdad de intereses” no consiguen proporcionar una base adecuada para la ética ambiental.

Muchos de los especialistas en ética ambiental están de acuerdo con el “biocentrismo”, es decir, reivindican el bienestar de la biosfera, en lugar de solamente el de los humanos.

El quinto problema principal derivado del biocentrismo de los especialistas en ética ambiental consiste en que no tiene una base empírica, y puede provocar cierto elitismo e insensibilidad respecto a las necesidades humanas, tal y como ocurrió cuándo Garrett Hardin o Holmes Rolston (1996) reivindicaron que algunos seres humanos son cánceres para el planeta, sobre todo en las naciones en vías de desarrollo en donde la necesidad de alimentar a la gente suele derivar en la destrucción ambiental. Sin embargo, la gente pobre suele ser una excelente gestora ambiental que causa menos daños ambientales que la mayoría de los occidentales. De hecho, los occidentales parecen ser los principales responsables de la crisis ambiental (Martinez-Alier 2002, Attfield 1998, Brennan 1998a, Guha 1989, ShraderFrechette 1981).

Tres soluciones

Teniendo en cuenta todos los problemas derivados de los llamamientos equivocados que los especialistas en ética hacen a las leyes ecológicas, el biocentrismo y la igualdad de intereses, ¿cuáles son las posibles soluciones? A mí me vienen a la mente como mínimo tres: 1. normas éticas predeterminadas que utilizar en situaciones de incertidumbre ecológica, 2. ética ambiental de estudios de caso científicos y 3. reconocimiento de los derechos humanos frente a la contaminación potencialmente mortal.

Al haber tanta incertidumbre palpable en la ciencia ecológica, una de las soluciones de los especialistas en ética ambiental y los responsables de la elaboración de políticas consiste en adoptar una norma ética predeterminada. Como principio predeterminado para abordar la incertidumbre, la ley de la Unión Europea y muchos grupos médicos y de ciudadanos, incluida la American Public Health Association (APHA), recomiendan adoptar el “Principio preventivo”. La APHA formula el principio reivindicando que las situaciones caracterizadas por una incertidumbre potencialmente mortal, deberían considerarse perjudiciales hasta que se demuestre que son seguras. Según este principio, se deberían tratar de evitar los daños ambientales y de salud pública potencialmente graves, incluso antes de que se conozcan todos sus detalles. El motivo es que, si esperamos a que los daños potencialmente graves sean obvios o generalizados antes de actuar, será demasiado tarde para detener el daño. Como consecuencia, la AHPA recomienda considerar peligrosas todas las sustancias químicas hasta que se demuestre lo contrario. El hecho de seguir este principio no solo protege a los humanos y al entorno frente a cualquier amenaza potencialmente grave, sino que además proporciona un incentivo para reducir la incertidumbre del futuro. Si quien contamina sabe que, de no existir datos fiables sobre sus contaminantes y productos, el Gobierno va a adoptar este principio preventivo, habrá menos posibilidades de que prolongue la incertidumbre o ello le animará a realizar los estudios científicos necesarios.

Un procedimiento preventivo relacionado consiste en minimizar los errores estadísticos de tipo II, en lugar de los de tipo I, en condiciones de incertidumbre cuando no se pueden evitar. Al contrario que las normas científicas actuales, este procedimiento predeterminado sitúa la carga de la prueba no en la persona que plantea un efecto, sino en quien sugiere que no se producirá ningún efecto perjudicial de cualquier medida ambiental concreta. Se puede defender esta norma, a pesar de la inversión de las normas de práctica estadística, sencillamente con la intención de proteger el bienestar humano. Después de todo, los humanos adoptan precauciones tales como hacerse chequeos médicos, contratar seguros y llevar paraguas por si llueve. Los humanos no esperan a que el daño sea una amenaza, sino que antes de que se produzca adoptan las medidas necesarias para evitarlo, aplicándose este mismo razonamiento para justificar todos los principios de la ética ambiental (Shrader-Frechette 2007, 1993, cap. 6; Fisher et al. 2006; Ricci et al. 2003).

Una segunda forma de mejorar la política y la ética ambiental sería basarlas en una “ecología práctica” de estudios de caso, incluso aunque los estudios de caso no se basen en la teoría general. Los estudios de caso están basados en reglas generales (como por ejemplo la norma relacionada con el error estadístico de tipo I y II), generalizaciones aproximadas e investigaciones detalladas de organismos individuales. Un comité clásico de la National Academy of Sciences (NAS) demostró cómo se podría utilizar el conocimiento específico de casos, empírico y ecológico, en lugar de cualquier teoría o modelo ecológico general incierto, para resolver el problema ambiental (Orians et al. 1986). Según el comité de la NAS, los mayores éxitos predictivos de la ecología se producen en aquellos casos que implican a una o dos especies, quizás porque las generalizaciones ecológicas están mucho más plenamente desarrolladas para los sistemas relativamente simples. Este es el motivo por el que, por ejemplo, la gestión ecológica de las poblaciones de caza y pesca suele tener éxito mediante la regulación de la caza y la pesca. Si aplicamos estos conocimientos a la presente discusión, la ecología podría ser de gran utilidad para afianzar la ética ambiental y la elaboración de políticas cuando no trata de predecir las complejas interacciones que se dan entre muchas especies, pero en su lugar lo que intenta es solamente predecir lo que les ocurrirá a uno o dos taxones en un caso concreto. Las predicciones para uno o dos taxones suelen funcionar debido a que, a pesar de los problemas existentes con la teoría ecológica general, existen numerosas teorías de nivel inferior en ecología que proporcionan predicciones fiables. Por ejemplo, la aplicación de la teoría de nivel inferior acerca de la evolución de la cría cooperativa ha tenido gran éxito en la gestión del pájaro carpintero de cresta roja. En este caso, el éxito en la gestión y las predicciones parece proceder de información específica como, por ejemplo, los datos sobre la presencia de cavidades en los árboles que sirven como hábitat para estos pájaros. Los ejemplos como este del pájaro carpintero sugieren que, en caso de que los estudios de caso usados en el informe de la NAS sean representativos, surgirán algunas de las aplicaciones ecológicas de mayor éxito cuando (y porque) los científicos posean gran cantidad de conocimiento acerca de los organismos específicos investigados en un estudio de caso concreto. Tal y como afirmaron los autores del informe de la NAS, “el éxito de los casos descritos… dependía de dicha información” (Orians et al. 1986, 506 y ss.; Shrader-Frechette y McCoy 1994; Shrader-Frechette 1995; véase Miao et al. 2009).

En tercer lugar, también se podrían mejorar la política y la ética ambiental vinculando los asuntos de salud pública y los ambientales, de manera que se fomenten los asuntos ambientales tratando de promover que la gente se conciencie de que la contaminación y la destrucción ambientales también provocan daños en los humanos. Por ejemplo, ¿de qué manera la contaminación ambiental provoca daños en los humanos? El United States National Cancer Institute (NCI) atribuye alrededor de un 10% de las muertes a consecuencia del cáncer (alrededor de 60.000 al año, solo en Estados Unidos) a la contaminación industrial en los lugares de trabajo, las zonas públicas y los productos de consumo (HHS, NCI 1991). Esta cifra también fue confirmada en el año 2005 por los estudios realizados por la National Academy of Sciences (McGinnis 2005). Algunos científicos ambientales, al considerar que esta cifra del NCI es demasiado baja, afirman que estos mismos contaminantes industriales provocan hasta el 33% de todos los cánceres de Estados Unidos (Ehrlich y Ehrlich 1996, p. 154). Los informes del Ministerio de Sanidad, Educación y Bienestar de Estados Unidos llegan a ser incluso más críticos. Algunos de estos informes dicen que el 38% de todos los cánceres están provocados solamente por cinco agentes cancerígenos industriales de gran volumen (Bridbord et al. 1978). Incluso en caso de que la menor de estas estimaciones sea correcta, al menos parece tratarse de un problema de salud pública y un problema de ética. El problema de la salud pública consiste en que los humanos nos matamos a nosotros mismos con contaminantes ambientales, aunque este tipo de muertes sean “teóricamente evitables” (Lashoff et al. 1981, 3 y 6).

Uno de los problemas éticos fundamentales en relación con estos grandes daños provocados por los contaminantes es que las víctimas mortales no se reparten de forma equitativa entre la población. Veamos un estudio de la revista New England Journal of Medicine de 2002, que consistía en un análisis multianual del cáncer infantil en 90.000 gemelos. Este estudio, diseñado para establecer una distinción entre el cáncer de origen ambiental y el provocado por genética, infecciones o virus, llegó a la conclusión de que el entorno (las toxinas industriales, pero también otros factores como el humo del tabaco) tenía “de forma abrumadora” la culpa de prácticamente todos los cánceres infantiles (Lichtenstein et al. 2002). Aunque muchos adultos poseen defensas que los protegen frente a la muerte y las enfermedades prematuras provocadas por el aire, el agua y otros agentes contaminantes ambientales, los niños no las poseen. Sus sistemas orgánicos en desarrollo, los procesos metabólicos incompletos y los sistemas de desintoxicación desarrollados solo parcialmente no poseen la misma capacidad para soportar la mayoría de toxinas. Sin embargo, por unidad de masa corporal los niños toman más aire, agua y alimentos (y por tanto más contaminantes) que los adultos (Unicef 2006). Además, debido a que muchas de las regulaciones sobre contaminación se centran en el cáncer y solo en los adultos, estas ignoran los trastornos de desarrollo y neurológicos provocados por la contaminación en los niños. Los estudios de la National Academy of Sciences demuestran que “la exposición a los compuestos neurotóxicos [como los pesticidas] a unos niveles considerados seguros para los adultos pueden provocar la pérdida permanente de la función cerebral en caso de producirse durante el periodo prenatal y de infancia temprana de desarrollo cerebral” (National Research Council 1993, 61).

Soluciones: 1. normas éticas predeterminadas que utilizar en situaciones de incertidumbre ecológica, 2. ética ambiental de estudios de caso científicos y 3. reconocimiento de los derechos humanos frente a la contaminación potencialmente mortal.

Por lo general, los niños son como mínimo diez veces más sensibles a cualquier contaminante que los adultos, aunque en el caso de algunos contaminantes, como los pesticidas con organofosfato, una dosis letal en animales jóvenes puede ser solamente un 1% de la dosis letal para adultos (Spyker y Avery 1977). Del mismo modo, los trastornos del desarrollo neurológico como el autismo, el trastorno por déficit de atención con hiperactividad, el retraso mental y la parálisis cerebral se están incrementando, son muy costosos, provocan discapacidades para toda la vida y se tiene conocimiento de que están relacionados con sustancias químicas como el plomo, el metilmercurio, los bifenilos policlorados (PCB), el arsénico y el tolueno. La exposición a estas y otras sustancias químicas durante la primera fase del desarrollo fetal puede provocar lesiones en el cerebro humano con dosis mucho más pequeñas que las que pueden dañar la función cerebral de un adulto (Grandjean y Landrigan 2006). De este modo, la American Public Health Association advierte de que debido a que “los niños suelen ser más susceptibles que los adultos a los contaminantes ambientales” y a que las “políticas y decisiones” gubernamentales no logran reflejar esta “susceptibilidad única”, los niños tienen “la necesidad específica de recibir una protección especial frente a los contaminantes” (APHA 2000, pol. 200011). A pesar de ello, la mayoría de las naciones del mundo no consigue ofrecer esta protección a los niños y, de este modo, están sometiéndolos a una injusticia ambiental, es decir, a unos impactos de la contaminación desiguales e injustos. Por ejemplo, según los autores de Lancet la contaminación del aire con partículas por sí sola provoca anualmente un 6,4% de las muertes infantiles, en el tramo comprendido entre 0 y 4 años, en los países desarrollados. En Europa, esto significa que las partículas de aire, por sí solas, matan a 14.000 niños pequeños al año (Valent et al. 2004). La Organización Mundial de la Salud afirma que la contaminación atmosférica por sí sola puede relacionarse con hasta la mitad de todos los casos de cáncer infantil que se producen (OMS 2005, 155). A raíz de la mayor sensibilidad de los niños a los contaminantes, aunque el cáncer se esté incrementando un 1% al año en los adultos, el porcentaje anual de incremento en los niños es un 40% superior: el 1,4% al año (Devesa et al. 1995, Ries et al. 1998, Epstein 2002). Los niños son por tanto “los canarios de las minas de carbón” de las emisiones industriales.

¿Cómo debería responder la gente a estos daños ambientales desproporcionados que deben soportar los miembros más vulnerables de la sociedad (los niños) y el entorno? En la medida en que los individuos hayan participado en las instituciones sociales (tales como mal control de la contaminación por parte del Gobierno), o bien hayan obtenido beneficios de las mismas que hayan contribuido a provocar daños ambientales que amenacen la vida o los derechos de las personas, tienen la obligación prima facie bien de interrumpir su participación en esas instituciones perjudiciales o bien de compensar estos daños ayudando a reformar aquellas instituciones que los permiten. Sin embargo, prácticamente todas las personas del mundo desarrollado que como mínimo disfrutan de un estatus de clase media han participado en instituciones sociales (tales como mal control de la contaminación por parte del Gobierno), o han obtenido beneficios de ellas, habiendo ayudado estas a provocar daños ambientales que amenazan la vida o los derechos de las personas. ¿Por qué tantos de nosotros somos responsables de los daños de la contaminación?

En casi todas las naciones del mundo, la gente pobre, las minorías y los niños soportan más cargas de contaminación que el resto de la población (la población de clase media), sobre todo en los países desarrollados. De forma proporcional, cada vez se ubican más vertederos, centrales eléctricas, vertederos de residuos tóxicos, almacenes ferroviarios y de autobuses, plantas de aguas residuales e instalaciones industriales en los barrios de la gente pobre y las minorías. A consecuencia de ello, esta gente debe hacer frente a unos niveles más altos de cáncer, muertes evitables, enfermedades infecciosas, aire viciado y agua potable contaminada. De este modo, “la exposición a los riesgos ambientales varía en función de la raza y […] los ingresos” (APHA 2005). Por ejemplo, en casi todos los países, la basura de los ciudadanos de clase media es recogida y llevada a los barrios de la gente pobre, donde es quemada o enterrada, provocando daños. También se puede mencionar el hecho de que la gente pobre y las minorías viven en zonas más contaminadas debido a que la gente más adinerada puede permitirse no vivir en ellas. La población de mayor nivel económico “compra su vía de salida” de muchos problemas de contaminación ambiental. Y puede hacerlo debido a que los más acaudalados pueden permitirse pagar a abogados y científicos que los ayuden a evitar los lugares nocivos de sus propios barrios, mientras que la gente pobre no puede. Como consecuencia, los más adinerados pueden imponer estas cargas ambientales a los pobres a través de la injusticia ambiental (Shrader-Frechette 2007, 2002; Bryant
1995; Bullard 1994).

Pero si se tiene la obligación prima facie de ofrecer compensaciones por unas distribuciones de contaminación ambiental desiguales, que amenazan la vida y los derechos de otras personas, de las cuales se benefician injustamente, podría sostenerse que lo ideal sería que dicha compensación adoptara la forma de ayuda para reformar las instituciones sociales que contribuyen a la contaminación ambiental que pone en riesgo la vida y a la injusticia ambiental. Como tal, este argumento se basa en dos reivindicaciones básicas acerca de diferentes tipos de responsabilidad. Una de las reivindicaciones es que si los ciudadanos se han beneficiado injustamente de la desigualdad de daños por contaminación, y por tanto han contribuido a ella, deberían afrontar su responsabilidad ética para ayudar a frenar esta situación. La segunda reivindicación es que si los ciudadanos viven en una democracia y, por tanto, tienen derecho a participar en las naciones y las instituciones cuyas políticas y prácticas ambientales contribuyen a los daños por contaminación y a la injusticia social, estos también tendrán la responsabilidad democrática de ayudar a frenar esta situación. Aunque aquí no disponemos de espacio suficiente para desarrollar plenamente este argumento, esta idea se ha planteado en otras partes, junto con respuestas a las objeciones presentadas contra ello. Esto demuestra claramente que quienes pertenecen como mínimo a la clase media, sobre todo en los países desarrollados y democráticos, tienen la obligación de ayudar a frenar el daño por contaminación que amenaza la vida de las personas, y que esta obligación es vinculante para nosotros debido a que todos tenemos el derecho humano básico de la igualdad. Aquellos que contribuyan a la desigualdad en la consideración de la protección en materia de contaminación, como muchos hacen, en virtud de la imposición de cargas de contaminación a los miembros más vulnerables de la sociedad, como la gente pobre, las minorías y los niños, lógicamente tendrán obligaciones de justicia compensatoria con sus semejantes, unos deberes que recorrerán un largo camino hacia la protección del entorno (Shrader-Frechette 2007, 2002).

Conclusión

La modesta y práctica ética ambiental que venimos presentando en este capítulo se basa en la práctica de los ecologistas y en sus casos individuales, así como en los juicios inevitablemente humanos, pero bien corroborados y no estipulativos sobre la gestión ambiental. Sin embargo, la ecología puede no estar seriamente viciada debido a que debe sacrificar su universalidad por la utilidad y el sentido práctico, o bien porque debe sacrificar la generalidad por la precisión obtenida mediante los estudios de caso. Asimismo, la ética ambiental no está viciada debido a que debe basarse en soluciones que a su vez se fundamenten en normas éticas predeterminadas y en la combinación del avance de los derechos humanos y la salud pública con el progreso y la protección ambiental. La ética tradicional puede ofrecernos armas poderosas para defender el entorno.

Kristin Shrader-Frechette

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