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Introducción

A estas alturas no hay casi nadie en la Tierra que no se haya encontrado alguna vez con las palabras calentamiento global. Aparecen casi a diario en los periódicos y en la televisión. Cada año se publican decenas de libros e innumerables revistas sobre el tema. Ostento el dudoso honor de haber sido el primero en usarlas, en un artículo que publiqué en 1975 en la revista Science, llamado «Climate Change: Are We on the Brink of a Pronounced Global Warming?» [Cambio climático: ¿estamos al borde de un calentamiento global pronunciado?]. En él explicaba por qué, a pesar del aumento continuo del CO2 en la atmósfera, la temperatura de la Tierra se mantuvo prácticamente constante entre 1940 y 1975. Formulé mi hipótesis basándome en la ampliación de las periodicidades de 80 y 180 años en los registros del isótopo de oxígeno en los núcleos de hielo del Camp Century en Groenlandia antes de la revolución industrial. Se creía que los niveles del isótopo de oxígeno en el hielo eran un indicador de la temperatura del aire, por lo que se sugirió que el calentamiento por CO2 provocado por el hombre que se suponía que debía haberse dado había sido compensando por un enfriamiento natural. Es más: si ése era el caso, la Tierra estaba a punto de dar un giro radical, ya que en 1975 el enfriamiento natural estaba a punto de convertirse en un calentamiento natural. De ser así, la naturaleza se aliaría con el CO2 producido por el hombre, y la Tierra se calentaría. Ha resultado que mi predicción era acertada. Un año después de que publicase mi artículo la Tierra empezó a calentarse, y ese calentamiento se ha prolongado hasta el día de hoy. Pero ha sido una desilusión comprobar que los ciclos de 80 y 180 años, tan visibles en los registros del norte de Groenlandia, no han aparecido en ninguna muestra climática posterior (incluidas aquellas extraídas de núcleos de hielo en el centro y el sur de Groenlandia).

Figura 1: 
A) Reproducción de un diagrama de mi artículo de 1975 en Science. La línea continua indica el registro de temperatura global que tenía en aquella época. La línea de puntos es mi cálculo sobre el aumento de la temperatura achacable al CO2 producido por el hombre. La línea de rayas cortas es mi cálculo sobre las fluctuaciones naturales de la temperatura global basándome en los ciclos de 80 y 180 años observados en los registros del isótopo de oxígeno en el núcleo de hielo del Camp Century en Groenlandia. La línea de rayas más largas en negrita es la suma de mis dos cálculos.
B) Registro actualizado de la temperatura global. Aunque mi predicción resultó ser cualitativamente correcta, los ciclos de 80 y 180 años en los que se basaba no han vuelto a aparecer en ningún registro climático.

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Para reforzar sus tesis, aquellos que niegan el calentamiento global se apoyan en ese estancamiento de la temperatura para mantener que el calentamiento global es poco más que una tormenta en un vaso de agua. Indican con el mismo vigor el avance de los glaciares de montaña que se produjo en los siglos xvii y xix y las condiciones cálidas que permitieron a los vikingos colonizar Groenlandia mil años antes como pruebas de que no hay que culpar al CO2. Prefieren creer que es todo natural, quizá provocado por el Sol.

Aquellos de nosotros que creemos firmemente que el CO2 ha calentado y seguirá calentando el planeta consideramos que los cambios climáticos del pasado son fluctuaciones de base que, con toda certeza, se seguirán produciendo. Es más, creemos que los efectos del CO2 y otros gases de efecto invernadero aún no son lo suficientemente intensos como para sacarnos de las fluctuaciones naturales. Pero es probable que hayamos asistido a los últimos estancamientos y descensos naturales, y que estas subidas y bajadas conformen la curva de un calentamiento continuo.

Física del efecto invernadero

La física nos dice que el aumento de la concentración de gases como el CO2, capaces de capturar la luz solar que emite la superficie de la Tierra, calienta el planeta. La razón de esto es que cuando esos gases reenvían la energía capturada sólo mandan la mitad al espacio exterior. La otra mitad es devuelta a la superficie de la Tierra. Por consiguiente, para equilibrar la energía recibida del Sol, la Tierra debe emitir más luz. Y para hacerlo, la superficie de la Tierra debe calentarse.

Si el CO2 y otros gases de efecto invernadero producidos por el hombre (como el metano, el óxido nitroso, los CFC [clorofluorocarbonados]…) fuesen los únicos involucrados, nuestro impacto sobre la temperatura de la Tierra no sería tan preocupante. Pero se produce una violenta reacción. Al calentarse el planeta aumenta la presión del vapor de agua. Al haber una cantidad de moléculas de agua mucho mayor que la de moléculas de CO2 o, en este caso, de cualquier otro gas de efecto invernadero, éstas controlan la capacidad de la atmósfera de capturar la luz emitida por la superficie terrestre (como los rayos infrarrojos). Por cada grado centígrado de aumento de la temperatura terrestre, la presión del vapor de agua aumenta un 7% y, consiguientemente, la cantidad de vapor de agua en la atmósfera aumenta en una proporción similar. Eso multiplica por tres el impacto primario de los gases de efecto invernadero producidos por el hombre. Por ello, con la duplicación del contenido atmosférico de CO2 —de las 280 ppm (partes por millón) de la era preindustrial a las 560 ppm que probablemente alcancemos (o rebasemos) a finales de este siglo—, lo más seguro es que el planeta se caliente unos 3,6 ºC en vez de los 1,2 ºC que provocaría por sí solo el aumento del CO2.

Sólo conozco a un científico de reputación indiscutida que niegue el papel del vapor de agua en el aumento del calentamiento por CO2. Es Richard Lindzen, físico atmosférico de renombre que trabaja en el MIT (Massachusetts Institute of Technology). Aunque no cuestiona la física básica anteriormente descrita, concluye que, en vez de contribuir a aumentar el calentamiento, el vapor de agua ayudará a reducirlo. Su argumentación implica una redistribución del vapor de agua de la atmósfera, y admite que, a medida que se calienta la Tierra, su presencia en la atmósfera tropical se incrementará, pero plantea la hipótesis de que se reducirá en la atmósfera extratropical (por ejemplo, por encima de las tierras secas). La surgencia de aire con un alto grado de humedad en el trópico crea una densa cobertura nubosa que impide en gran medida la pérdida de luz terrestre. En cambio, el descenso de aire con un bajo grado de humedad en las zonas extratropicales representa una válvula de escape importante para la luz terrestre. Así que Lindzen situaría el vapor de agua sobrante donde fuera menos eficaz y, al secar el aire en las zonas extratropicales, abriría aún más esa válvula de escape. El problema es que nadie, ni siquiera Lindzen, ha creado una simulación informática completamente desarrollada que consiga esta proeza. Todas las simulaciones de este tipo llevan a un incremento casi uniforme del vapor de agua y, con ello, a un mayor aumento del calentamiento primario.

Aunque la reputación de Lindzen como científico sigue intacta, su batalla contra el calentamiento global está perdiendo fuerza. Es más: el hecho de que argumente con la misma vehemencia que no hay pruebas de que el tabaco esté relacionado con el cáncer de pulmón hace que el mundo científico tienda a desautorizarlo como oponente.

Aerosoles y nubes

Los denodados esfuerzos por entender qué está sucediendo y qué nos depara el futuro son el resultado del impacto de los aerosoles provocados por el hombre en el balance de radiación de la Tierra. Estos aerosoles reflejan la luz que proviene del Sol y, a la vez, absorben la que emite la Tierra. El azufre que libera la combustión de carbón acaba convirtiéndose en aerosoles ácidos de color claro que actúan sobre todo como reflectores solares y, por ello, enfrían la Tierra. El hollín que se libera durante la combustión de la biomasa y el carbón se convierte en aerosoles oscuros que, como los gases de efecto invernadero, capturan la luz emitida por la Tierra y, con ello, tienden a calentar el planeta. Al contrario que los gases de efecto invernadero, que tienen unas propiedades ópticas bien definidas y se distribuyen uniformemente por la atmósfera, los aerosoles tienen unas propiedades ópticas complejas y se concentran en regiones cercanas a sus fuentes. Por eso se desconoce con certeza su contribución al cambio climático provocado por el hombre. Aunque se cree que el enfriamiento relacionado con el sulfato es mayor que el calentamiento provocado por el hollín, existe la preocupación de que el aumento actual de las emisiones de hollín cambie las tornas y los aerosoles acaben contribuyendo al calentamiento en vez de paliarlo.

Al hablar de esto hay que tener en cuenta que los aerosoles permanecen en el aire sólo unos días o semanas antes de ser purgados de la atmósfera por las lluvias. Por el contrario, el CO2 se mantiene en el aire durante siglos antes de ser absorbido por los océanos. Por eso la importancia del CO2 frente a los aerosoles será cada vez mayor con el paso del tiempo.

Además de su función directa como perturbadores del balance de radiación de la Tierra, los aerosoles tienen una importante función indirecta. Sirven de núcleos de condensación, necesarios para la formación de gotas de lluvia. Cuantos más núcleos de condensación haya en una nube, más gotas habrá. Cuando una cantidad fija de agua llegue al punto de condensación, un mayor número de gotas de agua equivaldrá a gotas de menor tamaño. Y, lo que es más importante, eso hará que la nube refleje más la luz. Una espectacular muestra de ese impacto indirecto son los rastros brillantes que crea el humo que se eleva de los barcos que navegan bajo la capa de nubes bajas.

Nuestra incapacidad para calcular con exactitud la aportación de las fluctuaciones naturales del clima, unida a la incapacidad de calcular la aportación de los aerosoles, hacen que sea imposible evaluar si el calentamiento que han provocado el CO2 y otros gases de efecto invernadero concuerda o no con las previsiones.

Perspectivas de futuro

En la actualidad, cada año quemamos combustibles fósiles que contienen unas 7 Gt (gigatoneladas) de carbono. Todo el CO2 que produce dicha combustión se emite a la atmósfera. Poco más de la mitad se queda en suspensión en el aire, y el resto es absorbido por los océanos y la biosfera terrestre. Aunque se conoce bien el mecanismo de la absorción oceánica, el mecanismo mediante el cual la biosfera terrestre absorbe el carbono sobrante sigue siendo una incógnita. El fenómeno es de tal amplitud que compensa ampliamente las emisiones de CO2 asociadas a la deforestación (alrededor de 1 Gt/año). El resultado global es que el contenido en CO2 de la atmósfera aumenta en la actualidad a un ritmo de 2 ppm/año (véase la figura 3). A finales de 2008, era de unas 390 ppm, 110 ppm más que durante la era preindustrial.

Figura 3: Registro de Charles David Keeling del contenido de CO2 del aire a gran altura en la isla de Hawái. Las leves subidas y bajadas reflejan la absorción estacional relacionada con la fotosíntesis y la emisión de CO2 de las plantas del hemisferio Norte. La línea ascendente del registro muestra el aumento constante de la quema de combustibles fósiles.
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En el protocolo de Kioto los países industrializados (a excepción de Estados Unidos) se comprometieron a reducir levemente sus emisiones de carbono. Pero esas pequeñas reducciones quedan más que eclipsadas por el uso generalizado de la energía en China, la India y otros países tradicionalmente pobres. Como es probable que esta situación se mantenga durante las próximas décadas, se calcula que la tasa de aumento del CO2 se incrementará hasta llegar por lo menos a 3 ppm/año. A un ritmo de 3 ppm/año, el CO2 aumentará en 150 ppm en los próximos cincuenta años, llegando a una tasa total de 540 ppm, casi el doble de la tasa de la época preindustrial (560 ppm).

¿Qué se debe hacer?

Es evidente que aumentar el uso eficiente de la energía (además, claro está, de hacer todo lo posible por desarrollar y poner en práctica el uso de fuentes de energía no fósiles) no es sólo algo esencial, sino también una apuesta con la que todo el mundo saldría ganando. Pero —dejando de lado la efectividad de estas medidas— el planeta ya está en una situación de calentamiento que alterará con toda seguridad los patrones de precipitaciones y fundirá los casquetes polares. Por eso debemos prepararnos para enfrentarnos a esos cambios.

Me temo que la protección del medio ambiente y las energías alternativas no serán capaces de detener por sí solas el aumento del CO2, puesto que para ello sería necesario reducir las actuales emisiones de CO2 hasta dividirlas por diez. En la actualidad cerca del 85% de la energía mundial procede de combustibles fósiles, por lo que detener el aumento del CO2 implicaría reemplazar prácticamente todos nuestros sistemas de generación de energía (automóviles, barcos y aviones incluidos). Eso sólo sería posible usando a gran escala la energía nuclear y la fotovoltaica. La energía eólica, la energía geotérmica, la energía solar térmica y la biomasa no tienen el potencial necesario para convertirse en factores relevantes.

Así pues, es esencial que nos preparemos para capturar y almacenar CO2. Aunque se dé un pequeño milagro y encontremos una manera de obtener energía sin quemar carbono, es muy probable que sea necesario reducir el contenido en CO2 de la atmósfera. Digo que hay que prepararse porque tenemos mucho que aprender sobre la captura y el almacenamiento del CO2.

Captura de CO2

La mayoría de lo que se ha escrito sobre la captura de CO2 se centra en los sistemas de escape de las centrales de generación de energía eléctrica. Parece que hay un consenso sobre el hecho de que, más que capturarlo en los gases expulsados por las centrales convencionales de combustión de carbón, sería mejor construir plantas de gasificación de carbón (o plantas alimentadas por oxígeno puro en vez de por aire). En las plantas de gasificación se trata el carbón con vapor, con lo que se convierte en monóxido de carbono e hidrógeno. Después se usa el hidrógeno para generar electricidad en una pila de combustible, y se convierte el CO en CO2, que se captura, se licua y se envía por una tubería a su lugar de almacenamiento. Sin embargo, a día de hoy todavía no hay ninguna planta de estas características operativa.

Figura 5: Dos medios posibles de captura de CO2 y cuatro de almacenamiento de CO2.

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Mi compañero Klaus Lackner me ha convencido de que capturar el CO2 directamente de la atmósfera es una estrategia más acertada. Señala que, a pesar de la menor concentración de CO2 en el aire, el coste de la captura directa es comparable al coste de la captura en centrales de generación de energía eléctrica. La razón es que en el coste de la energía predomina una sola etapa del proceso, a saber, la eliminación del CO2 del medio de captura.

En los últimos seis años Lackner y sus socios han desarrollado un método económicamente viable de captura en la atmósfera. El coste asciende a unos 30 $ por tonelada de CO2 (equivalente a una subida de 25 centavos de dólar por galón de gasolina o de 2 centavos de dólar por kilovatio-hora de electricidad). Es más, al situar los colectores cerca de los almacenes de CO2 el coste del envío por tubería desde la planta eléctrica al lugar de almacenamiento se reduciría drásticamente.

Lackner propone usar unos dispositivos modulares. Cada uno capturaría de la atmósfera una tonelada de CO2 al día (el equivalente a la cantidad de CO2 generada diariamente por 20 automóviles). Los componentes de cada unidad caben en un contenedor marítimo estándar. Cada unidad costaría aproximadamente lo mismo que un automóvil, con lo que un incremento del 5% en el precio de venta de los coches cubriría la producción de estos dispositivos.

El medio de captura utilizado por los dispositivos de Lackner es un tipo de fibras plásticas con moléculas con carga positiva incorporadas. Cuando quedan expuestas al aire, las moléculas de H2O presentes en esas fibras son reemplazadas por moléculas de CO2. Cuando se exponen las fibras cargadas de CO2 al vapor, las moléculas de H2O reemplazan a las moléculas de CO2. Este ciclo se ha repetido cientos de veces sin que la capacidad de captura de las fibras disminuya. Del mismo modo, las fibras no se deterioran con el contacto con el aire de las ciudades.

Lackner prevé que el prototipo del dispositivo sea 30 colectores del tamaño de un colchón se ensamblan formando un anillo encima de la unidad que contiene las cámaras de vacío, dentro de las cuales hay otros 30. Por medio de un elevador, los grupos de fibras rotan entre la exposición al aire y el tratamiento con vapor de agua. Una vez llenos los colectores, se vacía la cámara para llenarla de vapor (a 40 ºC). Después se bombea la mezcla de vapor y dióxido de carbono, y se comprime, con lo que se licúa gran parte del vapor de agua residual. El vapor sobrante se elimina mediante un agente secante y, finalmente, el CO2 seco se comprime aún más, hasta licuarlo, para enviarlo entonces a un lugar de almacenaje.

La estrategia modular de Lackner permite una mejora continua del diseño de los dispositivos. Se empezaría con el equivalente a un Ford de 1934 y se acabaría con el equivalente a un Toyota de 2009.

Almacenaje de CO2

Tanto si es capturado en las centrales de generación de energía eléctrica como en la atmósfera, hay que almacenar el CO2. Lo ideal sería hacer reaccionar el CO2 en una planta química con Mg extraído de minerales de peridoto y piroxeno, constituyentes de las rocas ultrabásicas (o con sus equivalentes serpentinizados). El Mg CO3 producido de esta manera duraría para siempre. Pero hasta que no se encuentre un modo de reducir los enormes costes energéticos de esa operación, se deberán usar opciones de almacenamiento más baratas. Se han propuesto cuatro posibilidades: 1) almacenarlo como CO2 líquido en los acuíferos cuyos espacios porosos se están llenando en la actualidad de agua salada; 2) almacenarlo como clatrato de CO2-HO2 en lagos bajo la Antártida; 3) almacenarlo como HCO en aguas profundas; 4) almacenarlo como iones de bicarbonato de Mg y Ca y minerales carbonatos de Mg y Ca en basalto o en rocas ultrabásicas. A día de hoy no se ha probado lo suficiente ninguna de estas posibilidades de almacenamiento, y siguen suscitando dudas sobre sus costes y consecuencias medioambientales.

Acuíferos

La opción de la que más se habla es la del almacenamiento en acuíferos salinos. Estos acuíferos están repartidos a 1 o 2 Km de profundidad en las tierras continentales interiores (y bajo los mares epicontinentales). Al ser la roca almacén arenisca, hay pocas posibilidades de inmovilización química del CO2, ya que éste se mantendría en su forma líquida. Una ventaja de esta opción es que esos acuíferos no están bajo control internacional (como es el caso de las aguas profundas y el casquete polar antártico). Un inconveniente es que la gente que vive por encima de ellos puede tener preocupaciones relativas a su seguridad y, donde la ley lo permita, reclamar la propiedad de los lugares de almacenamiento.

Basalto

Hay muchas y muy extensas zonas del planeta cubiertas por espesas capas de lava basáltica. Se cree que estas capas se formaron al salir a la superficie terrestre enormes columnas de roca caliente originadas en el límite entre el núcleo y el manto de la Tierra. Hay muestras en excelente estado en Brasil, la India, Siberia y el noroeste de Estados Unidos. Se cree que si se inyectase CO2 disuelto en agua a alta presión en zonas profundas de esas capas, disolvería los minerales de peridoto y piroxeno del basalto, despidiendo iones de magnesio. Estos iones con carga positiva reaccionarían con las moléculas de CO2, convirtiéndolas en iones de bicarbonato (HCO3-), con lo que quedarían permanente inmovilizados. A medida que avanzase la reacción se formarían iones de carbonato (CO3=), y acabaría precipitándose un MgCO3 sólido.

De las muchas preguntas que suscita esta opción, la más importante es qué cantidad de CO2 se filtraría de nuevo en la atmósfera (a través de las omnipresentes fracturas) antes de poder reaccionar con esa roca almacén. Para poder evaluar la ecuación entre reacción y filtración se está llevando a cabo un experimento en Islandia, cuyo territorio está enteramente compuesto por basalto.

Aguas profundas

Aunque mis cálculos sobre el almacenamiento de CO2 en las aguas profundas del océano Pacífico hacen que sea una opción tentadora, hay muchas voces en contra, y la de Greenpeace es la que más se hace oír. Mi propuesta es inyectar anticipadamente en este gran depósito la cantidad aproximada de CO2 que se acumulará en él en los próximos siglos de forma natural. En otras palabras, adelantaríamos la incorporación del CO2 a este gran depósito. La mayoría de ese CO2 se inmovilizaría al reaccionar con los iones de carbonato y borato presentes. Se podrían almacenar unas 200 Gt de C en forma de CO2 sin aumentar la presión parcial del CO2 en el agua más de lo que ha aumentado en la atmósfera. Sabemos, por las mediciones de bicarbonato con C14 en las aguas profundas del Pacífico, que el periodo de aislamiento es de casi mil años. También sabemos, por la distribución de He3 expulsado por las crestas oceánicas, que en ese tiempo las aguas del Pacífico se redistribuyen. El mejor medio para hacer eso sería inyectar el CO2 líquido a más de 3,5 km de profundidad, ya que a esa profundidad es más denso que el agua de mar. También sabemos que el CO2 líquido reacciona con el agua y forma un clatrato pastoso (7H2O4 + CO2) que se hundiría hasta el lecho marino. Por supuesto, el clatrato se disolvería en el agua circundante después de varias décadas.

En mi opinión, el daño que se le causaría a la fauna bentónica se localizaría en los halos químicos próximos a los lugares de inyección. Para calcular la extensión de ese daño, se deberían llevar a cabo experimentos en los que se inyectasen varias toneladas de CO2 líquido en las aguas abisales desde un buque de perforación, y se desplegasen sensores y trazadores añadidos al CO2 (para poder rastrear su dispersión), así como cámaras (para observar la reacción de las criaturas abisales).

Lagos antárticos

Un hecho sorprendente es que los mejores depósitos de almacenamiento se encuentran bajo el casquete polar antártico. Si se inyectase CO2 en uno de los aproximadamente cien lagos que hay bajo esa superficie helada, reaccionaría con el agua y formaría un clatrato de CO2-H2O que se hundiría hasta la base rocosa del lago. Al no haber iones de carbonato o borato, las aguas de esos lagos no tendrían la capacidad de redisolver el clatrato. Por ello, permanecería en estado sólido hasta que, dentro de miles de años, el lento deslizamiento del hielo lo desplazase hasta el borde del hielo, desde donde se vertería en el mar.

El calor desprendido durante la formación del clatrato se disiparía en el hielo derretido del techo del lago. Resulta que la cantidad de agua generada en este proceso compensaría más o menos el consumo de agua asociado a la formación del clatrato, con lo que el volumen de agua del lago no se reduciría.

Obviamente, lo más probable es que la gente preocupada por la conservación del estado prístino de la meseta antártica se lleve las manos a la cabeza. Es más, la legislación internacional actual que prohíbe la explotación minera en la Antártida probablemente impida la construcción de los equipos necesarios para la captura de CO2 y su bombeo bajo el casquete polar, al igual que la construcción de viviendas, etc., para la gente que se encargaría de instalar y operar los equipos. Sin embargo, al enfrentarnos a un desafío extraordinario no conviene descartar ninguna opción sin considerarla con la máxima atención.

Roca ultrabásica

El manto terrestre está formado en gran medida por tres elementos: magnesio, silicio y oxígeno. Sorprendentemente, atraviesan la corteza terrestre unas esquirlas del material del manto que afloran en varios lugares. Gran parte de la superficie de Omán, por ejemplo, está compuesta de roca ultrabásica o su equivalente serpentinizado. El magnesio de estas rocas es un componente tentador para capturar el CO2 en forma de MgCO3. Se barajan dos posibilidades. Una de ellas sería extraer la roca y disolverla en una planta, para después mezclar el magnesio con el CO2. El producto resultante (magnesita y sílice opalino) se reintroduciría en el agujero producido por la extracción minera. Desgraciadamente, a día de hoy nadie ha dado con una solución para llevar a cabo este proceso con un coste energético razonable. Otra idea es hacerlo in situ, inyectando el CO2 en la roca. Como la reacción con la roca despediría calor y aumentaría el volumen de la roca (provocando la aparición de grietas), quizá se podría producir una reacción autosostenida. Una vez más, se necesita investigar mucho más para determinar si este proceso es viable.

Contramedidas

¿Qué se puede hacer si falla la ofensiva para reducir la acumulación de CO2 en la atmósfera? A finales de la década de los sesenta un meteorólogo ruso, Mijail Budyko, propuso disminuir la entrada de radiación solar cargando la estratosfera de SO2. En ella, el dióxido de azufre reacciona con un oxidante y produce aerosoles de ácido sulfúrico que reflejan la luz del Sol y, por ende, enfrían la Tierra.

A mediados de la década de los ochenta John Nuckolls, físico del Livermore National Laboratory, y yo decidimos usar la nueva información y actualizar el escenario propuesto por Budyko. Los modelos de simulación mostraron que para compensar la multiplicación por dos del contenido en CO2 de la atmósfera habría que reflejar (y reenviar al espacio) un 2% de la radiación solar que llega a la Tierra. Al ser la retrodispersión de los aerosoles H2SO4 de sólo un 10% de los rayos solares que inciden en ellos, para reducir en un 2% la insolación estos aerosoles deberían interceptar un 20% de la luz solar. Para ello se necesitarían aerosoles de ácido sulfúrico producidos por unos treinta millones de toneladas de SO2. Al mantenerse los aerosoles en suspensión en la atmósfera durante un año, habría que enviar al aire anualmente esa cantidad de SO2.

Freeport Sulfur Company nos informó del coste del SO2 (a saber, unos diez mil millones de dólares estadounidenses de 1980 al año). Boeing nos informó de que la compra y el pilotaje de los 700 aviones Boeing 747 necesarios para llevar el SO2 a la estratosfera implicaría un coste anual de 20.000 millones de dólares estadounidenses de 1980.

Nuckolls y yo redactamos un artículo titulado «An Insurance Policy Against a Bad CO2 Trip» [Una póliza de seguros contra un mal viaje de CO2]. En él se hacía alusión a los efectos secundarios que tendría en el medioambiente una acción de este tipo (aumento de las lluvias ácidas, disminución del ozono…). Enviamos el borrador a varios científicos de renombre (como, por ejemplo, Frank Press, de la National Academy of Sciences; Bert Bolin, quien más tarde dirigiría el IPCC —Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático— o Jerry Makman, del NOAA’s Geophysical Fluid Dynamics Laboratory). Todos ellos nos recomendaron que no intentáramos publicar el artículo. Una de las razones que aducían era que temían que representara una excusa para que el gobierno no tomara ninguna medida. Seguimos su consejo. El único documento publicado en el que se plasmaban nuestras ideas fue un pequeño fragmento en el Daily Telegraph. Pasó una década antes de que el ganador del premio Nobel Paul Crutzen publicase un artículo sobre el tema.

Mi temor es que no vamos a actuar lo bastante rápido sobre la disminución de las emisiones de CO2, y el planeta se calentará tanto que la mayoría de los países optará por la solución del SO2. Como la tirita del aerosol costará diez veces menos que cualquier solución que implique un freno al aumento del CO2, la tentación de adoptar esta solución será grande.

Los próximos veinte años

Creo que pasarán por lo menos dos décadas antes de que se alcance un acuerdo internacional significativo. Aunque se ha extendido la conciencia de que debemos hacer algo, sigue existiendo una gran resistencia a adoptar cualquier cosa que se pueda considerar como una tasa sobre el carbono, así como una gran sospecha de que los términos de cualquier acuerdo vinculante puedan ser violados por algún rival económico. Pero a medida que se caliente el planeta los cambios ecológicos (el impacto en la agricultura, el desecamiento de las tierras secas, el deshielo…) se harán más evidentes. Esos cambios harán que aumente la presión para detener el aumento del CO2 y, con suerte, forzarán a los líderes políticos mundiales a firmar un tratado realmente efectivo.

Si este escenario se cumple, sería de la mayor importancia que el tiempo hasta que éste se dé se usase para desarrollar métodos de producción de energía que no empleen carbono, así como métodos de captura y almacenamiento del CO2. Aunque la industria tiene importantes alicientes económicos para desarrollar lo primero, no se da el mismo caso para lo segundo. Por eso sospecho que los gobiernos deberán involucrarse. El tiempo es esencial, y por ello no debemos dejar que pasen las dos o tres próximas décadas haciendo tan poco como hemos hecho en las últimas dos o tres.

Como ciudadano, me gustaría vivir lo suficiente para ver cómo responde el mundo a este inmenso desafío medioambiental. Como científico, me gustaría vivir lo suficiente para ver el impacto de lo que el difunto Roger Revelle llamó «el mayor experimento geofísico del hombre». Pero, desgraciadamente, se acerca ya mi 78º cumpleaños, y seguramente ya no estaré cuando llegue la hora de la verdad.

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